[Alcione (o Alcyone)]. Es el tercer libro de las Laudes del cielo, del mar, de la tierra y de los héroes (v.), de Gabriele d’Annunzio (1863-1938), publicado en 1904. Digamos que los lugares más poéticos de los libros sobrehumanos de D’Annunzio, incluso de la Laus vitae (v.)» no nacen como desarrollo del tema sobrehumano, sino como pausas intermedias en dicho tema; tal es, de punta a punta la situación poética de este libro, desde la poesía inicial, que precisamente pide al Déspota, en cuyo nombre el poeta ha soportado fatigas sobrehumanas, una tregua en que disfrutar únicamente de los aspectos del divino Estío, «las orillas, los bosques, los prados, los montes, — los cielos» [«le rive i boschi i prati i monti — i cieli»]. En distinto metro, desde los tercetos hasta los sonetos, de las cuartetas de eneasílabos a las sáficas, de las canciones y baladas a las estrofas libres, las 88 poesías del libro cantan al Estío, desde el momento de su triunfo y esplendor hasta que se extingue en el otoño inminente; un diseño que nace de sí mismo, incluso más espontaneidad y gracia que en la similar historia de amor bosquejada psicológicamente en los paisajes de las Elegías romanas (v.) y que da al libro la unidad de tono musical en la infinita libertad de los movimientos y de los temas. No es que el tema explícitamente sobrehumano falte en la colección; y ahí está el «Ditirambo IV», el ditirambo de ícaro, el héroe que (como dice un soneto inspirado en el mismo tema) «se mantuvo lejos del límite medio…, — y cayó solo en los abismos» [«lungi del medio limite si tenne…,— e ruinó nei gorghi solo»].
También en esta composición lo heroico se mezcla con lo sensual, pues lo que impulsa al héroe al acto sublime son los repugnantes celos y la amargura de ver a la mujer amada, Pasifae, presa del bestial amor del toro; también aquí, entre las tantas muestras de habilidad verbal, la poesía presenta un todo de sensualidad desesperada, lo mismo que en San Pantaleón (v.), sobre todo en la representación de Pasifae vista por ícaro después de la unión oprobiosa. Cierto que si el tema sobrehumano no vuelve a aparecer en el volumen, tan aislado y explícito, como aquí, se encuentra sin embargo, con frecuencia, como frenética celebración de los cereales y del estío («Ditirambo I y II»), como pánica disolución del poeta en el mediodía y en las aguas («Mediodía», «Ditirambo II» [«Meriggio», «Ditirambo II»]), como acento episódico sobre la facultad creadora y la gloria de la poesía («Las madres», «La adelfa», «La onda» [«Le madri», «L’oleandro», «L’onda»]), para la cual lo animal es también un modo de ir más allá de lo humano («La muerte del ciervo» [«La morte del cervo»]). Pero en todos estos casos conviene precisamente indicar los lugares, que no faltan, de excitación verbal que no se convierte en estremecimiento íntimo; menos, sin embargo, que en la Laus vitae conviene buscar la poesía en los únicos instantes de pausa del tono sobrehumano; aquí se advierte verdaderamente que las pausas idílicas, sin el tema sobrehumano carecerían de una vibración más íntima, la embriaguez de voluptuosidad, el alto que les proviene de sentirse el poeta, en las más fugaces sensaciones del idilio, exquisitamente presa de sensaciones más allá de lo humano. Por eso, sólo en los lugares menos conseguidos puede distinguirse en Alción uno y otro extremo de la tonalidad poética de d’Anunzio: el solar y el lánguido.
Se comprende, pues, de qué suerte la esplendorosa alegría del Canto nuevo (v.), y su continuo alabar todas las apariencias sensibles, puedan repetirse sin el tono naturalista de entonces, que no iba más allá de lo externo y abocetado. Ahora, en cambio, lo aparente no es nada; no es más que la ocasión brindada al poeta para escuchar en sí otros estremecimientos; y así, la cadena de imágenes (que el estilo demasiado rotundo del Fuego, v., hacía excesivamente visibles y canoras), incluso las meras enumeraciones, se convierten en un modo de acariciar en sí a un tiempo aquella sensibilidad y aquel misterio. Nada se pierde de las experiencias lánguidas y simbolistas que culminan en el Poema paradisíaco (v.), pero se convierten en otra cosa, como se advierte en la poesía más explícitamente simbólica, «A lo largo del Affrico» [«Lungo Affrico»], donde no importan tanto las verdades simbolizadas del alma (como hubiese sucedido en el Poema paradisíaco), cuanto el escalofrío de las apariencias que las mismas hayan tomado. Lo mismo puede decirse del experimento parnasiano, ya culminado en el Isottéo (v.). También aquí se encuentran baladas («El muchacho», «Beatitud» [«II fanciullo», «Beatitudine»]), y novenas rimas («La adelfa»), pero no es menos cierto que la alegría parnasiana se esfuma por completo en el sentimiento lírico que es una melancólica voluptuosidad del cantar por cantar; incluso las sáficas que quisieran llamarse más académicas («El olivo», «Aniversario órfico», «Feria de agosto» [«L’ulivo», «Anniversario orfico», «Feria d’agosto»], tienen una ligereza de tono en que el academicismo, resolviéndose, es una gracia más; o se advierte el armazón alado que, en «Atardecer en Fiésole», [«Sera fiesolana»], sostiene el esfuerzo superado de dominar toda una estrofa sin la ayuda de una coma, o, en la última parte del «Hipocampo» [Ippocampo»], ese ir llevando la respiración, de coma en coma, casi por mero juego virtuoso, hasta el verbo final.
Pero como sucede siempre con las obras de poesía bien logradas, no se puede hablar de ningún aspecto del Alción fuera de la compuesta unidad de tono en que lo abona. Por ello no es convincente la autocelebración del poeta, cuando se torna más explícita. Por lo mismo, el tema de la voluptuosidad pierde su peso específico, siendo como es voluptuosidad de cantar, volcada además sobre el paisaje, que siempre, incluso en el Placer (v.), le quita corporeidad y acritud; o creando figuras de mujer, pero mujer-mito, mujeres- árboles o espuma, Dafne, Versilia, Undulna, que al poeta dejan siempre la conciencia de la fábula. La única mujer de sangre que se encuentra también tiene nombre de fábula, Hermione (v.), y las fantasías del Sueño de una mañana de primavera (v.), vuelven, tanto o más delicadas, que la disuelven en una criatura arbórea (ejemplo, «La lluvia en el pinar» [«La pioggia nel pineto»]): ella como tal, queda sólo en ese nombre, es una presencia difundida sobre todo, como la secreta e impalpable alma voluptuosa del paisaje, es una tonalidad del suspiro de quien habla delante de ella, mas no para ella.
E. De Michelis
La percepción ha pasado a ser aguda, y la forma transparente, de manera que parece como si se cantara la «espiritualidad» del sentido. Valiéndose tan sólo de la abundancia sensual, D’Annunzio ha logrado esa inmaterialidad de la expresión que se consideraba exclusiva de Shelley. A la de veces nos ocurre, al murmurar «La lluvia en el pinar» [«La pioggia nel pineto»] o Albasia o «La isla de Progue» [«L’isola di Progue»], que dudamos de si esas palpitaciones, esos instantes, esos estremecimientos, se expresan mediante las palabras utilizadas o bien se logran por medio de alguna materia artística que se nos escapa o nos engaña. La palabra se hace líquida y límpida como el agua de ciertas fuentes, de la cual dudamos hasta que hundimos las manos en ella. (G. A. Borgese)
Por sus poesías alciónicas y por el Alción, D’Annunzio ocupa ya un lugar en la historia de nuestra poesía. De entre los grandes autores, indudablemente no podemos colocarle junto a Foscolo, a Leopardi o a Manzoni; le falta el empeño total de dichos autores y ese casto dolor de hombre entre los hombres. Pero en la familia, que fue la suya, de los melancólicos sensuales, de los armoniosos, de los creadores de imágenes, el D’Annunzio alciónico aporta un acento que nos parece nuevo: va más allá. Nos muestra todo aquello que, únicamente desde los sentidos, puede hacerse hacia el alma. (P. Pancrazi)