Theodore Dreiser

Nació en Terre Haute (Indiana) el 27 de agosto de 1871 y murió en Hollywood el 28 de diciembre de 1945. Su padre, emigrado alemán católico y tejedor de profesión, fue un hombre cuyo rigorismo religioso y moral fue en aumento a medida que la pobreza y los fracasos hacían decaer su aliento.

Dreiser prefirió creer que por sus venas corría la misma sangre de su madre, nacida en América de una familia de cam­pesinos moravos; el recuerdo de su cálida y protectora ternura quedó vinculado a su imaginación a lo largo de toda la vida. Sin embargo, la fe del padre sobrevivió en él como una intensa e indeleble religiosidad y un tenebroso afán espiritual que en diver­sas épocas le indujo a inquietantes acerca­mientos hacia el ocultismo, el budismo, el cuaquerismo, el misticismo panteísta, el co­munismo, la Ciencia Cristiana y toda una serie de cultos de diversa procedencia.

La numerosa y heterogénea familia — más o menos descrita en Jenny Gerhardt (v.) — tuvo «un carácter singularmente nebuloso, emotivo, desorganizado y carente de tradi­ciones» (Dreiser). Muchacho tímido, lento, rudo, medroso y soñador, creció en míseras condiciones económicas que le marcaron para toda su vida con la idea de su exclu­sión social y un terror por la pobreza, cuyo reverso fue una infantil admiración hacia cuanto significaba privilegio, riqueza y po­der.

Conservó siempre la costumbre infantil de fantasear y soñar al aire libre, en medio de los campos, bajo los cielos cruzados por nubes; Dreiser habló de sí mismo (y de los di­versos personajes imaginarios en quienes se proyectaba) como de un «soñador». Su fa­moso realismo — que más bien debería ser llamado «nominalismo» — se inició no en la conciencia de la realidad física y circun­dante, sino en el esfuerzo realizado por un visionario al señalar con el dedo y nombrar los innumerables objetos cuya verdad no resultó nunca tangible para su espíritu ni para sus sentidos.

Sin embargo, esto no supone un deficiente conocimiento del mun­do. A los quince años, el meditabundo mu­chacho provinciano, especie de hermana Carrie masculina, se ve trasplantado a la ruda Chicago, desenfrenada y violenta ciu­dad nueva; por ella erró durante varios años sin rumbo fijo, como su Clyde Griffiths, dedicándose a ocupaciones diversas: pinche, conductor del camión de un lavadero, car­gador, etc.

Tras un año no muy provechoso de estudios superiores subvencionados por un benévolo maestro de escuela y de ejer­citar otros empleos, fue encargado por un periódico de componer sueltos de «interés humano», y al descubrir su capacidad para llenar «resmas» de pomposa y apasionada prosa acerca de «cualquier tema», la pone en práctica. Un colega le hace comprender la literatura como «arte» y le sugiere desaho­gar de tal modo su confusa y casi mística conciencia de la «belleza». Dreiser empezó enton­ces a vislumbrar la idea de una actividad literaria, y en el curso de

sus vagabundeos periodísticos por los Estados Unidos conoció las obras de Balzac y sus ambiciosos jóvenes provincianos, con quienes se identificó, así como también la producción de Herbart Spencer, cuyos Primeros principios le pro­porcionaron toscas bases filosóficas para las sucesivas «rumias» sobre las ciegas e imper­sonales «fuerzas» — biológicas, sociales, cós­micas y mecanicistas — que rigen el destino humano.

Tales potencias, que en su imagi­nación asumieron el carácter de dioses teu­tónicos, pasaron a ser los principales prota­gonistas de sus novelas. Dreiser intentó en vano hallar (o imaginar) una coherencia mito­lógica de estas divinidades, que, en realidad, no fueron para él sino caprichosos entes sobrenaturales cuya impenetrabilidad daba lugar, en el mejor de los casos, a una conciencia de «misterio».

Aparecieron aquéllas por vez primera en su novela inicial Sister Carrie, publicada en 1900, que el propio editor retiró inmediatamente de la circula­ción por «inmoral». Siguieron luego tiempos de inquietos vagabundeos, miseria, desalien­to, dificultades conyugales y nueva multi­plicidad de empleos; más tarde, se ocupa durante seis años en la dirección de revistas populares (indiscutible resulta la hábil y natural disposición de Dreiser para semejante actividad) y, finalmente, hay una brusca resurrección de su energía creadora.

Des­pués de Jenny Gerhardt (1911) aparecieron, en rápida sucesión, El financiero (v.), El titán (v.) y El «genio» (v.), autobiografía novelesca en la que el autor trató de ocul­tarse bajo las apariencias de un pintor.

La prohibición de esta última obra por la cen­sura proporciona a Dreiser una celebridad nacional. Sin embargo, pasaron todavía diez años antes de que se decidiera a publicar otra novela; durante este período, no obstan­te, compuso gran número de narraciones, bocetos, comedias, evocaciones y ensayos «filosóficos».

En 1925, Una tragedia ameri­cana (v.) le procuró una breve prosperi­dad y una extensa pero equívoca fama: los miembros de una nueva escuela de novelis­tas sociales le consideraron un semidiós, mas para otros escritores sólo fue un loco pernicioso y aburrido; para el público en general, un novelista afortunado y, perso­nalmente, un hombre ridículo y grotesco. Al envejecer se interesó cada vez más por la teoría de las reformas sociales.

En este aspecto, como en todos los demás temas, sus ideas fueron una mescolanza de tosco darwinismo, humanidad, religiosidad y cien­cia popular. Póstumas aparecieron dos no­velas de segunda categoría: The Bulwark y The Stoic. Poco tiempo antes de morir había escrito: «No comprendo la significa­ción que pueda tener cuanto he visto, y me voy como llegué, desorientado y sin ánimo».

Con frecuencia, la confusión y el desen­canto que vagan por sus páginas han sido juzgados virtudes literarias por sus admi­radores, quienes no hace mucho lograron hacer creer a un vasto público que las obras de tosca y primitiva poesía de Dreiser son, en realidad, lo que parecen: semiliterarias cró­nicas sociales de la vida norteamericana.

S. Geist