Correspondencia de Proust

Robert Proust, hermano del autor, y Paul Brach, fundador de la sociedad «Amigos de Marcel Proust», comenzaron a publicar en 1930 la Correspondencia general de Marcel Proust, que constaría de seis volúmenes, el último de los cuales vio la luz en 1936. Entretanto — el 29 de mayo de 1935, exactamente —, fallecía Robert Proust, y su hija, Madame Mante-Proust, le reemplazaba para, junto a Paul Brach, hacer posible la publicación del último volumen de la Correspondencia.

I. Cartas a Robert de Montesquiou (1893- 1921); II. Cartas a la condesa de Noailles (1901-1919); III. Cartas a Mr. y Mme. Sídney Schiff, Paul Souday, J.-E. Blanche, Camille Vettard, J. Boulenger, Martin Chauffier, E.-R. Curtius y L. Gautier Vignal; IV. Cartas a P. Lavallée, J.-L. Vaudoyer, R. de Flers, Mme. G. de Caillavet, B. de Salignac-Fénélon, Mlle. Simone de Caillavet, R. Boyíesve, Elemir Bourges, Hen­ri Duvernois, Mme. T. J. Guéritte y Robert Dreyfus; V. Cartas a Walter Berry, conde y condesa de Maugny, conde F. Oncien de la Batie, Pierre de Chevilly, Sir Philip Sassoon, princesa Bibesco, Mlle. Louisa de Normand, Mme. Laura Hayman y Madame Scheikevitch. Es preciso citar todavía las cartas a Reynaldo Hahn y las «Cartas a una K. amiga», editadas por Janin, así como las «Cartas a Mme. C.», publicadas igualmente por el editor Janin. Apuntemos, por últi­mo, que en los «Cuadernos de Marcel Proust», se incluyen sesenta cartas de Proust a Lucien Daudet.

Esta inmensa Correspon­dencia sigue siendo lectura indispensable para cuantos aspiren a conocer a Marcel Proust (1871-1922) y el mejor medio de penetrar, tras haber experimentado el sor­tilegio de su obra, en la enigmática per­sonalidad, en el «yo» inasequible que es­cribió En busca del tiempo perdido (v.). Estas cartas nos harán conocer a todos aquellos personajes que consciente o in­conscientemente sirvieron para que Proust crease a sus criaturas literarias (Madame Straus no ignoraba que Proust la había ele­gido como modelo de su duquesa de Guermantes). Aunque Proust negó haber escrito una novela con clave, no rechazó nunca la idea de haberse servido de tal o cual re­cuerdo personal. Y así, por ejemplo, un paseo emprendido „ tiempo atrás con Bernard de Salignac-Fénélon o, mejor dicho, el recuerdo que de él guardaba, le permi­tieron pasearse con más libertad con su Robert de Saint-Loup. La experiencia que Proust tenía del mundo y de sus camarillas, los dramas que en determinados círculos sociales provocan las cuestiones sobre pre­rrogativas y precedencias, todo lo que, en una palabra, constituye el universo Guermantes, Proust lo había captado desde muy joven, «desde los quince años, en el am­biente de las señoras de Guermantes».

De aquí este análisis lúcido y profundo del mundillo de los «snobs», que hizo que se le acusase a él mismo de «snobismo», acu­sación de la que se defendería diciendo: «Ante aquellos que me ignoran he pasado por «snob» por pintar el «snobismo» no mar­ginalmente desde afuera y de un modo irónico, como en realidad habría hecho un novelista «snob», sino desde dentro, esforzándome por identificarme con uno de esos personajes, que se desvivirían por conocer a una duquesa de Guermantes» (Carta a Jacques Boulanger, 3-VII-pág. 217). Por otra parte, poseía clara conciencia de la valía de tales seres, como se desprende de esta frase de una clarividencia feroz es­tampada en una de las cartas a Madame Straus (6-XLIX-pág. 97): «La gente que integra este selecto círculo está tan im­buida de su propia estupidez que jamás llega a imaginarse que uno de los suyos pueda tener talento. Aprecian únicamente a los escritores que no pertenecen a su mundo.» Estas cartas, como vemos, no sólo nos ilustran acerca de la elaboración de la obra proustiana, sino que incluso sirven para aclararla y justificarla ante aquellos que no la hayan comprendido en su verda­dero alcance. En este sentido, es muy sig­nificativa la constante preocupación de Proust por responder a cuantas críticas se le dirigían (Cartas a Paul Souday, J. E. Blanche y Camille Vettard); no en balde nuestro autor poseía clara y completa con­ciencia de ese don especial que le permitía escribir de un modo tan personal.

Transcri­bamos este párrafo de una misiva a C. Vet­tard (3-X-pág. 194): «Lo que me placería que la gente viese en mi libro es esa es­pecie de ejercicio constante de un sentido especial… la imagen (muy imperfecta, des­de luego) de que podría servirme para ha­cer comprensible lo que insinúo, podría ser la de un telescopio enfocado no al es­pacio, sino sobre el tiempo. Lo mismo que el telescopio hace aparecer las estrellas que son invisibles para el ojo desnudo, yo trato de hacer surgir en la conciencia fenómenos inconscientes que, completamente olvidados, yacen a veces muy lejanos ocultos en el pasado.» También estas cartas vienen a re­presentar la mejor biografía que poseemos de Marcel Proust. A través de ella, cono­ceremos día por día sus alegrías y preocu­paciones. Y así, por su correspondencia con Montesquiou, se ha podido reconstruir el itinerario de sus mudanzas sucesivas: de 1893 a 1900, habita en el número 9 del bulevar Malesherbes, escribiendo y publi­cando en este período Los placeres y los días (v.) (1896). De 1900 a 1906, reside en el 45 de la calle de Courcelles; de esta época proceden sus traducciones de Ruskin, La Biblia de Amiens (1904) y Sésamo y lirios (1906). Entre 1906 y 1910, en el bu­levar Haussmann, donde compone la ma­yor parte de En busca del tiempo perdido; y de 1919 al 18 de noviembre de 1922, fecha de su muerte, en el número 44 de la calle Hamelin.

Esta misma correspondencia con Montesquiou se revela particularmente in­teresante respecto a sus años juveniles, durante los cuales Proust no escatima su admiración por su amigo, renombrado au­tor por entonces de Murciélagos y de Hor­tensias azules y que, en cierto modo, fue su padrino en el mundo de las letras. El tono de estas cartas nunca es adulador, aunque sí hiperbólico y típico del prote­gido a su protector, con un lenguaje cor­tés y respetuoso que no excluye, a veces, una cierta franqueza. Y así, por ejemplo, le escribe a Montesquiou: «No creo que podamos entendernos traspasada una cier­ta profundidad.» A través de todas estas cartas, se respira el ambiente de una épo­ca, con sus dramas (asunto Dreyfus) y es­cándalos (asunto Rochette), constituyendo una interesante crónica. Desde este punto de vista, su correspondencia con Mada­me Straus es bastante más viva. Aquí, Proust se nos revela como un cultivador del arte epistolar encantador; encantador y sincero, mostrándonos su corazón sin vela­duras, de un modo espontáneo. De todas formas, sólo el conjunto de su Correspon­dencia puede darnos una idea cabal de su personalidad a través de ciertos leitmotiv, de ciertos temas fundamentales repetidos a lo largo de su obra epistolar, que nos permiten esbozar un retrato moral bastan­te exacto del gran escritor. La enfermedad y la muerte de los seres queridos son ideas que le obsesionan: la muerte de su madre, la de Yturi, el secretario de Montesquiou, o la de Pozzi, constituyen otras tantas lla­madas que le empujan a meditar sobre el eterno tema de la separación irrevocable.

La muerte accidental de Agostenelli e in­cluso el fallecimiento de dos muchachas desconocidas atropelladas por un vehículo, conturban al punto su ánimo. Para Proust, eterno enfermo, la muerte encarnaba tam­bién la constante amenaza de ver brutal­mente interrumpida su obra de artista. Proust vivió toda su vida en presencia de su muerte y nada se decidía a emprender sin preverla: «La muerte, que tan indul­gente se ha portado hasta ahora conmigo, puede acabar por venir a mi encuentro e impedirme volverle a ver», escribía ya a Montesquiou en 1908 (1-CCXXXVIII-página 268). Su carácter nervioso e inestable le impedía adoptar cualquier decisión que no fuese instalarse en un nuevo domicilio, vender muebles o concertar una entrevista. De vez en cuando, le asaltaban dudas sobre el valor de su obra. « ¡Jamás escribiré yo nada tan hermoso! Pero me gustaría escri­bir alguna cosa y tal vez no pueda hacerlo nunca como quisiera», le confiaba a Mon­tesquiou a propósito de un artículo de Bataille. De aquí su afectuoso reconocimiento por cuantos le admirasen sinceramente: Lucien Daudet, Sydney Schiff… Peí mismo modo, nos informan sus cartas de sus gus­tos artísticos. El XIV cuarteto de Beetho­ven le emocionaba extraordinariamente y, cuando se le preguntaba qué cuadros del Louvre prefería, designaba tres pinturas de Chardin, un Renoir, un Monet y un Corot. Como discípulo genial de Saint-Simon, este autor ejerció una gran influencia en su obra. Proust lo cita constantemente en sus car­tas, como también a Corneille, La Fontaine, La Bruyére y Sully Prudhome.

Admira a Baudelaire y a Francis Jammes, descubre a Giraudoux y a Paul Morand, pero reco­noce que es incapaz de comprender a Péguy. A veces se muestra irónico, demos­trando que domina el secreto de las frases brillantes, como cuando, comparando a Montesquiou con un «Saint Simón casca­rrabias», dice: «Qu’il se croit parti pour la gloire», jugando con la doble significación del «parti» verbal (partido, destinado) y del «parti» adjetivo (dormido, borracho, en sus acepciones populares). En compensación a estos alfilerazos que a veces dispara su in­genio, su generosidad no conoce límites, e inmediatamente saldrá en defensa del mis­mo Montesquiou o de Boylesve. Proust es demasiado sensible y le duele demasiado el mal ajeno para ser un malvado. «El peor mal, el único mal auténtico que nos hacen los malvados, es impedirnos responder a sus malas acciones con nuestra bondad, obligándonos a ser un poco malos también», escribe a J.-E. Blanche a propósito de Forain, individuo bastante huraño (3-XV- página 133). (Las referencias están hechas con arreglo a la Correspondencia publicada por la editorial Plon, siendo la primera ci­fra el número del tomo y la segunda el de la carta.)