Nació en 50 a. de C. en Padua, antiguo municipio de espíritu proverbialmente tradicionalista, y murió allí mismo en 17 a. de C. Su infancia coincidió con los últimos acontecimientos que precipitaron la crisis republicana hacia la monarquía cesariana; asumió la toga viril cuando Padua, junto con toda la Galia Cisalpina, fue incorporada por Augusto a «Italia». En adelante, el futuro historiador vería en Roma a la madre común. La «patavinitas» que en él (o sea, probablemente, en su lenguaje) vislumbraba Asinio Polión permite creer que su cultura debió de formarse en la ciudad natal; en ella habría madurado el espíritu conservador debido al cual, aun luego de su amistad con Augusto, Livio mantendría ciertas simpatías pompeyanas y afirmaría no saber si el nacimiento del César había de considerarse un bien o un mal para Roma. Con todo, tal inclinación conservadora, poco personal y todavía menos partidista, no fue sino consecuencia de una ética patriótica que le sitúa en la misma tradición de Horacio y Virgilio, cantor de las antiguas glorias republicanas y, al mismo tiempo, de la paz restaurada por el príncipe. Se han perdido sus obras filosóficas, recordadas por Séneca, y la carta al hijo donde habla de Cicerón como modelo de oratoria.
De su gran labor histórica, los ciento cuarenta y dos libros Desde la fundación de Roma (v.), nos quedan en conjunto treinta y cinco (I-X y XXI-XLV, el último incompleto); conocemos, sin embargo, el contenido de la parte no conservada gracias a los resúmenes («periochae») de los distintos libros, al compendio de Floro (correspondiente a la época de Adriano o, según algunos, a la de Trajano), y a otras fuentes. En tal obra Livio aparece inserto hasta cierto punto en la tradición de los antiguos analistas, cuyos procedimientos repite en varias partes sumarias, en la división del relato por años, en la indiferencia respecto a los datos documentales, en la ingenua reconstitución de las fuentes y en su actitud frente a las leyendas; sin embargo, tales principios de cronista, en realidad sólo externos, provienen de una consideración ideal del Imperio romano como fruto de un proceso fatal cuya razón se halla en la religiosidad y el tradicionalismo del pueblo de Roma, fiel a sus dioses y celoso custodio del «mos maiorum» y en la fortaleza de su espíritu, sereno ante las adversidades y generoso en el uso de la buena fortuna. La distribución por períodos queda, muy concretamente, superada por la concepción parabólica del curso de la historia de Roma con relación a sus costumbres, el punto culminante de la cual sitúa el autor en las guerras púnicas, en tanto considera la expansión hacia Oriente como inicio de la decadencia y del relajamiento de la antigua severidad latina.
Este lugar común de una tendencia conservadora que evoca la polémica del viejo Catón no concuerda, en Livio, con el sentimiento nacionalista que, en la tradición de los poetas de Augusto, exalta en los triunfos militares de Roma el cumplimiento de una misión en el mundo. Tampoco aparecen de acuerdo en el caso en cuestión el historiador opuesto a las supersticiones del vulgo y el analista que registra escrupulosamente prodigios y acontecimientos maravillosos, hasta el punto de que, si bien el autor reivindica a veces los derechos de la razón y de la realidad, en otras ocasiones confiesa una mentalidad antigua frente a ciertos relatos legendarios y el escrúpulo de callar lo que los antepasados admitieron como verdadero y transformaron en motivo inspirador de un conducto político. Lo maravilloso, empero, es también un elemento poético; y así, conviene recordar que se ha llamado «poeta de la historia» a Livio, quien respecto del mito conserva una verdad ideal y perenne en el símbolo, en él encerrado, de la virtud romana personificada en las distintas figuras legendarias: el mito, en definitiva, adquiere en este autor un valor normativo y educativo, adecuado al concepto de la historia como «magistra vitae» y a la misión del historiador antiguo, que, según Cicerón, consistía en dar color «rhetorice et tragice» a los hechos para la mejor consecución de tal objetivo.
De ello derivan ciertos paralelismos y conexiones, propios más bien de un retórico que de un historiador, en cuanto a episodios y personajes modelados y ennoblecidos en antiguos moldes (Servio Tulio en Solón, los trescientos Fabios en los otros tantos hombres de Leónidas, etc. provienen también de lo mismo la actitud de quien narra una batalla atendiendo no a la precisión topográfica o a las reglas de la estrategia, sino al afortunado enlace de sus vicisitudes, y la falta de interés por los documentos, considerados como estorbo para la elaboración fantástica. Livio, sin embargo, es un historiador esencialmente honrado y ajeno a las audaces exageraciones de ciertos analistas; su imparcialidad sólo cede al sentimiento cuando aparecen enfrentados romanos y extranjeros. En vano se ha intentado hallar en él a un filósofo de la historia; nuestro autor se ve demasiado envuelto en el fatalismo del imperio de Roma para profundizar en las causas humanas y las conexiones de los acontecimientos a la manera de Polibio, quien, no obstante, fue una de sus fuentes. Más bien que razonados, Livio ofrece los hechos dramatizados y bajo tonos patéticos; o, también, nos introduce en la psicología de los personajes a través de sus mismas palabras y actuaciones. En él, pues, hay que buscar no crítica histórica o política, sino la evidencia del relato y el noble idealismo animador de la obra.
A. Ronconi