[Il secondo amante di Lucrezia Buti]. Extensa prosa de Gabriele D’Annunzio (1863-1938), incluida en el volumen publicado en 1924 El aventurero sin ventura y otros estudios del vivir inimitable (v.); desde 1929 forma volumen aparte. Fechada en 1907, la obra ofrece estrechas concomitancias con las Chispas del mallo (v.), publicadas primeramente en el «Corriere della Sera», durante los años 1911-1914, ya que incluso los fragmentos eventualmente publicados entonces como prosas sueltas aparecen fundidos o refundidos en una composición que tiende a reunirse y a construirse alrededor de un solo tema.
Éste es la unidad indivisible de espíritu y sentido en la profunda vida del poeta, captada en los lejanos y primerísimos presagios de la adolescencia. Se trata, pues, de una prosa específicamente autobiográfica, que entronca con los sonetos a Prato de las Ciudades del Silencio (v.), alternando los recuerdos de las primeras experiencias sexuales con los recuerdos del colegio y culmina en la escena del lupanar, donde la prostituta, aleccionada por un amigo, dice al poeta niño que se llama Lucrecia: como Lucrecia Buti (v.), monja exclaustrada y esposa de Filippo Lippi, a la que el muchacho reconocía en todos los rostros de mujer que pintó el pintor. Los recuerdos hacen revivir al poeta no sus experiencias sexuales, sino la vida cultural y sensible que en ella toma forma, y la acre y variada inquietud que de ellas fermentó y a ellas condujo; y además la invencible voluntad, presente ya en el niño, de realizarse a sí mismo integralmente, en todos los aspectos de la vida. Los episodios narrados toman el sentido de otras tantas «alegorías del conocimiento de mí mismo», como dice el libro.
Y como declara explícitamente, las Chispas de que se compone esta prosa nacen «después del severo esfuerzo de la tragedia adríaca», La nave (v.), pero otro esfuerzo igualmente severo y desagradable es la arquitectura de la prosa misma, la excesiva parte de ésta que nace en función de su significación alegórica. Sólo que, consecuente como quiere ser con el significado, aquella arquitectura pretende al mismo tiempo conservar el cambiante aspecto de las demás prosas recogidas en el Aventurero sin ventura; y precisamente en ello reside su gracia, aquel continuo pasar del tiempo de hoy al tiempo de antaño, aquel rememorar, que «no es para mí haber vivido ni revivir; sino que es vivir en el vivir»; aquel construir, dice además el poeta, según la manera del contrapunto. «Hablaba, hablaba, con diferentes humores, con diversos tonos, ora con el mío propio, ora con el mío falso, ora abandonándome, ora refrenándome, ora confesando tembloroso y estremecido, ora hablando con sonrisas e irrisión»; es el poeta colegial que habla a un compañero, es el ritmo que quería ser de toda la prosa. «A mí siempre me ha gustado vivir en el borde del riesgo y en el borde del secreto», donde «sólo cuenta aquella especie de tiempo que es la fluidez misma de la vida interior»; ésta es otra frase del libro, típica situación de las Chispas; helo aquí lleno entonces «de cosas fluidas y fugitivas, lleno de silencios y de sombras», lleno de inquietudes, melancolías, despechos, voluptuosidades, acritudes, orgullos, que se siguen unos a otros, pero forman el inseparable y único tono de las mejores páginas del libro y también la perpetua aspiración de las peores.
Para el tema del orgullo véase el episodio del muchacho herido, al que sirve de delicado comentario el ansia de no reconocer ya en los hechos, como otro los narra, el sentido profundo e inefable que su alma experimentó; por el tema melancólico y tierno, el abatimiento de Frontino después del lupanar, comentario a su vez de la otra ansia dominadora y conquistadora del poeta niño. Aquí y en otras muchas páginas, los acentos luminosos y sensuales se deshacen en el tono de las Chispas; así, la verdadera alegoría del verdadero tema del libro es aquella cita de Vasari donde se habla de Filippo Lippi, impregnado, como el poeta, de sensualidad por todas las mujeres, pero «que al pintarlas, la llama de su amor se entibia a fuerza de razonamientos». Siguen a la larga prosa nueve sonetos, sonoros como de costumbre; entre ellos se distinguen, empero, el III y, especialmente, el IV por su gracia, casi de madrigal dieciochesco y por el ligero, impalpable y aéreo empaste del verso.
E. de Michelis