[Das Kloster bei Sendomir]. Relato del escritor austríaco Franz Grillparzer (1791-1872), publicado en 1828. Novela de ritmo ágil y color romántico, incluso por la forma indirecta en que está presentado el argumento: dos caballeros, hospedados por una noche en el convento de Sendomir. En la luz propicia del claro de luna, un viejo fraile de fiero aspecto, narra, casi con desagrado, la historia del castillo que se erguía en un tiempo junto al convento y del que todavía pueden reconocerse las ruinas. En un tiempo, habitó en él el conde Starscenski, de vida tan solitaria que sus relaciones con la sociedad se limitaban a visitas muy raras a Varsovia, a la corte de su soberano. En una de estas visitas, una noche tempestuosa, oyó que le llamaba en la oscuridad una bellísima muchacha, que le imploraba socorro para su padre enfermo, un noble caído en desgracia. Encantado por el esplendor de su belleza juvenil, Starscenski ofreció su ayuda, y se prodigó tanto en favor de la joven y de su familia, que el rey absolvió a su padre, y pronto Elga — que así se llamaba la muchacha — fue esposa del conde.
El recuerdo de algunas imprevistas melancolías y de violentas discusiones que sorprendió a medias entre el padre y la hija, desaparecieron pronto en la felicidad del matrimonio, con el que Starscenski creyó tocar el cielo con la mano, sobre todo cuando Elga le siguió a sus tierras de buen grado y, para atenuar su soledad, le dio una niña, con la que el padre se volvía loco, a pesar de que no se le parecía. Un día, por un viejo criado fiel supo el conde que, por el pasadizo secreto de una torre, llegaba varias veces al castillo, procedente de Varsovia, un misterioso caballero. En fin, una casualidad imprevista lo aclaró todo: mientras en las estancias de Elga la niña jugaba con las joyas de la madre, del fondo del estuche sacó y mostró en un camafeo la imagen de un joven, extraordinariamente parecido a su presunta hija. El conde salió para Varsovia, donde supo que un primo de Elga llamado Oginski había sido su prometido desde la primera juventud, pero su padre la obligó a casarse con Starscenski, mucho más rico y poderoso. La venganza se ejecutó: sorprendió a Oginski y lo condujo encadenado a una torre abandonada del castillo, después excitó las sospechas de Elga, hasta que por fin ella fue de noche con la niña en brazos, sospechando una rival.
Una vez juntos, el conde obliga a Oginski a confesar el adulterio y luego le ofrece una espada para que se bata con él; pero el seductor, apenas le sueltan las cadenas, huye saltando por la ventana. Entonces Starscenski se vuelve contra la mujer, que implora desesperadamente que la deje con vida: el conde impone como condición el que Elga mate a su hija, cosa que hace por poner a prueba su amor materno; y cuando ve que la mujer se dispone a traspasar a la pequeña, pronuncia su condena solemne contra la madre y la ejecuta. Entrega la niña con un cofre lleno de joyas a unos humildes carboneros, prende fuego al castillo y después, lleno de remordimientos, se retira a un convento. En este punto de la narración suena justamente la primera hora de la noche, aquella en que se realizó la mala acción, y de improviso, delante de los caballeros aparece el abad para amonestar al hermano Starscenski por no estar ya en la iglesia para cumplir su penitencia cotidiana. A pesar de la sucesión un poco mecánica de los acontecimientos y del colorido romántico que no se economiza, la novela tiene un ritmo seguro y una dramaticidad íntima que la hacen viva todavía hoy, hasta el punto de que Gerhart Hauptmann, con pocos y no sustanciales cambios, pudo sacar un drama denominado como la protagonista. Se nota un acentuado pesimismo, no extraño por otra parte al espíritu del escritor; la figura de Elga, a pesar de su belleza, está dibujada sobre un fondo demasiado oscuro. Un vivo sentido dramático informa toda la trama de la obra que, junto al Pobre músico (v.), da la medida del arte narrativo del dramaturgo.
R. Paoli