Son tres cartas de San Juan que forman parte de las siete Epístolas católicas del Nuevo Testamento (v. Biblia). La primera, escrita en fecha y lugar inciertos es, con todo, la única protocanónica de las tres.
Transpiran una suavidad y una dulzura de las cuales sólo tenía el secreto este Apóstol del amor; y aunque no lleve su firma, quien la lee, después del cuarto Evangelio, no tarda en reconocer su estilo, su corazón y su pensamiento. Más que con ocasión de la publicación de su Evangelio, como prefacio o sumario de él, parece que San Juan haya sido impulsado a escribirla por la propagación de la herejía acerca de la divinidad y humanidad de Cristo en el seno de la Iglesia griega. Estas herejías habían hallado durante el destierro de San Juan, relegado por Domiciano a Patmos, una ocasión de las más propicias para consolidarse.
No parece que haya sido dirigida a una Iglesia particular. En el capítulo I, el autor anuncia lo que vio y oyó de Cristo, el cual lava con su propia sangre los pecados de los hombres. En el capítulo II explica la ley y las condiciones en que se apoya la sociedad cristiana: la observación de los mandamientos, el conocimiento y el amor de Dios; exhorta a viejos y jóvenes, hombres y mujeres, ricos y pobres a no amar el mundo, a huir de los herejes, a conservar la fe abrazada. En el capítulo III, habla del amor de Dios para nosotros y señala las cualidades del hombre santo y del hombre diabólico. El capítulo IV es una incitación a amar al prójimo y el capítulo V es la demostración de la divinidad de Jesucristo tan impugnada por los corintios. La dulce llama del amor divino da a esta epístola un valor de arte conmovido: el anciano habla con dulce y afectuosa elocuencia; su voz fatigada, casi extinguida, lanza a todos el grito del amor y de la caridad: Jesús es Dios, y, como Dios, abogado, protector, salvador, vida y luz de todos los cristianos; su amor es Jesús, quien lo dejó dormir en su seno, quien lo amó con predilección, quien salvó al mundo, verdadero Dios y verdadero hombre.
La segunda epístola fue escrita en Éfeso hacia 90-96 d. de C. en lengua griega. En los dos primeros siglos se tuvo cierta dificultad en insertar esta carta en los libros sagrados y en considerarla auténtica. Pero su parentesco con los demás escritos de San Juan es evidente, por no pocos caracteres de espíritu y de estilo. Se han planteado muchas cuestiones en cuanto al nombre de Electa a quien va dirigida. Su identificación es dificilísima. Con este nombre se indica a una mujer venerable o quizás una Iglesia, pura de todo error y virgen en cuanto a doctrinas. La carta comprende un solo capítulo de 13 versículos: el Apóstol comienza con una pequeña introducción, y exhorta después a los fieles a la caridad fraternal, a la observación de los mandamientos y a huir de las nuevas interpretaciones de los falsos doctores acerca de la divinidad de Cristo.
El concilio tridentino la admitió definitivamente en su catálogo. La tercera epístola fue escrita hacia los últimos tiempos de la vida del Apóstol, entre el 90-98 d. de C. Consta de un solo capítulo que comprende 14 versículos. Como ocurrió con la segunda epístola también ésta fue reconocida auténtica sólo después del Concilio de Hipona. Fue dirigida por un anciano al «muy amado Gaio». Este anciano es el Apóstol San Juan, Gaio es persona no identificable. El apóstol se propone expresar a Gaio el júbilo que experimentó al oír tantas cosas buenas acerca de él, e incitarle a continuar por el buen sendero en que se encuentra (I, 1-8); se lamenta de Diófrates que se manifiesta demasiado independiente (I, 9- 11) y alaba, en fin, la actitud de Demetrio (I, 12-44). Estos versículos respiran el paternal afecto de un hombre que se desvive por todos sus hijos, y la caridad que siempre anima los escritos de San Juan.
G. Boson