Esta Sonata para piano, de Ludwig van Beethoven (1770-1827), compuesta entre 1801 y 1802, esto es, el año de una de las más tempestuosas crisis beethovenianas (pasión por la Guicciardi y desengaño, primeros síntomas de sordera, desesperada resolución de desafiar al destino manifestada en el famoso Testamento de Heiligenstadt), llama la atención inmediatamente por la inserción en el primer tiempo — que por lo general suele ser un «Allegro» concebido en bloque compacto — de algunas frases de un «Largo» lentísimo y expresivo, que toma explícitamente el carácter de recitativo. Estamos ya en camino de aquella necesidad de evasión de la instrumentalidad a la voz humana, que conducirá al Fidelio (v.), a la Misa solemne (v.) y a la tentativa de la Sinfonía n.° 9 (v.) de introducir en la orquesta coro y solistas. Es el drama estético de la materia afectiva que hierve con tanta intensidad y exuberancia que fuerza los límites de la forma artística, intentando convertirse de música en canto y, más todavía, en grito.
Pero Beethoven no ignoraba la insidia de esta urgencia humana y práctica del sentimiento; y el freno del arte la vence en la sobriedad de esta obra intensamente patética: «con expresión y sencillez» prescribió él explícitamente al ejecutante; y la doble entrega melódica no dura más de cuatro compases cada vez; después, el esquema formal de la sonata reanuda su curso con una «juntura» que cuenta entre los más geniales aciertos beethovenianos. No tan sobria, pero indudablemente sugestiva, es la interpretación que Romain Rolland ha dado de este primer tiempo. En el acorde arpegiado que abre lentamente el trozo y que vuelve después con violencia en el bajo, él ve una orden cruel, comunicada primero con gélida calma y después con violencia amenazadora. En la fuga de notas precipitadas del «Allegro» que ostenta una intención dialogal respecto al primer tema, Rolland ve la rebelión del alma amedrentada que querría substraerse a la cruel imposición y «huye descompuestamente, sin poderse arrancar de la fatalidad de la pendiente por la que desciende poco a poco intentando en vano detenerse en cada recodo». Y, verdaderamente, la frase diseña una sucesión vertiginosa de vueltas y recodos. A un primer tiempo de tanta intensidad expresiva, siguen un «Adagio» y un «Allegretto» en sí perfectos (especialmente el primero), pero inadecuados, surgidos de un clima sentimental menos ardiente.
Beethoven había ya escrito por aquella época el «Adagio» del Claro de luna (v.); por lo demás, desde la Sonata op. 10 n.° 3 (v. Sonatas para piano) había demostrado poseer el secreto de aquel «Adagio» del cual se dijo que son meditaciones sobre una tumba. En cambio, aquí el «Adagio» es suavemente afectuoso, sereno, purísimo. Ni aquella especie de «ronda» shakespeariana (tal es el último tiempo) es ya turbada por ningún eco de tragedia. Por esto, aunque menos pintoresca que la interpretación dramática del primer tiempo, también está dictada por su sagaz ingenio la otra observación de Rolland: la arquitectura de toda la Sonata está comprometida por el peso excesivo del primer tiempo, por el cual, la obra, sin contrapeso, tiende a volcarse.
M. Mila