Hermano menor de aquel Santiago condenado a la última pena por Herodes Agripa, nació en el seno de una acomodada familia de pescadores de Cafarnaum o de la vecina Betsaida. Fue uno de los primeros seguidores de Jesús y formó parte de aquel triunvirato de íntimos que tuvo el privilegio de asistir a los episodios más significativos del Maestro: resurrección de la hija de Jairo, transfiguración, agonía de Getsemaní (v. Evangelio de Juan). De carácter ambicioso, informó en una ocasión a Jesús de la tentativa realizada por él, de común acuerdo con su hermano, para impedir a un desconocido que desarrollara cualquier actividad en nombre de Cristo, desde el momento en que no era discípulo autorizado. En otra circunstancia, invocará el fuego del cielo para reducir a cenizas un pueblo samaritano que no había querido acoger a Jesús porque se dirigía a Jerusalén.
Un reflejo de tal sentimiento aparece en el Apocalipsis (v.), un libro de consolación, que ofrece a los mártires perseguidos la ilusión espléndida de un triunfo celestial y del futuro castigo que no puede faltar a los perseguidores: «Todo el que reduzca a la cautividad, acabará en la cautividad; todo el que mate con la espada, morirá por la espada. Aquí reside la constancia y la fe de los santos». El que reposó la cabeza en el pecho de Cristo — si se identifica a Juan con el anónimo discípulo predilecto del cuarto Evangelio —, el único de los Apóstoles que estuvo presente a la crucifixión del Maestro, el que casi fue acogido en la familia camal de Jesús, convirtiéndose en el fiel guardián de María la madre del Maestro, llegó a ser también el sublime cantor del amor cristiano (v. Epístolas). Fue él quien escribió «Dios es amor». Fue él quien, antes de ser desterrado a Patmos, y luego de haber sufrido, según se cuenta, la inmersión en una caldera de aceite hirviendo sin sentir daño alguno, aconsejaba a los discípulos: «Hijos míos, amaos los unos a los otros. Éste es el gran precepto que .Cristo nos ha enseñado».
Se dice que fue él quien buscó en un monte impenetrable a un jovencito confiado al obispo de Éfeso que, habiéndose extraviado, se había entregado al latrocinio. Y allí, fundidos conjuntamente en el amor y en las lágrimas, dio de nuevo a Cristo el alma que había sido arrebatada a su Iglesia. Murió en avanzada edad — incluso se decía que no había de morir hasta el regreso de Cristo —, al parecer en Éfeso, donde recientemente se dice haber encontrado su tumba, meta desde remotos siglos de peregrinaciones y fuente de fantásticas leyendas. *