[Lettere]. Las cartas de Pietro Aretino (1492-1556), publicadas en seis libros entre 1537 y 1557, en número de unas tres mil, constituyen la mejor información y el espejo más fiel de la vida y del carácter de su autor: son como un espeso bosque cada vez más enmarañado y salvaje. El fondo, más trillado, lo forman las numerosas cartas de negocios, solicitudes, recomendaciones, desafíos, paces, ofertas, peticiones, negativas y aceptaciones: todo el panorama de su profesión de «secretario del mundo», como se llamaba a sí mismo, y de «azote de los príncipes», como le definió su fraternal amigo Giovanni delle Bande Nere. Es como una gran revista tragicómica, avivada por paisajes vigorosos, caricaturas rápidas, anécdotas de género, galerías de arte, cuadros de costumbres, y encendida por violencias polémicas y disputas críticas. De vez en cuando surge de ella un canto patético, de paternidad tiernísima, de amistad generosa, incluso de amargos celos cuando le abandonó Riccia, su tardío y único amor, y de llanto abandonado cuando ésta murió. Pero sobre todo, de admiración por todo cuanto es noble y generoso. Escribiendo a Francisco I para consolarle después de la derrota de Pavía, llega a afirmar el punto de vista más espiritual a que pueda llegar quien considera los frutos de tantas luchas de los hombres para hundirse unos a otros: «las victorias son la ruina de quien gana y la salvación de quien pierde, porque los vencedores, cegados por la insolencia de la soberbia, se olvidan de Dios para no acordarse más que de sí mismos; y los vencidos, iluminados por la modestia y la humildad, se olvidan de sí mismos para acordarse de Dios».
Cartas como las dirigidas al Emperador, al rey de Francia, al papa Clemente VII, o aquellas en que recuerda a Giovanni de Médici, suscitan alrededor de toda la colección un aura de sentida seriedad que acaba por imponerse por encima de todas las extravagancias. Aretino se siente gran juez y proclama: «yo, que con la alabanza y con la infamia he decidido la mayor parte de los méritos y deméritos de los demás»; y en otro pasaje: «desgarro los nombres de los grandes con los dientes de la verdad». Cuando habla de poesía y de pintura su estética es rudimentaria; pero es notable que su credo literario nazca exactamente de la misma fuente que su moral, o sea del horror a la falsedad. Incluso al considerar las cosas de arte, Aretino se constituye sobre todo en el inquisidor y condenador de toda pedantería y de lo que hoy llamaríamos estetismo y pequeño sentimentalismo, que él llama «caccariuole». «La poesía — dice — está en el furor propio». Y su odio por lo pequeño, lo inútil, el patetismo, la pedantería, nace del mismo sentimiento — sed de naturaleza y de naturalidad — en que se engendra su pesimismo frente a las turbias complicaciones en que tanto se complace el mundo. Su moral y su poética son una sola cosa, y esta unidad da fe de la sinceridad fundamental del hombre.
M. Bontempelli