La biografía propiamente dicha de Kierkegaard (cuyo nombre significa «cementerio») podría contenerse en algunas líneas, ya que pocas vidas humanas ofrecen tan escasas incidencias como la suya. Nació el 5 de mayo de 1813 en Copenhague y murió el 11 de noviembre de 1855 en la misma ciudad, en la cual residió siempre, salvo una estancia en Berlín (octubre de 1841-marzo de 1842), donde se trasladó a raíz de la ruptura de su noviazgo, y en otros tres breves viajes también a Berlín en 1843, 1845 y 1846. Su vida y su pensamiento — ambos íntimamente entrelazados — fueron influidos por la educación religiosa recibida y por la personalidad de su padre. Su educación fue muy austera, inspirada en un pietismo moravo (en el que se había formado su padre), penetrado del temor de Dios y suspicaz frente al mundo «Casi no oyó hablar — escribirá más tarde Kierkegaard de sí mismo —, como los demás pequeños, del niño Jesús, de los ángeles y de la felicidad del cielo.
En cambio, se le mostraba a cada momento el Crucificado, tanto que la cruz era la única imagen y la única idea que tenía del Salvador; y niño aún era ya viejo como un hombre maduro.» El padre de Kierkegaard se nos presenta bajo un doble aspecto. Por un lado es un negociante de sombreros retirado del comercio una vez enriquecido a la edad de cuarenta y cuatro años, honorable y respetado, que llevaba una chaqueta amarilla, calzones y zapatos con hebillas de plata, muy interesado en la discusión de las ideas y que reunía en su casa a una tertulia de amigos que se entregaban a controversias teológicas. Y por otro lado, era un hombre que había sufrido penas íntimas y la pérdida de su mujer y cinco hijos, uno tras otro. Kierkegaard era hijo de su segunda esposa, la sirvienta; y él mismo se llamaba «el hijo de la vejez» porque al nacer él, su padre tenía cincuenta y seis años, y a este propósito añade: «¡Ay de mí! ¿Por qué nueve meses en el seno de mi madre hicieron de mí un viejo?» Y su padre le decía a menudo: «¡Pobre niño! Caminas hacia una profunda desesperación». Con todo, Kierkegaard declara que su padre es el hombre que más le amó y que si lo hizo desgraciado fue precisamente por amor.
Amar a quien os hace felices, es un amor insuficiente; amar a quien por maldad os hace desgraciados es una virtud; amar a quien por mal entendido amor es causa de vuestra desventura, es el verdadero amor. Una infancia tan singular anunciaba una vida singular. Así fue. En ella pueden señalarse tres períodos: el estadio estético, el estadio ético o moral y el estadio religioso. La importancia de esta división, establecida por el propio Kierkegaard, no radica tanto en las maneras de pensar —según una regla artística, una ley moral, una fe religiosa— sino más bien en la estrecha correspondencia entre los modos de pensar y las maneras de vivir. Inteligencia y vida crecen paralelamente. Kierkegaard empieza, cual muchos, por una vida de disipación. Podría haber dicho como San Agustín: «Las espinas del placer crecían por encima de mi cabeza». Tiene éxito entre sus camaradas. No es precisamente bello: flaco, delicado, la barbilla fuerte, el cuerpo torcido, la voz chillona o apenas oíble, los cabellos en forma de tupé, pero es muy espiritual, muy brillante y su vivacidad hace que se le perdonen sus sarcasmos. Con todo, es un joven entregado a los placeres que no ha dejado de ser «un hombre de ideas»: apartado de la Iglesia y rebelado contra ella, en la que ve un instrumento de degeneración, busca lejos de los santos sus modelos de vida. Halla tres que serán como la Trinidad de su período estético: Don Juan, el modelo de la sensualidad; Fausto, el modelo de la duda; el Judío Errante, el modelo de la incredulidad. Pero Kierkegaard no llega a identificarse con ninguno de los tres: «Puedo hacer abstracción de todo, pero no de mí mismo.
Ni cuando duermo me olvido de mí». En realidad, el objeto de Kierkegaard es la verdad, pero una verdad que haga vivir, la verdad para la cual está hecho y no otra. «¿Qué es la verdad sino la vida por una idea?» Esta verdad le será revelada por los acontecimientos. Unos se refieren a su padre, otros a su prometida. Un viejo y una joven fueron los mediadores de Kierkegaard. El primero le hizo pasar del estadio estético al estadio ético. El día que supo que su padre, solo en el páramo, había maldecido a Dios, experimentó una gran emoción. Esta maldición debía volverse contra él y contra los suyos. El hombre a quien más admiraba, se había hecho culpable de la mayor blasfemia. A partir de entonces la longevidad de su progenitor ya no es una bendición sino una maldición, puesto que sobrevive a sus hijos: a partir de entonces su familia parece destinada a la desaparición. Probablemente se refiere a este gran acontecimiento cuando habla de un «terremoto», cuya fecha parece ser la del 19 de mayo de 1838 (a las 10,30 de la mañana). En efecto, K. escribió en una hoja suelta, sin fecha: «Entonces se produjo el gran terremoto que me obligó de repente a una nueva e infalible interpretación de todos los fenómenos.
Entonces sospeché que la avanzada edad de mi padre no era una bendición divina, sino más bien una maldición, que las notables facultades intelectuales de nuestra familia estaban destinadas a destrozarse entre sí; entonces sentí extenderse a mi alrededor el silencio de la muerte, cuando vi en mi padre a un desventurado que debía sobrevivimos a todos, cruz plantada en la tumba de todas sus esperanzas. Un pecado debía de pesar sobre toda la familia, un castigo de Dios debía de abatirse sobre ella; la familia debía desaparecer, barrida por la poderosa mano de Dios, borrada como un ensayo fracasado, y a veces yo encontraba un poco de alivio pensando que mi padre había tenido el pesado deber de tranquilizarnos con el consuelo de la religión administrándonos los sacramentos a todos, de suerte que un mundo mejor se abría ante nosotros, aun cuando perdiéndolo todo en ésta, incluso si nos alcanzaba el castigo que los judíos concitan siempre sobre sus enemigos: que el recuerdo de nuestro nombre fuese completamente borrado a fin de que jamás reapareciera». Después del «terremoto» Kierkegaard vuelve a la fe y sobre todo a la moral. El estadio ético se caracteriza por el sometimiento a los deberes sociales que parecen imponerse al hombre al salir de la adolescencia; y particularmente el de fundar una familia.
Kierkegaard piensa en el matrimonio. Se promete con la hija del consejero Olsen, Regina, que tiene dieciséis años, la cual duda en aceptarle, ya que cree amar a uno de sus profesores. Por su parte, al joven no dejan de inquietarle los escrúpulos. Es el hombre menos espontáneo del mundo: vive, según escribe él mismo, en el «recuerdo». Regina, conquistada, trata de consolarle: «Dime tus más secretos pensamientos, los más dolorosos», le dice. Pero él permanece secreto, encerrado en sí mismo. Con todo, tras varias peripecias sentimentales, Kierkegaard rompe su compromiso; devuelve el anillo en el momento en que acaba de pasar el doctorado, un año después de haberse prometido. Regina le suplica que vuelva a ella; Kierkegaard cede en apariencia, pero se muestra frío y desdeñoso, de tal manera que la muchacha se aleja definitivamente. El joven sufre mucho, pero de un modo distinto: «Ella ha escogido la vida; yo he escogido el dolor». ¿Por qué ha roto? Él mismo nos da, y después otros nos han dado, numerosas explicaciones; la misma Regina habrá de reconocer más tarde que, incluso para ella, el hecho tuvo mucho de inexplicable. Las distintas explicaciones se suman sin anularse unas a otras.
En primer lugar él está consagrado al culto de lo Absoluto y tiene conciencia de ejercer, como tal, un sacerdocio, vocación incompatible con el matrimonio, como lo había pensado antes Abelardo y todavía más Eloísa, quien más animosa que Regina, consideraba el matrimonio como indigno de una filósofa: «La que lucha por la existencia suprema debe privarse de los goces supremos de la existencia». En segundo lugar, es poeta, y un poeta sólo puede amar deseando y recordando. La joven no es más que un pretexto… Y es el extraordinario papel que ella desempeña en su vida lo que le permite desligarse de ella. Consumar el matrimonio, es borrar lo que atrae en el matrimonio. Realizar es destruir… Cuando Eurídice es llamada a la luz del día, Orfeo debe proceder a su reafirmación. Kierkegaard no puede reafirmar; afirma, pero en una atmósfera de sueño. Kierkegaard hace constantes alusiones a un «secreto». Habla de una «falta de relación entre el cuerpo y el espíritu» a lo que llama «la espina de la carne». De ahí la hipótesis de la impotencia. Otra explicación que resulta del psicoanálisis, es la que él habría creído hallar a su madre en la persona de su prometida…
Finalmente, pudo encontrar en el sufrimiento que inflige a Regina y en el que él mismo experimenta un placer amargo que le hace gustar una comunidad con Dios — el pacto de las lágrimas —. En todo caso, Kierkegaard se denigra a los ojos de su prometida para infligirle una prueba, para ver si ella rasga su máscara y le permite elegir entre el esteta y el hombre moral que puede llegar a ser. Así la hace desgraciada para hacerla feliz. («Mi disimulación de un secreto interior es “la ironía”»). ¿Es culpable? ¿Es inocente? Éste es el dilema que se plantea a sí mismo — culpable ante Dios, naturalmente, por haber desesperado de su ayuda, inocente porque ha realizado el desasimiento religioso —. ¿Qué será de él de ahora en adelante? Se consagrará a una idea; y después de haber sacrificado el arte, después de haber sacrificado el amor, sacrificará su propia persona. ¡Sólo así podrá realizarla! Imitará a Job, el cual, despojado de todo, espera de Dios, que lo ha despojado, la restitución de todo. «Es lo que puede llamarse comenzar de nuevo». Él también espera: «Veis como de una vida moralmente rota se desprende la pregunta central: ¿es posible volver a empezar? Si es posible, el joven ganó la vida; si no es posible, la perdió.
Ahora espero una tormenta. No me muevo. Espero la tormenta y volver a empezar». El cristianismo no es una doctrina. De dos cosas una: o el cristianismo es el volver a empezar, o bien el cristianismo no existe. Para probar que el cristianismo es un volver a empezar, es necesario despojarlo de todo lo que le es extraño. Kierkegaard ya ha demostrado que él no tenía nada que ver con la estética, como los románticos intentaron hacerlo creer. El paso por el estadio estético pone de manifiesto que la religión no es contemplar la vida humana desde un punto de vista poético. El cristianismo no es tampoco el modelo de la vida seria, grave, reflexiva y convencional; no se confunde con una moral, como lo demuestra la dolorosa necesidad de rebasar el estadio ético. Hay que abandonar lo serio para llegar a lo trágico. Hay que desolidarizar el cristianismo de la filosofía, combatiendo a Hegel, y también de la Iglesia, combatiendo a los sacerdotes de su tiempo. El método que emplea será llamado más tarde «existencial»; Kierkegaard no hará nada, no dirá nada que no haya penetrado antes su vida. No pedirá nada a los demás que no pueda ser comprendido y «vivido» por ellos. «Si de verdad queremos llevar a alguien a un punto determinado, debemos tener cuidado en ir a buscarlo donde está y partir de allí».
Es por ello que la conducta de Kierkegaard cobra una audacia extremada y se torna incomprensible. Ante todo en lo que le concierne. En el momento en que está más convencido de la verdad del cristianismo, renuncia a ser pastor, del mismo modo que antes había renunciado al placer y a la poesía, y al matrimonio. Quiere restringir su vida para intensificarla. Desligado de los hombres y aun de Dios, pasa a ser el elegido. Pero debe obrar a despecho de la angustia, a pesar de la «espina en la carne». Imaginar la existencia de lo extraordinario no es nada, hay que ser uno mismo extraordinario. Ignora si es cristiano, pretende no serlo y demostrar así la ignorancia de los que se dicen cristianos. En 1848, siéntese llamado a una misión en la que será sostenido por la Providencia, y que consistirá en la expresión polémica del cristianismo. «Mi tarea es detener la expansión del cristianismo». Disputa con un diario de Copenhague, multiplica las publicaciones bajo diversos seudónimos, provoca voluntariamente la burla, luego la indignación y llega a hacer estallar el escándalo con un violento artículo contra el obispo Mynster y la Iglesia oficial, cuyos sacerdotes se han convertido en funcionarios oficiales. En este estado de espíritu, lleno de fe en Dios pero irreductiblemente hostil a la Iglesia, murió en el hospital donde fue conducido después de ser recogido, desmayado, en la calle. Kierkegaard fue poco conocido y escasamente apreciado durante su vida.
Tuvo algunos adeptos en su país, pero Brandes y Hoffding, compatriotas suyos, que lo estudiaron después de su muerte, no le fueron favorables. Su influencia no fue grande hasta después de la guerra de 1914, como reacción contra la de Hegel y como un primer síntoma de existencialismo que se opone a los criterios del conocimiento racional, histórico, general, hasta entonces predominantes. El culto de la intimidad, de la individualidad y del instante ha sido aprovechado por la filosofía de Heidegger (y también por la de Jaspers) tanto como por la doctrina de Karl Barth; este último laicizó la «existencia» y dio nacimiento a la concepción de Sartre. Kierkegaard es con Pascal el pensador que más ha profundizado en la subjetividad en lo que ésta tiene de más puro, hasta hallar ella un sujeto trascendente y absoluto con el cual está en una relación paradójica pero necesaria.
J. Grenier