Tito Flavio Clemente de Alejandría

Nació probablemente en Atenas hacia la segunda mitad del siglo II y murió quizás en Antioquía en tomo al 215. Es una de las figuras más notables de la literatura (y, en ciertos as­pectos, también de la especulación) griega cristiana del siglo III.

Pagano e hijo de padres que también lo eran — aun cuando posiblemente iniciado en los misterios —, se convirtió al cristianismo no sabemos cuándo ni en qué circunstancias; acerca de ello, sin embargo, puede proyectar cierta luz una de sus obras, el Protréptico a los griegos (v.), si tenemos en cuenta la ator­mentada humanidad que se oculta bajo la estructura polémica y el ímpetu arrollador de su victoriosa afirmación.

Clemente viajó prolon­gadamente por Grecia, Italia, Siria, Pales­tina y Egipto en busca de una enseñanza que apagara su sed de verdad; hallóla en la escuela catequética de Alejandría, denominada «Didaskaleion» y dirigida por Panteno, cuyas tendencias místicas y, a la vez, racionales, conquistaron muy pronto, junto con la exégesis alegórica y filosófica de la misma, su inquieto espíritu.

Tras haberse dedicado con Panteno a la profesión do­cente, sucedióle a su muerte, ocurrida ha­cia 190, en la dirección del famoso centro, que ya de él había recibido nuevo esplen­dor. Sus años de enseñanza religiosa en el «Didaskaleion» — aproximadamente unos veinte— constituyeron el período más fe­cundo de su vida; a tal actividad, desarro­llada ante una heterogénea concurrencia — paganos, catecúmenos, retóricos, filósofos, jóvenes ricos y mujeres elegantes —que lle­naba la escuela, entregóse con la vocación de un apóstol, movido casi por una inspi­ración divina y poniendo en la conquista de las almas el ardor jubiloso de una fe sincera y el encanto de su temperamento optimista, como perfecto conocedor del mun­do y la vida y, precisamente por ello, in­clinado a la indulgencia y a la compren­sión.

Durante la persecución, de Septimio Severo, en 202, hubo de abandonar Alejan­dría y buscar refugio en otras partes; lo hallaría en Capadocia, por lo que no re­gresó ya jamás a aquella ciudad. C. poseyó un amplio conocimiento de la literatura y la filosofía griegas, y fue convencido y en­tusiasta defensor de la necesidad de con­ciliar o, más bien, aliar la cultura filosó­fica helénica — juzgada por él una especie de preparación a la perfección cristiana — con la religión de Cristo; y así, cabe considerar su fe como un cristianismo filosófico, especie de gnosis cristiana (como se des­prende en particular de la tercera de sus obras, los Stromata, v., que con el Protréptico y El pedagogo, v., forma una trilogía).

«Su discípulo del «Didaskaleion», el gran Orígenes, continuó su labor, que, aun sin verse condenada como la de éste, fue juz­gada, no obstante, con recelo por la ortodo­xia posterior.

Q. Catandella