No hay término, en la historia de la cultura, que haya corrido, como el de Barroco, fortuna tan extraordinaria. Tomemos en cuenta, para empezar, la oscuridad de su origen. ¿Lo tendrá en un artificio mnemotécnico de la enseñanza medieval de la Lógica? Cuantos han sido adoctrinados en sus disciplinas escolásticas recuerdan aquellos versos famosos, compuestos por palabras sin sentido y que se utilizaron pedagógicamente para recordar la enumeración de las figuras silogísticas:
“Bárbara, Celarent, primae, Darii, Fe-
[rioque
Cesare, Camestres, Festino, Baroco, se-
[cundae.”
Este Baroco, ayuno de cualquier contenido ideológico al nacer, ¿será el mismo cuya repetición ha invadido recientemente todos los tratados de arte, de estética, de literatura, de historia y que tan profusamente rueda en lecciones y en conversaciones? Podría ser, pasando antes —todo hace presumir que desde la hora del Renacimiento —, por un empleo del vocablo como caricatura, al desacreditarse la Escolástica; en proceso análogo al que vino a dar significación peyorativa a ergotismo, derivado de “ergo”, “por consiguiente”; es decir, de la conjunción más clara que el lenguaje haya puesto al servicio de la razón. Para burla de la pedantería, en uno y otro caso, el léxico de una lógica demasiado estrecha ha pasado a aludir al desorden, a la extravagancia, al abuso.
Llama la atención, sin embargo, en la hipótesis de un tal origen, el hecho de que más bien se atribuyera, en los comienzos, la calificación de barrocos o la nota de barroquismo a productos pertenecientes al orden de las artes que al de la literatura. Todavía, cuando, en 1934, se anunció en Ginebra una conferencia con el siguiente título: “Giambattista Vico, filósofo barroco”, la expresión pareció de una singular audacia traslaticia. Y, tres años antes, en el mismo Pontigny, donde se renovara la concepción del barroquismo, dándole el pleno sentido cultural que hoy ha alcanzado, hubo de escandalizar a la mayoría de los doctos, allí reunidos, el que una de las recreaciones improvisadamente anunciadas contuviera la mención de un concierto de “Música barroca”. Mozart, ¡todavía!… Pero, ¿cómo incluir en lo que se entendía entonces generalmente limitado al “estilo jesuita” de la arquitectura o al enroscamiento rococó de los muebles, la figura severa de Juan Sebastián Bach? ¿Y cómo no protestar, cuando alguien, ya convertido a las revolucionarias tesis, habló de un barroquismo, dentro de la composición musical, introducido ya por la polifonía del Renacimiento, en oposición a la desnuda ritualidad del canto llano?
Otra opinión sobre el origen de la palabra consideraba más probable que el empleo hubiera empezado con el calificativo de “barrocas” que, en Portugal, sobre todo, dieran las gentes, acaso por alguna onomatopeya de colonizador, a ciertas perlas, cuya irregularidad, llegada a veces a lo monstruoso, disminuía considerablemente su valor en mercado, al compararse con el que merecían las formas regularmente redondeadas. De ahí hubiera pasado el empleo hasta una extensión de uso general y hasta una primera alusión a las formas arquitectónicas, quizá a las plásticas, que, a vuelta del Renacimiento y por la intervención de un virtuosismo del orden del que Benedetto Croce llamaba desiderio di stupire, iba la época inmediatamente posterior enroscando y contorsionando. Lo cierto es que, hacia el siglo XVII, ya encontramos fijada una relativa generalidad en el empleo del término. Quien remachó su acepción peyorativa, en la cual coinciden inicialmente, según se ha podido ver, las dos versiones genéticas y los primeros pasos de la difusión, hubo de ser, naturalmente, el siglo XVIII; sobre todo, hacia sus finales, cuando su reacción neoclasicista produjo el estado de espíritu, dentro del cual se debía estimar como infames cualquier inspiración y cualquier estilización rebeldes a las canonizadas reglas.
Cuando nuestro arquitecto Villanueva excomulgaba a los autores, no ya de los desmanes churriguerescos, sino echándolos en el mismo saco, a los de las ornamentaciones platerescas; cuando Moratín sumía en los infiernos de la escatología de su buen gusto a los autores de comedias de magia, o Clavijo intentaba, en lucha con la superstición, pero también contra el gongorismo, la prohibición de los Autos Sacramentales; cuando, con un criterio análogo, vigente en todo el mundo, los críticos más escuchados repugnaban las sublimidades de Shakespeare; o, en uno de los primeros Salones de pintura de París, iba el premio a un cuadro, por el mérito de que representaba “la mejor manera de destruir por el fuego una Catedral gótica”, era natural la proscripción del barroquismo, como, son términos todavía de Croce, una de las variedades de lo feo. Tampoco el Romanticismo se dio cuenta del íntimo parentesco naturalista, que unía a sus preferencias con las de lo barroco. Un error de óptica retrospectiva le hizo considerar precisamente al barroquismo como una degeneración o corrupción de lo clásico al cual había pedido prestado el repertorio de una morfología, cuyos elementos él, después, barajaba a capricho.
Esta consideración, evidentemente, no podía en manera alguna conducir a una valoración más optimista del arte barroco. En realidad, la absolución de éste, su vindicación y hasta, por momentos, su apoteosis no han podido producirse hasta nuestro siglo XX y por obra, más bien que de la crítica de arte, o de su historiografía, de los esfuerzos de una filosofía, ambiciosa de constituir una doctrina teórica y encerrar en una organización científica los fenómenos de la cultura.
Algunos, prescindiendo de parciales atisbos previos, cuyo carácter tenía más de capricho estético que de valoración científica, tales como la vindicación del Greco, el interés por la pintura manierista o rústica de los boloñeses y caravagescos, de los Bassano y los Le Nain o de los fantásticos como Callot y Magnasco, o de los grotescos de los jardines y de los popularistas de Venecia, la vuelta de la poesía hacia Góngora o el Caballero Marino, el aprecio hacia los llamados “primitivos” de la música — “tan primitivos, dice Wanda Landowska, como un cuento de su contemporáneo Voltaire” —, consideran como iniciador de la versión moderna del barroquismo al historiador helvético del arte, profesor Woelflin. Pero el conjunto de la obra de Woelflin se resiente de una constante vacilación respecto del empleo que del concepto del barroco debe formarse y, principalmente, respecto del área de su vigencia en la producción intelectual y en la cronología. Desde luego, Woelflin no parece haber atendido a la posibilidad de un Barroco más allá del dominio de las artes y de un florecimiento de su estilo con anterioridad a la Edad Moderna. No de procedencia helvética, sino hispánica, fue la novedad teórica que, hace un cuarto de siglo, inundó definitivamente de luz la consideración de lo Barroco.
El teatro de su manifestación primera fue la vieja Abadía cisterciense de Pontigny, donde, entre 1920 y 1930, se continuó la institución de unas “Décadas” coloquiales, que reunían, para la discusión de temas ideológicos a personalidades internacionales estudiosas. La discusión acerca de lo Barroco fue viva. Lo que sorprendió a muchos fue el nuevo tratamiento del problema basado, no en una historia empírica, en que los acontecimientos humanos son tomados como sucesivos fenómenos fortuitos, sino en una concepción en que, entre los fenómenos, o por debajo de ellos, estudia la historia unas “constantes”, a las cuales un criterio rea- lista, no ya nominalista, considera como dotadas de objetiva entidad. Una de estas constantes se presenta, en oposición a la del Clasicismo. Ésta no es la del Romanticismo, cuya oposición fue meramente transitoria y contingente. Es otra, más honda, para cuyo enunciado debe ser empleado el término Barroco; que tiene, en su misma convencionalidad, la ventaja de una precisión, que ningún otro término, más gastado por contenidos anteriores, hubiera podido proporcionar. Un Barroco historicista se enfrentó así, en las mencionadas discusiones, con el Barroco científico de la teoría general de la cultura; de lo cual hubo de salir la concepción del barroquismo transformada en sus términos.
Antes de Pontigny se creía: primero, que el Barroco es un fenómeno cuyo nacimiento, crecimiento, decadencia y muerte se sitúa en la historia hacia los siglos XVII y XVIII; y que sólo se produjo entonces en el mundo occidental. Segundo, que se trata de un fenómeno exclusivo de la arquitectura y de algunos departamentos de la escultura y de la pintura. Tercero, que nos encontramos con él, en presencia de un estilo patológico, de una monstruosidad y de un mal gusto. Y cuarto, que lo que lo produce es una especie de descomposición del estilo clásico del Renacimiento… Hoy, a los ojos de la crítica, estas fórmulas parecen progresivamente caducadas. Tiéndese más cada día a creer que: primero, el Barroco es una constante histórica, que se vuelve a encontrar activa en épocas recíprocamente lejanas, como el Alejandrinismo lo está, de la Contrarreforma, o ésta, del período llamado Fin de Siglo, es decir, del momento terminal del XIX; por otro lado esta constante se ha manifestado en las regiones más diversas, tanto en Occidente, como en el Oriente. Segundo, la tal constante interesa, no sólo al arte, sino a la entera civilización, y hasta, por extensión, a la morfología natural; pudiendo hablarse, en ella, de formas objetivamente barrocas, como las que se traducen a ciertas elipses malacológicas o que definen a ciertas especies, como las que los cuadros de historia natural de Linneo, encerraban en apartados, bajo el sugerente título de Paradoxa y a ciertas disposiciones anatómicas o funcionales excesivas, como la del plumaje o el lenguaje en los loros y el manifiesto aborto de las disposiciones intelectuales en los simios, etcétera.
Tercero, que, si puede hablarse de enfermedad con referencia al Barroquismo, será en el mismo sentido en que decía Michelet: “La mujer es una eterna enferma”. Y, cuarto, lejos de proceder de lo Clásico, lo Barroco se opone a él, en una contradicción, más fundamental todavía que la del Romanticismo; el cual, por otra parte, no parece ser más que un episodio en el desenvolvimiento histórico de la constante barroca. Añadamos que, para quien se interese en tales cuestiones, la remisión estética del concepto de lo Barroco significa uno de los temas centrales de la moderna Ciencia de la Cultura.
También salieron señaladas, de la Década de Pontigny, las definiciones precisas de la esencia y de la morfología del barroquismo. Las notas fijas de la primera son el panteísmo y el dinamismo. Mientras más se avanza en la crítica de las ideas, más visible aparece la verdad de que el panteísmo no es una escuela filosófica como las demás escuelas filosóficas, sino una especie denominador común, un fondo genérico, hacia el cual resbala el espíritu, apenas abandona las posiciones, difíciles y precarias siempre, de la discriminación rigurosa, del pluralismo y de una preferencia, celosamente combativa, por lo discontinuo y por la racionalidad. Historiador de los heterodoxos españoles, el crítico Menéndez y Pelayo hubo de advertir que, entre los pensadores de España, parece no poder existir otra solución generalmente filosófica que la alternativa entre la ortodoxia y el panteísmo. Sagazmente exacta en sus términos, esta observación de Menéndez y Pelayo peca, no obstante, por falta de generalidad. Hay aquí, no sólo una característica española, sino una ley universal, que se aplica, por otra parte, no sólo al catolicismo, sino a todas las relaciones entre el pensamiento lógico y el pensamiento patético; o, si se quiere, entre la inteligencia y la vida. Apenas la inteligencia afloja sus imposiciones, recobra la vida su fuero.
Así que la disciplina pierde su carácter sagrado, la espontaneidad reviste una manera de divinización. Siendo, por esencia, cualquier clasicismo intelectualista, es, por definición, normativo y autoritario. Recíprocamente, porque todo barroquismo es vitalista, será libertino y traducirá un abandono, una veneración ante la fuerza. Por esto, el clasicismo fue también llamado “Humanismo” (v.), en designación casi sinónima. El sentido cósmico del barroquismo, al contrario, bien se reveló en su vocación sempiterna por el paisaje.
Por el paisaje y por el folklore. Deben compararse las relaciones involucradas, en el problema general de la Cultura, entre el espíritu de lo Clásico y el de lo Barroco, con aquellas que, en el dominio del lenguaje, permiten a los filólogos distinguir entre lo que llaman “una lengua” y lo que llaman “un dialecto”. La materia prima de una lengua, de cualquier lengua, es dialectal; lo mismo que los dialectos son “idiomas naturales”, el Barroco es el idioma natural de la Cultura, aquél por cuyo medio la Cultura imita los procedimientos de la Natura. El Barroco contiene siempre en su esencia algo de rural, de pagano, de campesino. Pan, dios de los campos, dios de la natura, preside cualquier creación barroca auténtica. La Ciencia de la Cultura ha llegado hoy a la siguiente definición: Lo Barroco consiste en la reproducción por la Cultura de los procederes de la naturaleza; lo Clásico, en la reproducción por la Cultura de los procederes de la Cultura. En arquitectura, una columna que imita un árbol, ente natural, revela un barroquismo; una columna que imita un cilindro, ente geométrico de razón, un clasicismo.
Esto, por lo que se refiere a la nota esencial de panteísmo en lo Barroco. Por lo que toca a la segunda nota enunciada, a la del dinamismo nadie desconoce la preferencia por la representación del movimiento, por la cual se caracteriza cualquier obra, cualquier institución barrocas. Esta vocación de movimiento, absolución, legitimidad y canonización del mismo, se opone a la nota paralela de estatismo, de reposo, de resersibilidad, propia del racionalismo, propia de cuanto es clásico. Por ella se marca la diferencia entre las dos constantes históricas en cuestión. Si nos acordamos de aquel gran instante que, en la historia universal del pensamiento, representaron las llamadas “aporías” u objeciones de Zenón de Elea, contra la existencia, mejor dicho, contra la racionalidad del movimiento, adquiriremos conciencia del conflicto que la realidad de éste significa para nuestra razón. Pero, la naturaleza lleva en sí el movimiento. Es, en sí misma, movimiento. Es vida, actividad, cambio, fluir. Cualquier introducción del movimiento en el proceso de una obra humana exige, para realizarse, un abandono de la razón. Mas, lo que profundamente desea cualquier barroquismo es la humillación de la misma.
Entonces colocado en la presencia del conflicto, el espíritu barroco vota por el movimiento. Su anhelo es la victoria del movimiento y la derrota de la razón. O, en otros términos: ¡Viva la Vida y perezca la Eternidad…! Porque hay que escoger, en el arte como en la conducta. Hay que escoger, y quemar las naves tras sí. Cada hombre, cada productor espiritual, cada artista, cada escuela, cada país, cada época, reproducen en su propia conciencia el mito de Fausto y se encuentran frente al pacto, propuesto por Mefisto —que es Pan—, en las agonías de una noche de Pascua primaveral. O la juventud o la inmortalidad. O la tierra tibia o el cielo frío. O la intensidad de la hora presente, de la cual se ‘goza con pasión, o la esperanza de la impasible existencia futura. El barroquismo imita a Fausto: vende al diablo su alma. La recompensa que se le da es el , sentido reproductor del movimiento.
Definida la esencia de lo barroco, indiquemos, a continuación, sus notas morfológicas. También son éstas, caracterizadamente, en número de dos. Primero, la multipolaridad; segundo, la continuidad. Una de las distinciones, ya encontrada con anterioridad a los coloquios de Pontigny, presentaba la oposición estilística entre las “formas que vuelan” y las “formas que pesan”. Y esto, no sólo por lo que dice relación con la tectónica de una fachada o de un cuadro, sino con la de una composición musical, de una teoría científica, o de una institución civil. El análisis procede aquí, bien entendido, por dominantes: ni el estilo barroco podría prescindir de la gravedad, a desgrado de su predilección morfológica por el vuelo, ni el clásico, por su parte, deja de obedecer a las atracciones de la altura. Es evidente también que estas dominantes de estilo deben ser interpretadas, según las leyes cardinales propias de cada arte, de cada uno de los órdenes de la Cultura: la música, por ejemplo, arte que se inserta en el tiempo y en que la parte del movimiento ha de resultar, naturalmente, muy importante, obedece también a su modo a la gravedad; y la arquitectura puede ser sustraída, en cierta aparente proporción a la visibilidad de las exigencias del reposo.
“La razón humana es una fuerza que conduce a la unidad”, ha dicho, en una fórmula deslumbrante, San Agustín. Podría añadirse a la definición una segunda parte: “La razón humana es una fuerza que necesita de la discontinuidad”, o, en términos metafóricos: “La razón humana mira siempre entre rendijas”. Tendencia a la unidad, exigencia de discontinuidad caracterizarán, pues, a los repertorios de formas por las cuales se exprese un espíritu racionalista y clásico. Inversamente, el espíritu barroco se reconocerá por la adopción de esquemas multipolares, de los cuales están excluidos los imperativos de la razón. Esquemas multipolares, en vez de unipolares: fundidos y continuos, no discontinuos y recortados. Cuando una escuela de música dirá, por ejemplo: “Nosotros aspiramos a la melodía infinita”, estaremos en presencia de un fenómeno de barroquismo; porque la supremacía de la unidad ha sido aquí abolida. Igualmente, donde una teoría matemática afirme: “El espacio de tres dimensiones no es más que un caso particular en la serie infinita de espacios posibles de dimensiones infinitas”, el barroquismo será también manifiesto, y por la misma razón.
Cuando una escuela de pintura proclame: “Nosotros, los impresionistas, no pintamos los objetos, sino el aire y la luz en que los objetos se bañan y funden”, estaremos en presencia de una flagrante denegación respecto de la exigencia racionalista de la discontinuidad. Y lo mismo, cuando un biólogo pretenda: “Nosotros no nos ocupamos en las especies que son simples convenciones, nos interesamos en la corriente de vida, que pasa de un ser a otro, enlazándolos en la inestabilidad de un Werden, de un devenir, de un acontecer”.
La amplitud del campo a que se extiende así el miembro “Barroco” en nuestra clasificación, la convierte en una constante histórica, en el conocimiento de la Cultura y en un estilo genérico y ecuménico, traducido a infinitas variedades. ¿En algún tratado moderno se han estudiado sucesivamente éstas, como otras tantas especies, pertenecientes todas al género “Barroco”, en su multiplicidad infinita? Puede empezar esta enumeración por un “Barroco pristino” y por un “Barroco arcaico”, títulos que comprenden las manifestaciones culturales de la Prehistoria, en que la imitación de ningún arquetipo clásico ha podido todavía acontecer. Después, la llamada “Antigüedad” conoce igualmente, al irse a descomponer, las recaídas en el naturalismo prehistórico, tales como son el Alejandrinismo en África y las producciones materiales búdicas en Asia. La Edad Media tendrá su “barroquismo gótico”, su “barroquismo espiritual franciscano” y, en el extremo Occidente europeo, un orientalismo, que, así el “manuelino” portugués y otras manifestaciones nórdicas, puede proceder ya de los primeros contactos exploradores o misioneros con el Extremo-Oriente, bien de reminiscencias de un no del todo abolido mundo celta, que anteriormente había quedado extramuros del mundo clásico grecorromano. El “plateresco” español responde al mismo impulso que el “manuelino“ portugués, al cual continúa. Después, con la Reforma religiosa entra en escena, con su particular barroquismo, el espíritu nórdico. La réplica meridional es la Contrarreforma, con su representación en el estilo “jesuita” y en el “rococó”.
Ni debe omitirse, al tratar de estas manifestaciones históricas del barroquismo, el “romanticismo” todo, con sus continuas invocaciones pánicas a la naturaleza, ni, tampoco el ya antes aludido “Fin-de-Siglo”, que, según las trazas, tiene, en pleno Novecientos, alguna recaída, como las que han caracterizado recientemente los períodos subsiguientes a las grandes guerras, que Europa ha conocido y cuyas convalecencias tan tristemente se han prolongado. Dentro de las especies del género barroco, puede hacerse mención igualmente de alguna puramente local, como las de ciertos tipos de costumbres o deportes y también alguna, de artificialidad tan voluntaria y consciente, que, inclusive, se llega al extremo de que escape a la consideración de quien examina el conjunto de estos fenómenos con ojos discriminadores de naturalista. ¿Dónde dejar, por ejemplo, fenómenos especiales, como los de las costumbres del Carnaval y excentricidades, como ciertas licencias balnearias contemporáneas, el nudismo, la afectación de la miseria y el andrajo, en modas existencialistas u otras, etc., etc.?
Cerramos esta nota con el recuerdo de un método de distinción, siempre proporcionado por la Ciencia de la Cultura, para separar, desde el punto de vista morfológico, los estilos de cultura que responden a las constantes y se traducen en un género, de los fenómenos circunstanciales, limitados en el espacio, en el tiempo o en el orden de la producción, que se traducen a estilos históricos simplemente. Un estilo histórico no puede reproducirse sin incurrir en imitación literal, plagio o pasticcio: cuando los arquitectos del xix quisieron repetir el goticismo, aplicándolo a catedrales o fábricas, no lograron más que caricaturas lamentables. Al revés, un estilo de cultura puede reproducirse infinitamente sin merma de la originalidad: ni el rococó repite la morfología del gótico florido ni el arte “modern style” las estilizaciones del rococó. Esto nos lleva a pensar que aún caben del barroquismo innúmeros renacimientos, cuya aparición confirmará las tesis aquí resumidas.
Eugenio d’Ors.
En la historia positiva de la literatura y de las artes, el término “barroquismo” ha servido preferentemente para designar el estilo imperante — sobre todo en la poesía y en la arquitectura — al empezar el siglo XVII. En lo que toca a lo literario, nos remitimos a los términos particulares que designan las principales escuelas de poesía barroca, a saber, conceptismo (v.) y culteranismo (v.) en España, marinismo (v.) en Italia, y eufuismo (v.) en Inglaterra.
Pero todavía debemos añadir alguna indicación sobre la arquitectura (puesto que no está muy claro qué puede ser la “pintura barroca”: probablemente estamos en camino de interpretar el “manierismo” pictórico como la preparación temprana del Barroco a través de la pintura, usando la palabra “manierismo” en su significación estricta y cronológica, o sea, como la moda post-rafaelista florecida hasta cerca de 1620 principalmente en la pintura italiana, si bien tenga en España uno de sus mejores representantes, Morales el “Divino”, y sobre todo, el que quizá deba considerarse como el máximo “manierista”, al mismo tiempo que el superador de tal escuela, Doménico Theotocópuli, el “Greco”. (El “Manierismo” se caracterizaría, según un crítico norteamericano, por el “espacio y las figuras humanas contorsionadas, un deseo persistente de sorprender, oscuridad y apartamiento de la Naturaleza para transcribir una visión interior y a menudo altamente intelectualizada”).
En arquitectura, habría que distinguir principalmente tres terrenos: el italiano, el español y el austrogermánico (aunque algún autor considera independiente el barroco en la arquitectura piamontesa). En Italia, que es. donde se gesta, el Barroco se mantiene en una cierta moderación, de carácter, por decirlo así, pictórico y escenográfico: su representante más típico, Gianlorenzo Bernini, construye sus edificios basándose en los órdenes clásicos del Renacimiento, pero añadiendo luego algún gran adorno de carácter escultórico-escenográfico, o bien intercalando sutilmente entre la estructura clásica algún engañoso efecto de perspectiva ilusionista, así como alterando el diverso papel de los elementos del edificio (por ejemplo, dando a las escaleras una importancia esplendorosa única en la historia de la arquitectura). En España, el barroco italiano adquiere en la arquitectura un carácter radical y, por decirlo así, “conceptista”, complaciéndose en la paradoja, y fingiendo a menudo contrariar las leyes de la física en la disposición y forma de los elementos (p. ej., abriendo o fingiendo abrir un hueco donde debe ir un punto de carga máxima), así como acentuando la ornamentación, naturalista unas veces (pámpanos y uvas) y abstracta otras veces, pero en definitiva sin renegar nunca de sus bases neoclásicas en la ordenación general y el origen de su formas. Esto se advierte “a posteriori”, cuando, tras el desenfrenado momento de Churriguera, exacerbando la ornamentación hasta hacer de las fachadas un gran relieve figurativo, la arquitectura vuelve con facilidad a entrar en el cauce clasicista, cuyo fondo había permanecido .bajo la inundación de paradojas y adornos.
En el terreno germánico, la escenografía de la arquitectura barroca adquiere un sentido inferior estático, no de fachada o de perspectiva interior dinámica (escaleras o corredores). Menos evidente la base neoclásica, se acentúan más los efectos de “transparente” — por otra parte, ya aplicados por Bernini y por Narciso Tomé—, y la aplicación, de profundo sentido ornamental, del óvalo en las plantas —p. ej., formando la planta de una iglesia con varios óvalos y círculos —, da lugar a un espacio más “blando”, más fundido, con menor ordenación de líneas que en el Barroco mediterráneo; preludio de lo que va a ser, en su absorción ornamental por parte del neoclasicismo nórdico, el “rococó”.
Jose mª Valverde