Winston Leonard Spencer Churchill

Nació el 30 de noviembre de 1874 en Woodstock (condado de Oxford), en el castillo de Blenheim. Es hijo de lord Randolph y de Jeannette Jerome, la cual lo era a su vez de un afortunado hombre de negocios neo­yorquino, que durante algún tiempo fue propietario y director del New York Times.

El apellido original de la familia era Spen­cer, o sea el del yerno de John Churchill, célebre personaje que en los primeros años del siglo XVIII fundó el ducado de Marlborough y murió sin descendencia mascu­lina. Los Spencer heredaron el título, pero hasta 1817 no se les autorizó a adoptar tam­bién su apellido.

Winston fue educado por una institutriz, la señora Everest, a la que profesó siempre gran veneración. Tras el odiado bienio pasado en el colegio de San Jaime, cerca de Ascot, fue trasladado a Brighton y luego a la famosa escuela de Harrow, donde por espacio de cinco años ocupó, el último puesto de la clase.

Después, y sin título alguno de segunda enseñanza, logró ser admitido en la escuela militar de Sandhurst al tercer intento de ingreso, y pasó a la Caballería, que en aquel entonces reclutaba a jóvenes aristócratas poseedores, más que de cualidades intelectuales, de los medios necesarios para el mantenimiento del caballo.

De tal época se conserva una carta de su padre en la que éste presen­taba excusas al coronel del regimiento de Fusileros n.° 60 en los términos siguientes: «…hubiera deseado que mi hijo sirviera a vuestras órdenes; pero es demasiado tor­pe».

Churchill permaneció en el ejército hasta 1899 y, aprovechando largos permisos ordi­narios y extraordinarios, participó en las operaciones militares españolas contra la in­surrección cubana (1895), en la expedición de Malakland (1897) contra las tribus de la frontera india del Noroeste y en la campaña de Kitchener (1898) contra los mahdistas del Sudán.

Además colaboró en algunos pe­riódicos como corresponsal de guerra y es­cribió dos libros y la novela histórica Savrola (1900), reimpresa recientemente como simple curiosidad. La base cultural de Churchill se forjó en los períodos de calma entre un conflicto y otro, y singularmente en la In­dia; demasiado tardía para darle un autén­tico fondo humanístico, recibió, en cambio, de la experiencia de los estudios juveniles un elemento sólo negativo: la falta de bue­na materia prima que caracteriza a los auto­didactos completos.

Muchos años después, él mismo comparó su cultura a un queso de Gruyere, «liso en la superficie, pero con demasiados agujeros en el interior». A pe­sar de la notoriedad y el éxito de sus pri­meros libros, fue derrotado al presentarse, una vez licenciado del ejército, como candidato en una elección parcial para ocupar un puesto vacante en los Comunes.

Alcanzó fama nacional gracias a su fantástica eva­sión de la cárcel durante la guerra de los boers, en la cual participó como corres­ponsal del Moming Post. El episodio le re­portó dinero, conferencias en Inglaterra y América y el acta como representante con­servador de Oldham en la Cámara de los Comunes (1901).

En desacuerdo con el par­tido respecto a la cuestión sudafricana, se pasa a los liberales (1904) y en 1906, a los treinta y un años, alcanza el primer cargo gubernamental en el ministerio Campbell – Bannerman, como subsecretario de Colonias; luego fue ministro de Comercio (1908-1910) y del Interior (1910-1911) en el gabinete Asquith, y al estallar la Guerra Europea era Primer Lord del Almirantazgo (1911- 1915).

Reconocido como uno de los más grandes políticos de nuestro siglo, Churchill sobre­salía por una serie de facultades que por sí solas habríanle granjeado la celebridad aun cuando no hubiese llegado a las cimas de la política: conversador ameno, parla­mentario de talla, buen periodista, autor de memorias e historiador, siente además viva curiosidad, multiforme y heterodoxa, por los más variados problemas.

El laborista extremista Aneurin Bevan, su tenaz adver­sario, definió la grandeza de Churchill como poética más que política. Un semiinconsciente afán de vengar los desengaños de su pa­dre — una de las mejores mentes conser­vadoras de la época victoriana, pero cuya carrera (durante algún tiempo fue canci­ller del Exchequer), antes que la muerte prematura, fue truncada por los celos y las críticas de sus colegas —, una rebelión per­manente contra la disciplina parlamentaria y contra cuanto, con razón o sin ella, le pareciese mediocre, la afición a distinguirse de los demás actuando como defensor de causas discutidas y a veces discutibles con las cuales pudiera identificarse personalmen­te, la expedición a los Dardanelos (1915), la adopción del patrón oro para la libra esterlina (1925), la intransigencia contra los sindicatos que provocó la huelga general (1926), algunas propuestas como la de un Parlamento económico paralelo al político, los violentos ataques contra Gandhi, la defensa apasionada de Eduardo VIII durante la crisis de la abdicación (1936), el prosio­nismo en oposición a sus colegas, la alarma contra el rearme de la alemania nazi y, tras la segunda Guerra Mundial, un breve sueño- de ideales paneuropeos, la proposi­ción de un pacto atlántico aún no acabadas ni fracasadas las negociaciones con Stalin y la de una entrevista con Malenkov a la muerte de aquél, intuiciones geniales, pero a veces peligrosas, unas por prematuras y otras, en cambio, por haber sido adoptadas cuando era ya demasiado tarde para eludir los desastres, o bien iniciativas basadas en el aire y frecuentemente abandonadas con la misma despreocupación que las había forjado, han hecho de Churchill, en el seno de la política británica, un jefe para épocas de crisis y una reserva útil para los conservadores, a cuyas filas se reincorporó, al cabo de veinte años de liberalismo, de litigios con los dirigentes y de fracasos electorales, al ser nombrado canciller del Exchequer (1924-29) por Baldwin, para verse alejado posteriormente durante otros diez, hasta que, gracias a él, y ante la segunda Guerra Mun­dial, sus compañeros de partido llegaron a reconocer sus propios errores de imprevi­sión e indolencia y, aun cuando sin des­hacer su unión, le ofrecieron, como Primer Lord del Almirantazgo (1939-40) y Primer Ministro (1940-45), la ocasión de encum­brarse y aparecer como representante de la defensa británica y de la conciencia libe­ral y moral del mundo.

En sus largos e in­quietos períodos de alejamiento del poder, Churchill ha desahogado la impaciencia y los resentimientos no sólo en pasatiempos como la pintura, los viajes y actuando de alba­ñil, sino asimismo en la actividad literaria, llevada a cabo con tenacidad profesional y una fecundidad igualada por muy pocos autores contemporáneos.

Se calcula que du­rante su forzada ausencia del gobierno des­de 1930 a 1939, fase por él definida como «los años perdidos», escribió una media anual de un millón de palabras, lo que equivale a diez novelas de extensión nor­mal.

Además de la obra narrativa ya ci­tada — que, según dijo, le sirvió para impe­dirle acercarse en adelante de nuevo a este género literario —, cinco libros de crónicas de hechos bélicos, varios opúsculos de ca­rácter político y doce voluminosos tomos de discursos, Churchill ha publicado la biogra­fía de’ su padre, Lord Randolph Churchill (1906); la historia de la primera Guerra Mundial, The World Crisis, en cuatro volú­menes (1923-29); un ensayo autobiográfico, My Early Life (1930); The Eastern Front (1931); Thoughts and Adventures, colec­ción de artículos refundidos en forma na­rrativa (1932); la monumental biografía de su antepasado Marlborough: His Life and Times (1933-38), en cuatro tomos; la serie de perfiles Great Contemporaries (1937); nuevos trabajos periodísticos, Stop to stop (1938), y sus memorias de la segunda Gue­rra Mundial, en seis volúmenes: The Gathering Storm (1948), Their Finest Hour (1949), The Granel Alliance (1950), The Hinge oj Fate (1951), Closing the Ring (1952) y Triumph and Tragedy (1954; v. Memorias).

Esta obra, y, en general, toda su labor his­tórica, valióle en 1953 el premio Nobel de Literatura, no otorgado hasta ahora a nin­gún otro historiador a excepción de Theodor Mommsen. Cumplidos los ochenta años, hubo de dejar el cargo de primer ministro que ocupaba desde las elecciones de 1951.

No obstante la grave dolencia que le afectó hallándose en el poder, el cansancio, los honores (en 1953, la reina le nombró Caba­llero de la Jarretera con el tratamiento de «Sir»; pero ha rehusado siempre los títulos nobiliarios porque le obligaban a pasar a la Cámara de los Lores, alejándole no sólo a él, sino también a su hijo, del apreciado y ambicionado escaño en la de los Comu­nes) y la avanzada edad, Churchill reanudó la obra monumental que había iniciado ya veinte años antes: la Historia de los pueblos de lengua inglesa.

En 1956 entregó a la imprenta su voluminoso primer tomo: The Birth of Britain, que abarca el período com­prendido desde los orígenes de la Gran Bre­taña hasta fines del siglo XV. El estilo de Churchill refleja los sobresalientes méritos y los defectos de tan elevada personalidad. Su oratoria, que le sitúa junto a Rosebery y Gladstone y le concede un puesto en la his­toria de la literatura, más que en ciertos modelos de la pasada centuria, época in­justa con su padre y contra la cual rebe­lóse el hijo, se inspira en la de Burke, ca­racterística del siglo XVIII; y aun cuando a veces revele en algunos errores la frus­trada asimilación, durante su juventud, de los ejemplos clásicos, en las grandes oca­siones se manifiesta perfectamente a la al­tura de las circunstancias.

El hábito orato­rio no deja de pesar en los textos históricos, cuyo volumen y urgencia suelen motivar extrañas desigualdades; por ello, junto a conclusiones aforísticas o poéticas, aparecen documentos que resultan descarnados y bu­rocráticos, y algunas expresiones claramente discordes, debidas a la pluma de los cola­boradores, son dejadas tal cual. Churchill es un maestro del aforismo breve: «La hierba re­nace en los campos de batalla, pero no en los patíbulos».

El mayor y más duradero mérito de su arte de escritor reside en la mutua relación de éste con su actividad política, gracias a lo cual uno refleja la otra, y viceversa, de suerte que el estadista y el parlamentario, aun a través de contradic­ciones, presuntuosas ambiciones y manio­bras, no pierden jamás la base de concien­cia moral necesaria para exaltar o, por lo menos, defender ante la posteridad su obra, y el historiador no deja nunca de someter el pasado, próximo o lejano, al juicio y a la discriminación entre el bien y el mal, idea eterna que el tiempo no excluye ni empequeñece.

R. Orlando