Entre los muchos movimientos espirituales que la inquietud de nuestra época ha venido creando, el más significativo, es tal vez el Existencialismo. Es difícil dar de él una definición, porque no es tanto una escuela cuanto una actitud; más que una filosofía, una forma refleja de reacción contra la filosofía, que termina con situar la esencia de la vida en la muerte, la esencia de la filosofía en el arte, o en la religión, y así sucesivamente.
Antifilosófico y anticultural, el Existencialismo se expresa, sin embargo, como filosofía y como cultura:, contradicción de la cual se da cabal cuenta, situación paradójica que para él es indicio de una contradicción y de una paradoja que se dan siempre, si bien con diversa conciencia de ello, en todos los momentos de la vida humana. Existencialismo es, en general, la afirmación de que la esfera de la Razón presenta una discontinuidad y, por así decirlo, una ruptura que le es esencial; en suma, que hay “algo” que escapa a la Razón, una dimensión de la vida que no cabe en las formas del Logos y que, cuando se la quiere introducir en el mundo del pensamiento — de la filosofía, de la ciencia, de la cultura —, aporta una contradicción, una paradoja por la cual el mismo pensamiento viene a quedar, por decirlo así, paralizado, anulado. A ese “algo” que en la historia del pensamiento ha tomado los nombres más varios, como no-ser, pecado, irracional, muerte, trascendencia, los existencialistas lo llaman la “existencia”, porque a ello se llega sobre todo por medio del análisis de los problemas que ofrece la persona finita, el individuo. ¿Qué significa que yo “estoy en el mundo”, que “existo”? Más allá de la existencia física, más allá del mismo “yo” como acto del pensamiento, en el cual mi individualidad está resuelta en algo impersonal (la existencia física) o universal (el acto del “yo” pensante), está precisamente ese elemento irreductible, impensable, que es mi existir.
Éste es el tema más general del Existencialismo, que ha tenido diversísimos desenvolvimientos en el decurso de la historia del pensamiento.
Motivos existencialistas se han querido encontrar hasta en el pensamiento de Platón y de Aristóteles; los existencialistas franceses, G. Marcel, R. Le Senne, L. Lavelle, se remiten a Pascal y al pensamiento religioso francés del XVII; G. Della Volpe enlaza su existencialismo con el pensamiento de Hume.
Pero el Existencialismo propio y verdadero, el Existencialismo contemporáneo, nace en los albores del siglo pasado en el seno del Romanticismo alemán. Éste había recogido en la intimidad de la persona, del “yo”, toda la cultura, y había hecho de la persona la raíz de los valores y de la propia realidad. Pero en su esfuerzo para construir el universo natural y cultural como producción originaria del “yo”, como acto de la persona, el Romanticismo se había encontrado confundiendo dos momentos diversos, mejor dicho, opuestos, de la persona misma: de un lado su radical, insuprimible individualidad o particularidad, que se manifiesta en el gusto, en el sentimiento, en la voluntad, en general en la esfera arracional o irracional de la vida: de otro lado, en cambio, su universalidad y necesidad como pensamiento, logos, razón. Por lo cual la persona, el individuo hinchado hasta ser universo, se entregaba a un estéril y abstracto narcisismo, a una vacía autocontemplación en la que se perdía ese sentido de energía y de responsabilidad que se origina en la persona por obra de la conciencia de su finitud y su parcialidad; de manera que el mismo proceso creador de la persona, y su resultado —la cultura y el mundo —, se convertían en algo abstracto, irreal, en poco más que una ilusión.
Ésta era la posición de la que en vano había intentado salir Fichte, apelando de nuevo, en el último período de su filosofía, a la trascendencia; el joven Schelling y Hegel, en cambio, habían salido de ella renunciando, precisamente, a los aspectos “románticos” del pensamiento de Fichte, resolviendo el “yo” en la “Idea”, substancia universal y concreta, que comprende tanto al sujeto como al objeto, tanto al “yo” como a la “naturaleza”. Así en el pensamiento de Hegel todo el desarrollo de la realidad, de la naturaleza como de la cultura, se convierte en el despliegue de la “Idea”, fuerza y substancia universal y necesaria, frente a la cual la persona finita, el individuo, viene a ser mero punto de apoyo e imagen de lo universal. Pero de este modo, si bien la filosofía recuperaba, robustecido y potenciado, su tradicional racionalismo, y todo lo real aparecía como el necesario desplegarse de la razón, los problemas del individuo, de lo irracional y de la muerte quedaban perdidos irremediablemente.
Feuerbach, cuando era todavía hegeliano, cantaba, en La muerte y la inmortalidad, un himno a la muerte como resolución del individuo en lo universal, de lo finito en lo infinito, de lo irracional en la Razón; su sentido trágico, su significado para el individuo en cuanto tal, quedaban aparte, eliminados de los problemas del pensamiento y de la vida. Contra esto reaccionan los epígonos del Romanticismo, Schelling, Schopenhauer, Kierkegaard. Éstos, por caminos diversos, afirman que la Razón tiene frente a sí, como un obstáculo y una resistencia invencibles, un fundamento oscuro, irracional, que es la raíz del ser mismo, el fondo oscuro, la nada de la que el Ser se origina; y aquí también tiene su fundamento el individuo humano como ser finito dotado de libertad. De estas premisas partirán los hegelianos de izquierda: Feuerbach, Marx, Engels, para construir una nueva ética y una nueva política.
En esta crisis del Idealismo tienen particular relieve la figura y el pensamiento de Sóren Kierkegaard (1813-1855) que es considerado como el verdadero fundador del Existencialismo. El problema del individuo finito, existente, el problema de lo irracional y de la muerte se identifican para él, puesto que su pensamiento es principalmente teológico-religioso, con el problema implícito en la categoría de “pecado”, pecado que en su pensamiento no significa ya una determinada falta, sino el acto mismo del individuo finito, que se pone frente a Dios, y a Dios se contrapone, precisamente por esa finitud que no admite solución. Ese término puesto a la existencia, esa contradicción que el hombre vive en sí mismo —en efecto, él es finito pero es eterno, es nada pero está proyectado en el ser— se le revela en la angustia, y se resuelve en la desesperación, acto en virtud del cual el individuo escoge deliberadamente, fuera de toda tentativa de compromiso, vivirse como paradoja, y remite a Dios, y sólo a Él, la solución del problema inmanente que le angustia.
Los temas de Kierkegaard se vuelven a encontrar, en parte, y no ya con entonación religiosa en el pensamiento de Friedrich Nietzsche (1844-1900) quien, en el concepto de “Voluntad de poderío”, atisba la necesidad que tiene el hombre de superarse, de trascenderse, de salir de la finitud contenta de sí, para encontrar las raíces, irracionales, de su ser. Pero el mayor desarrollo del Existencialismo se ha conseguido estos últimos años por obra de M. Heidegger y K. Jaspers, dos autores salidos de la corriente fenomenológica. Las Ideas para una fenomenología pura (v.) de Husserl con su teoría del “horizonte intencional” habían señalado que la experiencia es una revelación y un despliegue en la conciencia, de algo que primero estaba más allá de ella y de la experiencia misma; por donde todo el ser y hasta el yo, surgen de aquel más allá. De aquí parte Heidegger para preguntar: “¿Por qué somos?” Si nos preguntamos por qué somos es señal que el ser no es, por decirlo así, primitivo y constitutivo de nuestro estar en el mundo; que provenimos de la nada. Nuestra existencia mundanal está, pues, sumergida en la nada, la cual se nos revela a través de la angustia, que no es miedo, sino turbación, o sea angustia ante la nada, revelación para nuestro ser de la nada original.
La muerte aparece entonces, no como accidente exterior que sobreviene para anular nuestra existencia, sino, por el contrario, como el destino inmanente a nuestro ser mundanal, su propia estructura constitutiva. El ser-para-la-muerte, el aceptar voluntariamente este destino, el querer morir es, por lo tanto, el único medio que tenemos para realizarnos a nosotros mismos, como personas finitas e inmersas en la nada; con esta voluntad nuestra vida se convierte en tiempo y en historia, y halla su mayor desarrollo en la acción histórica. Así el tema de la persona ha llegado a su máximo desarrollo: el terror de la muerte, el no-ser, lo irracional, que la serena cultura del siglo XVIII había intentado superar, toda la inquietud de nuestra existencia, adquiere un valor positivo por el acto de voluntad, porque lo aceptamos y lo queremos. Menos especulativamente profundo, pero más claro, K. Jaspers desarrolla el mismo pensamiento: la existencia opone una infranqueable barrera a la Razón, o se opone a ella, nuestra palabra humana está envuelta en silencios, la Razón debe necesariamente encerrarse en la contradicción que le revela su límite. La existencia no llega, pues, a conciencia de sí, sino mediante ese fracaso de la Razón; y ésta no sería estimulada a trascenderse y producir el mundo, sin el problema que perennemente le plantea la existencia.
También en Italia el Existencialismo ha tenido en estos últimos años, notable difusión. En los existencialistas italianos en general predomina el tono espiritualista; así Stefanini se enlaza con la tradición católica; A. Carlini, seguido de otros de menor importancia, desarrolla en sentido católico-existencialista el actualismo gentiliano: la actividad mundanal del “yo”, la razón, encuentra en sí misma un límite, por el cual remite, como a su fundamento, a la trascendencia divina; N. Abbagnano y G. Della Volpe, en cambio, van a parar a un esteticismo, porque ven en el arte, en su individualidad sensible, la manifestación auténtica de la existencia. Para Abbagnano la filosofía de la existencia constituye el método con el cual el hombre se realiza a sí mismo como tal, y, adquirida de esta manera la conciencia de su propio límite, se pone con los demás en relaciones de humana solidaridad.
El Existencialismo no es sólo una filosofía sino una expresión de la crisis espiritual de nuestro siglo, un movimiento espiritual, en suma, que naturalmente tiene también manifestaciones religiosas, artísticas y políticas. Existencialista es, en el fondo, el pensamiento teológico de K. Barth, y el movimiento, que en él tiene su máximo exponente, de la “teología de la crisis”; como también el marxismo religioso de Tillich; para ambos, que desarrollan libremente algunas ideas fundamentales de Kierkegaard, la religión revela al hombre otra “dimensión” de la vida; la dimensión de la trascendencia, de la eternidad que escapa a las formas de la Razón orientada hacia el mundo, y revela el hombre en toda su radicalidad, su destino, y su posición en el ser. En el campo político, con el Existencialismo se conectan casi todas las teorías florecidas en Alemania con la tentativa de dar al nazismo un fondo filosófico. En fin, la experiencia existencialista ha sido profundamente vivida, y ha dado sus resultados tal vez más convincentes en la literatura.
El Existencialismo, en todas las esferas, ha puesto al desnudo la raíz de la inquietud espiritual que, en la época contemporánea, se ha vuelto extremadamente aguda, y la insolubilidad del problema que la provoca; los contrastes entre razón y trascendencia, intelecto y racionalidad, persona finita y valor universal — contrastes típicos de la vida espiritual del hombre en todas las épocas — hallan aquí, sino una explicación, una indicación precisa; quedan, por decirlo así, enteramente puestos de manifiesto. Cierto es que en el terreno filosófico la tentativa, en sí misma contradictoria, de fundar sobre el mito de la existencia una filosofía del Ser, está destinada a fracasar, y acaba en una estéril contemplación, o en un peligroso engreimiento del propio fracaso; en el terreno de la cultura, además, corre el riesgo de dejarla en la actitud por la actitud, en una aspiración que se sabe irrealizable, y olvidar que el terreno concreto, el terreno en el cual el hombre actúa y conoce, no es el de la ciega existencia ni el de la vacía Razón absoluta —sino el de la razón (con r minúscula), y el de estar en el mundo, en contacto con la fecunda riqueza de la experiencia.
Giulio Preti