“Caballero” es término que corresponde, en el latín medieval, al “miles” (“miles” = “chevalier” registran, por ejemplo, las glosas de Saint Germain). En los textos medievales “miles” designa primordialmente a quien sirve a un príncipe en los oficios palatinos y en las expediciones militares, y por tanto es término que tiene el valor genérico de “oficial”. Empero, éste valor genérico y amplio se precisa después, en el sentido de que se denomina “miles” a quien, por razón de derecho feudal, viene obligado a prestar a su señor el “servicio militar”. Así, “miles” significa entonces lo mismo que “vasallo”. La identidad “miles” = “caballero” fue justa cuando, en un momento dado de la historia militar, la caballería constituyó el nervio de los ejércitos, tanto por las exigencias tácticas de la lucha que desde el siglo XVIII se trabó en Occidente contra los sarracenos, jinetes habilísimos, como por circunstancias derivadas de la particular estructura de los ejércitos feudales, en los que el señor, a caballo, se hacía seguir y servir por gente, también a caballo, y armada por él. El predominio de la caballería sobre la infantería en los ejércitos medievales determinó la formación de una “milicia profesional”.
Era, en efecto, técnica dificilísima, adquirida sólo a costa de una larga formación, continuos adiestramientos, ejercicios, y singulares dotes físicas, la que debía poseer el caballero medieval, quien combatía enteramente cubierto de pesada armadura (coraza y yelmo de acero, brazales, grebas y calzado metálico). Montaba además un caballo con caparazón de hierro, y tenía por armas la lanza, la espada, el puñal y a veces el hacha y la maza. La difícil técnica de la caballería vedaba toda posibilidad de improvisación. Precisamente por esas severas exigencias técnicas, la caballería medieval hubo de componerse de una “clase” — y casi podríamos decir “una casta”— de profesionales. No sería lícito hablar de “casta” cerrada por referencia a la caballería medieval, ya que se sabe que, al menos en teoría, nada obstaba a que los hombres de clases inferiores tuvieran acceso a la profesión de las armas, pasando de la condición de “ministeriales” y “servientes” (servidores) a la de “caballeros”. Pero, de hecho, sólo se dedicaban a la caballería, es decir, a la milicia, las gentes pertenecientes al mundo señorial.
Eran necesariamente caballeros todos los grandes “seniores” y sus vasallos; mas a la profesión de las armas debían también forzosamente dedicarse cuantos, por la particular estructura del feudo franco, estaban al margen de la jerarquía feudal e incluso, en substancia, fuera de ella. El feudo franco era sólo transmisible a los primogénitos, sin que correspondiese a los segundones más que una asignación suficiente para “equiparse a caballo”. Eran estos “hombres sin tierra” precisamente quienes en Francia habían de vivir, de modo exclusivo, de la profesión de las armas. Individuos aventureros y turbulentos, siempre en busca de asentarse y de realizar personales conquistas; no ligados por el vínculo del servicio al legítimo señor y por esto, según dijimos, substancialmente fuera de los rangos de la sociedad feudal, aunque a ella pertenecieran por intereses y origen; no fiando más que en sus dotes personales, tales segundones debían labrarse por sí su propia fortuna, ya que no poseían más que lo que sus actividades les proporcionaban. Corrían, pues, impetuosos y violentos, a la conquista de esa fortuna. Brutales y sanguinarios, sólo cultivadores de la fuerza, agitados por tempestuosas pasiones, constituían para el orden social y político un peligro perenne, tanto más grave cuanto más débil era la autoridad de los poderes soberanos y señoriales. De todos modos, los segundones eran hombres arrojados, amantes del peligro, animados por un ideal heroico, impulsados siempre por un espíritu aventurero y por el ansia de la acción. Cierto que tal espíritu se empleaba a menudo en las turbulentas actividades de las guerras privadas e incluso —no lo neguemos— en fechorías de bandidaje y rapiña. En suma, durante el Alto Medievo la caballería es la expresión de una espiritualidad belicosa y heroica, y a la par el más evidente signo del desorden anárquico que roía la sociedad feudal.
Pero luego, merced a la intervención de la Iglesia —y de la autoridad regia más tarde — la caballería se espiritualiza y disciplina. A la lenta y constante acción de la Iglesia suelen atribuir los historiadores el que fuera, en el mundo caballeresco, afirmándose un ideal nuevo de justicia y paz. Por eso al caballero se le impone, como deber primero y esencial, ser valeroso y fuerte, mas a condición de que la fuerza sirva al derecho y las proezas vayan acompañadas de la lealtad y la generosidad, regidas por la ley suprema del honor. Se opina comúnmente que la acción de la Iglesia logró configurar la antes tosca y brutal caballería, dándole las características de casi una orden religiosa compuesta de electos investidos de una divina misión. El nuevo contenido de la caballería se refleja en el complejo ceremonial religioso con que, a partir del siglo XI, se efectúa el rito de la investidura caballeresca. Tal ceremonial no se define por completo sino bastante más tarde, es decir en el siglo XIII, sin que lo hallemos mencionado más que en textos y documentos relativamente recientes.
La usanza de “armar” solemnemente a los jóvenes cuando salían de la minoridad, procede de los germanos antiguos, como lo atestigua Tácito, y continúa y se extiende cuando esos mismos germanos se instalan en las tierras romanas y fundan en ellas sus reinos. Vemos a los jefes feudales ceñir con el cíngulo de caballero, y confirmar, con la “acolada”, a sus propios hijos y a los más valerosos de sus vasallos. Establécese la costumbre de que los hijos de los nobles, y los segundones en particular, salgan del castillo paterno y se aposenten en las casas de otros valerosos caballeros, e incluso en la regia corte, para aprender las artes de la milicia. Empiezan por las humildes funciones de “palafrenero” y de “paje” y ejercen después la de “escudero”, en la que, tras un largo noviciado —de cinco a siete años—, se hacen dignos de ser armados caballeros. Pero a partir del siglo XI el rito de la investidura caballeresca asume formas religiosas, que en los rituales del siglo XIII nos revelan un contenido profundamente espiritual y casi místico y simbólico.
La “toma de hábito” del novicio se cumple tras una noche pasada en oración (vela de las armas); sus armas y vestiduras son bendecidas; el caballero, antes de obtener la investidura, toma un baño simbólicamente purificador; es instruido por algunos caballeros ancianos de los nobles deberes que su nuevo estado comporta; confiesa sus pecados, asiste a la celebración de los divinos misterios; comulga y, después del rito, participa en un banquete en que, como una recién desposada, el neófito ha de abstenerse de comer y beber y no puede volver la cabeza para mirar a su alrededor, concentrado y absorto en la conciencia de la nueva dignidad de que ha sido investido.
Este complejo ritual —aunque en su forma definitiva y completa sólo sea del siglo XIII y siguientes— expresa y simboliza el espíritu o idealidad de la nueva caballería. Merced a dicho espíritu, quienes habían sido aventureros sin escrúpulos y conculcadores de los derechos ajenos, se convierten, a partir del siglo XI, en reivindicadores de los derechos hollados, en protectores de los débiles y oprimidos y especialmente de la mujer, en defensores de la Iglesia, de los huérfanos y las viudas y de todos los fieles de Dios. “Defensio atque protectio ecclesiarum, viduarum orphanorumque omniumque Deo servientium” es el programa ideal’ de la renovada caballería. Este programa, naturalmente, no está bosquejado y formulado en un “código” (aunque se hable a menudo de un “código” caballeresco y sea legítimo hacerlo así, siempre que no se piense en una definición concreta y formal), pero sí establecido y propugnado en todo el mundo caballeresco ya en tiempo de la primera cruzada, y reflejado en las fórmulas y ritos del ceremonial de que hablamos.
Nótese que ese programa ideal no siempre, y ni siquiera a menudo es practicado y observado. No se ha de creer que la nueva idealidad transforma verdadera y radicalmente el mundo caballeresco y que cesan, desde la época de las cruzadas, las usurpaciones y violencias de los caballeros. En la sociedad feudal esas violencias y usurpaciones persisten, en estado endémico, durante todo el Medievo. Esencialmente, la referida idealidad constituye un “movimiento espiritual” que se inicia en el mundo caballeresco en un momento dado. Ya veremos por qué, cómo y en qué particulares ambientes surge y se desarrolla. En todo caso ese movimiento espiritual define y afirma un modo especial de entender el mundo y la vida, o, mejor, un modo especial de vivir y sentir. Tal modo domina toda la civilización occidental de los siglos XI, XII y XIII, y en ciertos sentidos continúa después. Nos hallamos ante la afirmación de un espíritu nuevo, que consiste esencialmente, como decíamos, en la aspiración a un orden – de justicia y paz y a un mundo abierto a las conquistas de los mejores pero donde los “entuertos” y los “agravios” han de ser inexorablemente enderezados precisamente por los mejores. Es muy significativo en este movimiento espiritual el que, además de afirmar una noción heroica de la vida, exalte los valores individuales, cosa por la que precisamente la caballería se diferencia y distingue del mundo feudal que le dio origen. El principio fundamental de la caballería es la paridad entre todos los caballeros, con independencia del orden de la jerarquía feudal. Las preeminencias que cabe establecer en el mundo caballeresco no dependen del orden jerárquico, sino de la graduación de los valores individuales.
Incluso puede decirse que esta exaltación de los valores individuales y esta afirmación de la personalidad son tal vez la nota típica de la caballería como “clase”, como “institución” y como “orden” (para usar la terminología de los historiadores del siglo XIX). El resto, o sea las aspiraciones y el programa ideal que hemos mencionado, pertenecen genéricamente, más que a la caballería, a la espiritualidad y a la civilización de los siglos XI y XII, y constituyen lo que se suele llamar “espíritu caballeresco”, que en estos siglos no fue, como con acierto ha señalado Silvio Pivano, característica de una sola clase. El “espíritu caballeresco“ se distingue netamente de la “caballería” entendida como institución o fenómeno social, según apunta Pivano, quien a la vez pone claramente de manifiesto las erróneas conclusiones a que se han dejado llevar muchos historiado res por confundir lo que no procedía mezclar. Otra afirmación extremamente importante hace Pivano, y es que el llamado “espíritu caballeresco” es propio, más que de la caballería, de lo que llamamos “poesía caballeresca”, esto es, de los “cantares de gesta” y del “román courtois”, y, en cierto sentido, de la lírica trovadoresca.
Tal aserto de Pivano se coliga, en cierto sentido, con las metódicas afirmaciones del más autorizado de los historiadores de temas caballerescos del siglo pasado. Nos referimos a Jacques Flach (1846-1921). Flach ha tomado la narrativa francesa del Medievo como fuente principal de que deriva su reconstrucción de la caballería desde el punto de vista jurídico. Flach asegura explícitamente que son insuficientes los documentos de archivo para comprender el alma de la sociedad feudal: “Quien quiera descubrir cuál fue el móvil de la institución habrá de oír latir el corazón y vibrar el alma de los hombres de entonces… Eso cabe conseguirlo, mejor que de ningún modo, merced al estudio de los antiguos poemas épicos franceses”.
Semejante actitud, adoptada por sistema, implica evidentemente la idea de que la literatura refleja la vida real y de que por tanto la “poesía caballeresca” es posterior a la “caballería” de la que vendría a constituir una fiel y puntual representación literaria. Tal opinión contaba ya en tiempos de’ Flach con una larga historia, iniciada en los comienzos de la crítica romántica (pues se ha de advertir que en el XVIII los cantares de gesta, interpretados después por los románticos como “epopeyas”, se consideraban “libros de caballerías”). Para los románticos la expresión “caballería” fue una especie de palabra mágica, una fórmula extremamente amplia, que servía a efectos de explicar y justificar todo el complejo mundo del Medievo, no sólo en el orden genéricamente espiritual, sino particularmente en el literario. Friedrich Diez (1794-1876) y Claude Fauriel (1772-1844) presentaron, de modo muy sugestivo, todas las creaciones literarias medievales (Diez, las canciones trovadorescas; Fauriel, la lírica de los trovadores, los cantares de gesta y el “román courtois”) como “producto” de la “caballería”, o mejor, si se prefiere, del “espíritu caballeresco” (que en estos autores, empero, no se distingue rotundamente, según había de hacerlo Pivano, de la caballería como clase ni como institución).
La idea de que la narrativa francesa y la lírica provenzal sean un “producto” de la caballería parece justificada por el hecho de que esa literatura —y la provenzal sobre todo — se nos presenta como una “literatura de clase”. Diez y Fauriel insisten mucho en que los más antiguos trovadores fueron todos caballeros nobles o personas que vivían en ese ambiente. Y aun insisten más en otro hecho: el de que el amor, según las nociones trovadorescas, consiste en rendir “servicio” y “homenaje”, de suerte que las relaciones de hombre a mujer se plantean en los mismos términos que en la vida social y política se planteaban las relaciones de vasallo a señor. Indican, por ende, los citados autores, que el “código del amor femenil” en que el amor se resume, está calcado del modelo del servicio feudal, que tiene como ley primordial y fundamento el “amor”. (Amar a su señor es, en efecto, el primer deber del vasallo, y de ese “amor” dimana el “servicio”, que no debe detenerse ante sacrificio alguno. Al amor del vasallo por el señor, amor manifestado en el servicio, corresponde el amor del señor por el vasallo, amor manifestado en la “liberalidad”.) “Amor”, “fidelidad”, “devoción recíproca”, son los términos fundamentales de lo que suele llamarse código amoroso “varonil”, el cual halla, por tanto, plena equivalencia en el código amoroso “femenino”, tal como lo ofrece la poesía trovadoresca. “Servir por amor” es ley suprema, tanto del “servicio feudal” como del “Frauendienst”.
Como se ve, presentada la cuestión en esos términos, habría que llegar a la conclusión de que la lírica trovadoresca al menos, ya que no la narrativa francesa, fue “producto”, no de la “caballería”, sino del “feudalismo”. Pero, por otra parte, más a la caballería que al feudalismo creían los críticos románticos poder hacer remontar la lírica amorosa de los trovadores, ya que es esencial en ella un elemento básico también en la caballería: la “devoción a la mujer”, la situación preeminente que se reserva a la mujer, la idea de que el deber primero y más noble del héroe es el servicio abnegado, la protección y la defensa del sexo femenino. Por lo demás ha habido quien, rechazando los asertos de Diez, ha negado que la lírica trovadoresca refleje el espíritu de la caballería, afirmando, por el contrario, que el espíritu de la caballería auténtica, belicosa y heroica, se halla en las guerreras y hazañosas canciones de gesta, no en los pacíficos cantos de amor de los trovadores. Eduard Wechssler sostiene que las poesías amorosas provenzales encarnan esa idea de la vida que llamamos “cortés”, idea claramente distinta de la caballeresca e incluso opuesta a ella. La “cortesía” es una nueva “Weltanschauung”, para traducir la cual los trovadores usan términos nuevos, desconocidos en el lenguaje del mundo caballeresco tal como lo conocemos a través de los cantares de gesta. Entre esos términos figuran “joia”, “amor”, “esparcimiento”, “solaz”, “largueza” (es decir, munificencia y liberalidad), “mesura”, “ensenhamen” (cultura y buena crianza) y otros vocablos que en el idioma de los trovadores tienen un colorido y sabor diversos al que poseen en el habla común.
La “joia” es la alegría (del latín medieval “alacritas”) que se manifiesta en un ambiente mundano y festivo, y a la vez algo más, casi análogo al “gozo” del lenguaje místico. Con él se indican el arrobo extático del amante que contempla a su amada y la satisfecha despreocupación de la vida en las cortes. “Esparcimiento”, o “deporte” (deport), no sólo significa genéricamente “diversión”, sino específicamente el placer derivado de las conversaciones con mujeres gentiles. Y “mesura” significa la ecuanimidad, merced a la cual el hombre experto en las reglas de la vida cortesana sabe alejarse de todo exceso, no siendo fastuoso ni mísero, ni demasiado fecundo ni muy reservado, ni avaro ni pródigo. De suerte que la palabra expresa la señoril sobriedad de talante y de gustos que es nota característica de la cortesía refinada. La “largueza“, considerada fundamento y signo ostensible de la nobleza verdadera, es la negación de la codicia y del concepto mercantil de la riqueza, identificándose, así, con la “juventud”, ya que sólo quien es joven usa sin cuidados de lo que tiene, tocando, cantando y mirando la riqueza como un medio y no como un fin.
Como se ve, el ideal de la vida cortés es radicalmente diverso del severo y austero que encarnan los héroes de los cantares de gesta.
Por otra parte, el ideal cortés, aunque no se halle en los cantares de gesta, se descubre palmariamente en los “romans” en lengua de “oil”, los cuales se encuentran inspirados, a la vez, por el espíritu caballeresco. De modo, que pretendiendo reconstruir el mundo caballeresco a base de las indicaciones de fuentes esencialmente literarias, y admitiendo la profunda diferencia de contenido entre los dos grupos en que deben distinguirse esas fuentes —“cantares de gesta”, de un lado, y “romans courtois”, de otro—, los críticos se han visto obligados a imaginar dos “fases” de la caballería que se reflejan en formas artísticas intensamente diversas. Es decir, que han concebido una “evolución” histórica de la caballería desde formas rudas a formas refinadas, reconociendo un proceso en virtud del cual la “caballería”, reflejada de manera solamente guerrera y heroica en los cantares de gesta, se transfigura en la caballería del “román courtois”, heroica también, pero que emplea su fuerza y valor en el servicio de las damas y la defensa de los débiles y oprimidos.
El ideal caballeresco del siglo XI —siglo de las travesías a Ultramar, de las luchas por los grandes ideales nacionales y cristianos, o meramente por los dinásticos y feudales — se encarna en las grandes figuras heroicas de Roldán (v.), de Oliveros (v.), de Guillermo de Orange (v.), de Otger (v.) y de Reinaldos (v.). En cambio los nuevos ideales de la caballería del siglo XII se encarnan en las figuras de Lanzarote (v.), de Galván (v.), de Cligés (v.), de Ivain (v.) y de Perceval (v.). Todos éstos son también personajes guerreros y heroicos, que combaten por amor y vencen y obran en nombre de ideales que poseen valor universal; pero rebasan el marco en que histórica y políticamente actúan los héroes de las gestas. En el fondo estas figuras de la segunda fase combaten por sí mismas, y no por el soberano ni por la fe, en una triunfal exaltación de los valores individuales de la “personalidad”, aspecto que señalamos como uno de los más característicos de la caballería.
Los historiadores han sido también necesariamente compelidos a reconocer que esta segunda “fase “ de la caballería, tal como se refleja en los “romans”, está determinada por la emigración a Francia de las ideas corteses elaboradas en el mundo trovadoresco. Fácil ha sido seguir la historia de esa emigración de la “cortesía” provenzal a Francia, que aparece importada entre los franceses por la nieta del primer trovador que conocemos, es decir, por Leonor de Aquitania, al desposarse con el rey Luis VII. Precisamente al influjo ejercido por Leonor y su séquito suele atribuirse la radical renovación de la caballería francesa que se operó en el siglo XII. La obra de Leonor (que, repudiada por Luis, casó luego con Enrique II de Inglaterra, ejerciendo gran influencia en la civilización inglesa) fue continuada por sus hijas, esposas de los condes de Troyes y de Blois. En la corte de Troyes, y bajo la tutela directa de la condesa María, vivió y trabajó Chrétien de Troyes (siglo XII), el gran creador del “román courtois”, es decir, de las grandes figuras, ya citadas por nosotros, de Lanzarote, Galván e Ivain, hombres que encarnan el “tipo” caballeresco grato a las fantasías de los románticos y trabajosamente reconstruido merced a los industriosos desvelos de los historiadores.
Pero ese “tipo” es esencialmente literario. Lanzarote y Galván son grandes fantasías de un gran poeta. Surge, pues, una cuestión obvia: la de preguntarse cómo algunos críticos se preguntaron— hasta qué punto se refleja en esas creaciones del poeta una realidad concreta y objetiva, aunque idealizada y alterada. El problema no sólo afecta a los héroes de Chrétien, sino a toda la reconstrucción que de la caballería medieval han hecho los críticos, y Flach en particular, sobre el fundamento de las fuentes literarias. Egidio Gorra señaló a su tiempo los peligros e insidias que entraña el método de Flach. Insidias y peligros tanto más graves cuanto que el crítico francés, a pesar de ser tan cauto y minucioso habitualmente, acogió las indicaciones de sus fuentes como datos objetivos, olvidando que los cantares de gesta son simplemente obras literarias, que, como decía Pío Rajna (1847-1930), en el caso mejor no tanto “copian del natural” como se nutren de las tradiciones poéticas. En esencia, el problema que plantea Gorra es el de las relaciones entre la “vida real” y la vida, forzosamente idealizada, que se pinta en las creaciones literarias.
De todos modos Gorra concluye que, si bien es discutible que la reconstrucción de Flach refleje las condiciones de la vida real en la sociedad caballeresca, en cambio “reproduce bien la concepción ideal de la vida de entonces”. Ello equivale a decir que la literatura de que tratamos, aunque no reproduzca puntualmente la verdadera realidad de la vida caballeresca, traduce y expresa, al menos, las aspiraciones y el programa teórico — en suma, el código ideal — de la caballería. En otras palabras, esto significa que dicho código se definió fuera de la literatura y antes que ésta, siendo, pues, la literatura producto y resultado, en todo caso, del movimiento caballeresco. Cierto que el propio Gorra rebasa luego esta posición cuando afirma que lo que interesa averiguar más que nada es “si” las condiciones reales de la caballería se enlazan con la concepción literaria de la misma, “y de qué modo”, o si esa concepción “brotó, en buena parte, de la fantasía de los poetas del Medievo”. Pero Gorra, aún advirtiendo que la “caballería” idealizada de la literatura caballeresca puede no ser “producto” del espíritu caballeresco, sino pura creación de la fantasía de los poetas, no pasa más allá de señalar esta posible — e incluso probable — independencia de los módulos literarios respecto a la realidad.
Pero lo que se ha venido descubriendo acerca de la historia o “evolución” de la caballería en Francia —según hemos referido —, quizá deba hacer estudiar el problema de si las aspiraciones ideales del mundo caballeresco no fueron influidas, y hasta determinadas, por las creaciones, visiones, sentimientos e imaginación de los poetas. Vimos que la llamada segunda “fase” de la caballería
la que se refleja en el “román courtois”— nace, en substancia, del contacto entre la antigua espiritualidad caballeresca francesa y la “cortesía” trovadoresca importada a Francia por Leonor y popularizada y difundida por sus hijas y su “milieu”. Se reconoció también ha tiempo que la “cortesía” tiene orígenes literarios y fuentes esencialmente escolásticas y clericales (aunque no hace al caso reproducir aquí la historia de esos descubrimientos). El modo particular de entender la vida que llamamos “cortesía” se halla definido por primera vez en las poesías de los primitivos trovadores, y se difunde y afirma al difundirse y afirmarse lo que es un “movimiento literario” con raíces en un ambiente restringido; e incluso nace, en definitiva, de las obras “individuales” de algunos poetas, que podemos identificar aquí: Guillermo IX de Aquitania y Ebles II de Ventadorn.
“Literatura de clase” es, en verdad, la trovadoresca, pero — como acertadamente ha escrito Salvatore Battaglia— el reconocer esto no implica que admitamos que esa literatura es reflejo y producto de un determinado mundo político, social y espiritual. Más bien nos lleva a concluir que los trovadores son, en todo caso, intérpretes y reveladores de la sociedad cortés y caballeresca. Mejor aún fuera decir que los trovadores, en vez de quedar limitados y dominados por la sociedad cortés, propagaron e incluso impusieron en ella su gusto y cultura. Un movimiento literario es el que crea y populariza la idea de la cortesía; un movimiento literario — que continúa en ciertos sentidos el movimiento trovadoresco — es el que crea la literatura novelesca en la que los historiadores ven el reflejo de una espiritualidad caballeresca renovada; y un movimiento literario es también, para la crítica moderna, el que crea los “cantares de gesta”. Así, lo que la crítica romántica había considerado, en conjunto, “producto” del genio nacional francés resulta ser, en realidad, una serie de obras literarias inspiradas en una “primitiva” canción, creación original de un genial poeta. Verdad es que en esas creaciones literarias siempre pueden reconocerse reflejos de datos tomados de la realidad, e informes sobre instituciones, costumbres, y posiciones espirituales, sociales y políticas históricamente concretas. Pero, a la vez, parece hoy a todos evidente y cierto que las concepciones de los poetas no son puras y simples transcripciones de hechos reales. Y en el caso de la “caballería” y del “espíritu caballeresco” medieval no parece que la realidad objetiva se anticipe a la poesía, sino más bien que la realidad de la vida espiritual y social deriva sus ideas de las cosas imaginadas por los poetas. En otras palabras, hoy nos parece seguro que primero Roldán y Guillermo y después Lanzarote y Galván no son reflejos o transfiguraciones poéticas de personalidades vivas de la historia real, sino más bien “modelos” a que ciertos hombres históricos trataron en un momento dado de parecerse, “tipos” que ciertos hombres históricos quisieron, en dicho momento, encarnar.
En realidad, el “espíritu caballeresco” – que, según el propio Flach reconoce, está testimoniado por obras literarias más que por documentos de archivo — fue creado por los dos grandes movimientos literarios de que proviene: los cantares de gesta y las canciones de amor de los trovadores. Ambos movimientos confluyen después y se funden en otro, del que es figura preeminente Chrétien de Troyes, y así surge el “román courtois”. De este modo se explica que la caballería, estudiada como institución o clase aparezca a sus historiadores distinta, o mejor dicho, lejana de las formas de lo que se ha llamado “espíritu caballeresco”. Por eso Pivano ha podido afirmar que lo que se designa “código” de la caballería no debe considerarse tal código de la caballería, sino de la poesía caballeresca.
O sea que, en realidad, más bien que en la vida concreta (aun cuando en la vida concreta y positiva se ve alguna vez el código caballeresco aplicado y puesto en vigor), el código ideal de la caballería — es decir, las aspiraciones, programa y modos de entender y sentir el mundo y la existencia, que aquí hemos indicado en sus términos esenciales— nació y se encuentra en las visiones e imaginaciones de algunos poetas que fueron, más que intérpretes, maestros, mentores y guías de todo un mundo social.
Antonio Viscardi