Del principal historiador del Imperio y último gran clásico de la literatura romana no conocemos con exactitud el «praenomen» (Cayo o Publio) ni el lugar ni el año del nacimiento (Terni, Roma o la Galia, en el año 54 ó 55) ni la fecha de la muerte (hacia 120). Sidonio Apolinar, obispo del siglo V, le denomina «Gaius», en tanto que la mejor tradición manuscrita le atribuye el nombre de «Publius». Le consideran itálico, singularmente de Terni, quienes, fundamentándose en un testimonio de cierto Flavio Vopisco, compilador de biografías imperiales, creen justificada la afirmación del emperador M. Claudio Tácito, nacido en tal ciudad («Interamna»), el cual pretendía descender de Tácito, «scriptor historiae Augustae». Los que defienden su origen romano destacan el desprecio que el historiador manifiesta respecto de los provincianos («municipales»), y, al mismo tiempo, sus tendencias aristocráticas, su formación, propia de un ciudadano culto de la capital del Imperio, y la severa inclinación conservadora, de tradiciones quiritarias, que revelan todas sus obras.
Menores son las probabilidades existentes en favor de la tesis de la procedencia gala, recientemente renovada y sostenida con ardor patriotero por algunos críticos franceses. En cuanto a situar la fecha del nacimiento entre los años 54 y 55, el fundamento reside en un pasaje de Plinio el Joven (Epist., 7, 20, 3), en el que éste se jacta de su condición de condiscípulo de Tácito, del cual se dice «casi coetáneo». Comúnmente suele admitirse una diferencia de siete u ocho años entre ambos, por lo que, nacido Plinio en 61 ó 62, el otro debió de nacer en 54 ó 55, precisamente en la época de la llegada de Nerón al trono imperial. Sea como fuere, permanece siempre como cierto lo más importante: la categoría de Tácito en cuanto uno de los representantes más auténticos del espíritu, la cultura y la grandeza de Roma, ciudad en la que recibió una sana formación moral, literaria y cívica y pasó casi toda su existencia de ciudadano, de magistrado y de escritor.
Perteneció a una familia notable por el censo y por su dignidad pública, posiblemente senatorial o ecuestre; así permiten conjeturarlo su elevada educación, los honores de que pronto fue investido y la magnificencia de su matrimonio con la hija de uno de los personajes más ilustres de la época: Gneo Julio Agrícola. Su padre fue probablemente el «Cornelio Tácito, caballero romano y procurador de la Galia Bélgica» mencionado por Plinio el Viejo en su Historia natural (v.) (7, 17, 76). Elocuente documento de su primera formación escolar y cultural es toda su producción literaria. En la base de ésta se halla el estudio del arte oratorio, que, según sabemos, abría entonces el camino a los honores de la vida pública. Siguiera o no Tácito las enseñanzas de los retóricos más famosos de la época, Marco Apro, Julio Segundo y quizá también Quintiliano, muy pronto — afirma Plinio el Joven en el pasaje anteriormente citado — alcanzó notoriedad en el Foro, en tanto iba depurando cada vez más su natural temperamento reflexivo, su sensibilidad artística y su capacidad de escritor.
De ser suyo —como creemos — el Diálogo de los oradores (v.), compuesto probablemente de los veinticinco a los treinta años, y de tener que buscar en tal obra, por ende, los comienzos de la carrera literaria de Tácito, cabe asegurar que ya entonces dominaba la cultura contemporánea, en particular la retórica y el arte poético, acerca de cuyos carácter y valor discurre amplia y doctamente el texto en cuestión. La fama de orador y literato, y el buen nombre de la familia, no sólo abriéronle fácilmente el camino hacia los honores públicos, sino que, además, le atrajeron las simpatías del gran mundo de Roma; y así, Gneo Julio Agrícola, personaje de elevada talla político-militar, y galo de origen (de Forum Iulii, hoy Fréjus), pero romano por su grandeza y sus aspiraciones, le concedió la mano de su única hija y lanzóle con ello definitivamente al palenque político. Corría entonces el año 77; el matrimonio fue celebrado al siguiente, cuando Tácito contaba unos veinticinco años.
Acababa de dar cima a tina etapa muy notable; en adelante, habría de recorrer con celeridad el «cursus honorum» hasta los más altos grados. Llegados a este punto, creemos conveniente aclarar algún criterio erróneo. Indudablemente, cabe suponer que el futuro historiador debiera mucho, en su rápido afianzamiento, a la influencia política y al ascendiente social del suegro; sin embargo, la opinión según la cual fue Agrícola quien le sacó de la oscuridad y forjó la fortuna de Tácito, parece resultar gratuita e imprudente, inclinada a menoscabar e incluso a ignorar completamente las cualidades personales del joven, que asomábase a la vida política con las inmejorables garantías de su preparación cultural y social. Sabemos con certeza que inició el «cursus honorum» ya antes de 78, bajo el principado de Vespasiano; así lo revela sucintamente en el prólogo a las Historias (v.): «Debo confesar que mi dignidad pública, empezada con Vespasiano y acrecentada con Tito, fue mejorada por Domiciano» (1, 1).
La falta de referencias explícitas sobre este punto no permite una reconstrucción detallada de todas las etapas del «cursus». Cabe, empero, suponer que éste debió de comenzar, según la costumbre, con el tribunado militar, que, junto con el cargo público del «vigintivirato», debió de recibir del mismo Vespasiano entre los años 76 y 77. Fue cuestor en 79, el último año del principado de aquél, y después edil o tribuno de la plebe. En 88, bajo Domiciano, obtuvo la dignidad de pretor, ingresó en el colegio sacerdotal de los «quindecemviri», y, en calidad de tal, participó en las fiestas de los juegos seculares del citado año (Anales v., 11, 11). Tras la pretura se pierden a lo largo de cuatro años las huellas de Tácito en Roma. Ignoramos dónde pudo vivir, junto con su esposa, durante este período. Respecto de ello se han aducido varias hipótesis, incluso la de un destierro decretado por Domiciano. Parece, no obstante, más probable el desempeño de un cargo administrativo o militar en una de las regiones del noroeste del Imperio: quizás el de legado legionario en Alemania, o, con mayor probabilidad, el de legado propretor de la Galia Bélgica.
Ello explicaría (ya sin la admisión del origen gálico de Tácito) su vivo interés por los pueblos nórdicos, así como la presencia en sus obras de los elementos culturales que, mejor que de la tradición literaria, habría obtenido de la experiencia vital propia de cuatro años de contacto directo con Germania. En agosto de 93, cuando Agrícola, gran general y conquistador de la parte central de Britania, murió a los cincuenta y cuatro años, Tácito no había regresado aún a Roma. La amargura de esta defunción, que algunos atribuyeron a la perfidia de Domiciano, convertido en «insidiosissimus princeps», sumió al yerno del personaje desaparecido en un profundo dolor, desahogado posteriormente, con una ternura y una emoción más que filiales en la célebre conmemoración fúnebre Vida de Agrícola (v.), escrita por Tácito cuatro o cinco años después para perpetuar las virtudes y el recuerdo de su ilustre suegro. Durante el período 93- 96 tuvo lugar la sombría etapa del terror de Domiciano. Por aquel entonces Tácito vivió aislado, en la oscuridad, y fue acumulando en su alma reflexiva las duras experiencias de los acontecimientos, los hombres y las instituciones que habían de constituir el material de sus obras.
En las páginas iniciales de la Vida de Agrícola figura la siguiente evocación: «En verdad, ofrecimos entonces un gran ejemplo de paciencia. Si la época anterior conoció el punto culminante de la libertad, llegamos luego al extremo de la servidumbre, perdido, a causa del odioso espionaje, incluso el derecho a hablar y escuchar. La memoria misma nos hubiera sido arrebatada junto con la voz si olvidar resultara tan fácil como callar…» (c. 2). En 97, empero, con el advenimiento de Nerva, el óptimo príncipe que logró «unir dos cosas antaño inconciliables, el principado y la libertad», volvió el aliento («redit animus»). Tácito reemprendió su carrera política y alcanzó el consulado: sucedió en calidad de «cónsul suffectus» o suplente al gran estadista Virginio Rufo, de quien, según el testimonio de Plinio el Joven, pronunció un elevado elogio fúnebre. En este momento el historiador se entregó a la actividad literaria, que abrió su espíritu —- intolerante a cuanto supone opresión — a la libertad y a la independencia de jucio que domina toda su labor histórica; a los últimos meses de 97 pertenece la Vida de Agrícola, y a 98 la Germania (v.), ambos textos, por tanto, de la época Nerva-Trajano.
Tácito alternó sus tareas de escritor con las de carácter político y forense. Como episodio de esta última cabe mencionar la acusación de concusión por él sostenida hacia el año 100 ante el Senado, presidido por el emperador, y junto con Plinio el Joven y en nombre de los moradores de la provincia de África, contra el procónsul Mario Prisco, ex gobernador de la misma; Tácito habló — dice el mismo Plinio (Epis. 2, 11, 17) — «con admirable elocuencia y, virtud excelsa de su palabra, majestuosamente», y el inculpado fue condenado a destierro. En torno a los años 112 y 113, uno después de la partida de su amigo Plinio hacia Bitinia en calidad de legado imperial, Tácito recibió el nombramiento de procónsul de Asia, atestiguado por una inscripción griega en mármol descubierta en Mylasa, en la Caria inferior, a fines del siglo pasado. Desconocemos la duración y los honores de este último cargo oficial, negado veinte años antes a su suegro Agrícola por Domiciano. Sabemos únicamente que la actividad pública no distrajo a Tácito de sus tareas literarias. En un ambiente de escasa sensibilidad política, en efecto, maduró el historiador el plan de su gran obra histórica, las Historiae y los Anuales, en los que reunió todas las experiencias culturales de carácter ético-histórico-político con que había ido enriqueciendo su destacada personalidad en el duro curso de los años y gracias al contacto con la variada sociedad contemporánea.
El «corpus» de esta ingente producción, en treinta libros que abarcan los dramáticos acontecimientos comprendidos entre los años 69 y 96, así como los períodos que se extienden desde la muerte, de Augusto al reinado de Nerón (los Anuales) y desde Galba a Domiciano (las Historiae), ha llegado hasta nosotros bastante incompleto por desgracia, y de tal suerte que no resulta fácil la determinación exacta de los años en que fue compuesto. Hacia el año 107 Plinio leía ya algunos libros de las Historiae, y juzgaba la obra destinada a la eternidad (Epis., 7, 33); una incierta expresión del segundo libro de los Anuales (2, 61) permite suponer que en 114, cuando Trajano empezaba la campaña contra los partos, el historiador, terminadas las Historiae, iniciara la composición de los Anuales, que habrían de ocuparle todo el resto de su vida, en cuyo transcurso asistió no solamente a la muerte de Trajano, sino incluso, quizás, a los primeros años del principado de Adriano.
Se trata, pues, de una existencia preciosa, que llenó más de medio siglo, presenció uno de los períodos más turbulentos del Imperio, pronunció las últimas palabras trascendentales de la romanidad pagana y juzgó a los hombres y hechos, príncipes y súbditos, masas e individuos, instituciones y religión, virtudes y vicios, corrupción y honradez, valor y vileza, «sin amor ni odio», con serenidad espiritual, afligida tristeza y aristocrática dignidad; pero, también, con escrupuloso rigor de investigación, cruda penetración interior, matices seguros y dramáticos y vigor y llaneza de expresión, signos, todo ello, de la personalidad libre y la maestría artística del autor.
B. Riposati