Este movimiento, creado por F. T. Ma- rinetti (1876-1944) en 1909, es el más netamente programático de cuantos surgieron en los primeros años de nuestro siglo; podemos incluso decir que fue sobre todo un vasto programa y que, en cuanto Futurismo, lo siguió siendo esencial y preponderantemente, desde el momento en que surgió hasta el estallido de la guerra mundial y durante la postguerra.
El número de sus manifiestos bastaría para demostrarlo: en 1909 apareció en el “Figaro“ de París el primer Manifiesto en el cual Marinetti afirma como valores fundamentales del nuevo movimiento “el amor al peligro, el habituamiento a la energía y a la temeridad… el movimiento agresivo, el insomnio febril, el paso ligero, el salto mortal, la bofetada y el puñetazo”. En 1910 el mismo Marinetti escribe el Manifiesto técnico de la literatura futurista que, afirmando como nuevo medio de expresión literaria las “palabras en libertad”, desligadas de los vínculos de la sintaxis y de la puntuación, señala en la nueva prosa y en la nueva poesía una orquestación de colores, de ruidos y sonidos, suma de todas las fuerzas del universo en las cuales se confunden “los materiales de la lengua y de los dialectos, las fórmulas aritméticas y geométricas, las notas musicales, las palabras antiguas, deformadas y nuevas, los gritos de los animales, de las fieras y de los motores”.
El mismo año Boccioni, Carra, Russolo y Baila lanzaban el primer Manifiesto de la pintura futurista, al cual siguió muy pronto un segundo, que trataba de declarar el carácter esencial de la pintura nueva, ya no expresión del “momento estancado”, sino “sensación dinámica eternizada como tal”. También en 1910 aparece el Manifiesto de los músicos futuristas escrito por F. Balilla Pratella, completado, el año siguiente, con el Manifiesto técnico de la música futurista en el cual se afirma substancialmente que la música es un “universo sonoro incesantemente móvil” y en el que se funden la armonía y la melodía. En 1913 Luigi Russola lanzaba el Manifiesto del arte de los ruidos, el cual debía “entonar y regular armónicamente” todos los ruidos posibles, divididos en seis “familias”: retumbos, silbidos, susurros, estridencias, estampidos, gritos de hombres y de animales. El año anterior Umberto Boccioni inauguró la escultura futurista con un manifiesto en que afirmaba que ese arte trataba de crear, con los materiales más diversos, “el infinito plástico aparente y el infinito plástico interior”, expresión plástica de los cuerpos y de los sentimientos en una forma de “trascendentalismo físico”.
En 1914 Antonio Sant’Elia, sin duda la figura más completa de futurista como tal, cuya muerte en la guerra, dos años más tarde, pareció sellarle simbólicamente como una gran posibilidad, iniciaba la arquitectura futurista inaugurada también con un manifiesto: “una arquitectura que sólo tenga su razón de ser en las condiciones especiales de la vida moderna… arquitectura de cálculo, de audacia temeraria y de simplicidad… del cemento armado, del hierro, del vidrio, del cartón, de la fibra textil y de cuantos sucedáneos de la madera, de la piedra y del ladrillo, permitan obtener el máximo de elasticidad y ligereza”. En 1915 Marinetti y Settimelli publicaron el Manifiesto del teatro futurista sintético cuyo objetivo radica en “sinfonizar la sensibilidad del público, despertando con todos los medios sus brotes más perezosos”, dando forma y voz al subconsciente, valiéndose de la sorpresa, de la simultaneidad, de la agresión inmediata, reduciendo la acción teatral a una serie de síntesis escénicas de pocos segundos, “sin psicología ni preparación lógica”. El Manifiesto de la escenografía futurista es también de 1915 y está escrito por En- rico Prampolini, quien dictará, en 1923, el Manifiesto de la atmósfera escénica futurista; los valores nuevos son la “escenoplástica”, la “escenodinámica” y particularmente el “espacio”, entendido como verdadero protagonista del teatro. Pero los manifiestos no acabaron aquí; aparecieron en la postguerra, entre otros, el Manifiesto de la estética de la máquina, el Manifiesto de la aeropintura, el Manifiesto de la aeropoesía (1931). Y sólo hemos citado los principales.
Una serie tan numerosa de programas a lo largo de veintidós años, si por un lado demuestra evidentemente los elementos negativos del movimiento, su incapacidad de madurar y de desenvolverse como tal, su implícito reconocimiento de proyectarse por completo en el futuro sin conseguir realizarse en el presente, por otro, es sin duda indicio de una vitalidad, de una obstinación y de una complejidad de contenido que hacen del Futurismo uno de los más interesantes fenómenos de la primera mitad de nuestro siglo. Y en realidad fue más un fenómeno que un movimiento, el punto crucial en el que convergieron diversos movimientos y del que se separaron después de haberse aligerado de su propia crisis.
Dos motivos, aparentemente opuestos, parecen ante todo dominar el Futurismo: de un lado una sensualidad gallarda y elementalista que exalta las posibilidades de los cinco sentidos conocidos (no hay que olvidar que, además de los colores, los sonidos y la plasticidad, también los gustos y los olores fueron indicados por Marinetti, quien llegó incluso a lanzar una cocina futurista, como motivos de afirmación para el movimiento) y revela otros menos notorios, como el sentido de la velocidad y el del espacio; por otro lado, un racionalismo intransigente que permitió a los pintores y escultores futuristas explicar lógicamente los elementos de sus obras, uniéndolos unos a otros mediante una continua cadena de causas y de efectos, y que a todas las artes aportó valores cuantitativos: las líneas y los valores geométricos en las artes figurativas, las relaciones de caracteres tipográficos, ya grandes, ya diminutos, en la grafía de las obras literarias. El antagonismo de ambos motivos es sólo aparente.
La sensualidad del Futurismo tiene, de hecho, un carácter extrañamente analítico: no recoge en una orientación única las posibilidades de los sentidos, sino que las acentúa por separado: color, volumen, sonido, olor, gusto, son considerados protagonistas sucesivos de un drama sensorial que se agota en sí mismo y, aun entremezclándose, no se confunde con los dramas afines a él. Pues, considerada en sí misma, una sensación no puede presentar más variaciones que las de intensidad, o sea variaciones cuantitativas; la actitud sensorial y la racionalista del Futurismo acaban de ese modo influyéndose recíprocamente, son las diversas caras de una sola actitud, esencialmente analítica, que constituye la base del movimiento.
De ahí la decidida negativa que el Futurismo opone a toda expresión del sentimiento. Si entendemos por sentimiento la resultante alógica de un grupo de sensaciones diversas, espontáneamente coordinadas en determinada forma del espíritu, luego echaremos de ver por qué el Futurismo, dada su necesidad de no acoger más que los valores matemáticamente elementales, se rebela contra esas construcciones espirituales más complejas.
Para comprender el Futurismo debemos, pues, retrotraernos a las razones que abonan esa especie de primordialismo lógico, esa busca de lo elemental que, a diferencia de las reacciones semejantes que siguieron en otros tiempos a períodos de intensa vida interior y cultural — como orientaciones hacia un ele- mentalismo sentimental de tipo rousseauniano— va decididamente más allá y trata de aislar nada menos que los elementos constitutivos e irreductibles de toda actividad espiritual.
Así considerada, la psicología del Futurismo nos mostrará ante todo lo que pudiéramos llamar una necesidad física de victoria. Venía tras un siglo de heroicas derrotas a través de las cuales las más intensas experiencias espirituales y culturales habían tratado en vano de concluirse en una forma especial y decididamente positiva: el propio Nietzsche, por quien los futuristas más cultos sienten predilección, no consiguió hacer transmisible su doctrina y le venció su propia soledad; el Decadentismo había sido la última expresión del siglo XIX. Por eso se imponía la necesidad de fundar experiencias en las cuales el hombre pudiese volcarse con una inmediata sensación de triunfo: no la victoria espléndidamente aislada de un d’Annunzio (contra quien el Futurismo se lanza, casi obsesionado por un complejo de inferioridad) sino la colectiva y totalitaria que salva en bloque a una generación. Frente a tal exigencia que no admite retraso ni compromisos, el Futurismo no vacila en derribar de un golpe las complicadas arquitecturas del siglo XIX para buscar, entre las ruinas, valores positivos por definición, indiscutibles, de por sí suficientes, porque criticarlos sería criticar las mismas bases de la existencia.
Hay en el Futurismo, especialmente en el de los primeros tiempos, una sagacidad secreta que a veces lo hace semejante a un método reeducativo inventado por algún psiquiatra: no sólo los valores de la vida son elementalizados hasta el puro esquema, sino que cada representante del movimiento escoge sólo algunos, aquellos ante los cuales se siente capaz de reaccionar positivamente. Hay pintores que limitan su paleta a dos colores y sobre dicha elección fundan una tendencia; quien añade un tercer color, tiene la impresión de haber hecho un descubrimiento. Parece que el verdadero objetivo esté en acostumbrar el espíritu a la sensación del éxito, presentándole problemas facilísimos pero que deben ser vividos con intensidad extraordinaria, empleando todas las fuerzas de la sensibilidad en una especie de autosugestión. Empeño más difícil de conseguir de lo que parece; los más jóvenes lo logran bastante bien, pero las inteligencias más maduras procuran escabullirse frente a cuadros compuestos con cuatro manchas de color o poesías rimadas con la burda repetición de las cinco vocales, que se presenta espontáneamente como una interpretación simbólica.
Una pincelada azul sobre un fondo blanco sugerirá cielos despejados o calma marinera, auroras frescas, montañas nevadas: sentimientos, pues, y, lo que es peor, evocados nostálgicamente, substrato romántico que rebrota. El Futurismo se da cuenta de ello y se defiende; denuncia el peligro, señala todas las reacciones emotivas que el futurista no debe tener, acentúa en dicho sentido su actitud polémica. Y, en los innumerables manifiestos, remacha y vuelve a remachar en las mentes los valores básicos de su programa: valor, violencia, fuerza, alegría, velocidad… todas las formas positivas a las cuales tiende espontáneamente el chiquillo en sus juegos y el hombre en sus orígenes eternos, presentadas como tales y exclusivamente como tales: la necesidad primordial es la de recobrar la salud.
Exigencia que, en los primeros años de nuestro siglo, había sido advertida por muchos, pero que el Futurismo afirma con una nitidez instintivamente extrema. Llegó a ser una verdadera isla de reeducación en la cual fueron por algún tiempo a fortalecer su espíritu artistas de todos los movimientos. Y, en dicho sentido, su empeño era no evolucionar, mantener lo más intacto posible aquel carácter elemental de sus promesas, constituir un eterno punto de partida destinado a no llegar nunca a lugar alguno. Por esto el verdadero, el único futurista fue y continuó siéndolo Felipe Tomás Marinetti, inventor de un método pedagógico que perdura como tal y que continúa enseñando su sistema aun cuando sus primeros discípulos se hayan hecho adultos y se dirijan por diversos caminos.
A la simplificación de los elementos sensibles, reducidos a esquemas de sensaciones puras, correspondía y sucedía la simplificación de los elementos de organización. A sensaciones más intensas responden expresiones cuantitativamente más intensas, a sensaciones repetidas, expresiones repetidas, y así sucesivamente. Con una relación tan simple como ésa consiguieron las realizaciones aparentemente más audaces; las palabras escritas con grandes caracteres para indicar su mayor importancia, los caballos a la carrera, con infinitas patas para reproducir el movimiento. Es una fantasía razonada que nace de una voluntaria ausencia de fantasía, un mito lógico que quiere sustituir al mito.
Pero, el Futurismo no consiste sólo en eso. Precisa instalar sobre dicho fondo todos los móviles complejos de quienes formaban parte de él y que provenían de las experiencias más diversas, prestos a dirigirse hacia nuevas experiencias; hay que integrar la fisonomía de aquella actitud elemental con los residuos aún vivos del siglo xix y con todas las exigencias fecundas que se delinearán más tarde. Elementos que están en el Futurismo como de paso, pero de continuo paso. De aquí el extraño modificarse del movimiento sin evolucionar nunca, aquel abigarramiento de todas las tintas, ya románticas o decadentes, parnasianas, impresionistas, expresionistas y demás, que desconcierta a quien busca, en tanta expresión sobrepuesta, la esencia del Futurismo. El propio sentido del devenir, que el Futurismo acentúa, no es una adquisición futurista, puesto que está insertado en el espíritu europeo desde un siglo cuando menos, es el carácter fundamental de todo movimiento idealista.
Ugo Dèttore