Nació en Stridone, en la Dalmacia, alrededor de 347; murió en Belén el 30 de septiembre de 420. Está mucho más vinculado a nuestra vida de lo que creen algunos que sólo le conocen a través de algunas afortunadas imágenes que lo representan penitente en el desierto, en el acto de golpearse el pecho con una piedra. Figura entre aquellos —y es uno de los más importantes — que sirvieron de puente entre el antiguo mundo clásico y el mundo nuevo, nacido de la inserción del Cristianismo en la Historia, y a él se debe la traducción latina de la Sagrada Escritura que ha pasado a la historia con el sobrenombre de Vulgata (v. Biblia) y que se ha convertido, por definición del Concilio de Trento, en el único texto que tiene autoridad para la Iglesia entre las versiones latinas. Después de la primera educación, que recibió en su ciudad natal, este hijo de noble y rica familia pasó a Roma, y allí tuvo como maestros a Elio Donato y quizá también a Victorino, que nutrieron su espíritu de amor por el mundo clásico, amor que se mantuvo siempre vivo en él incluso en la soledad del desierto, a donde llevó su riquísima biblioteca y donde en sueños oyó el reproche de no ser cristiano, sino ciceroniano.
De Roma pasó, no se sabe por qué, a Tréveris, y de allí a Aquilea, donde vivió, durante un breve período de tiempo, una vida ideal con un grupo de jóvenes —Heliodoro, Valeriano, Bonoso, Rufino, Inocencio y Crisógono — dedicado al estudio y a la búsqueda de la perfección. En 372 ó 373 se disolvió el grupo, y J. se retiró primero a Stridone; pero después, impulsado por penas familiares y por incompatibilidad con el ambiente, decidió marchar a Oriente. Su meta había de ser Jerusalén; pero hubo de detenerse en Antioquía, donde se perfeccionó en el conocimiento del griego, y, habiendo conocido al eremita Maleo, resolvió retirarse al desierto de Cálcida. Allí comenzó el estudio del hebreo para comprender mejor las Sagradas Escrituras. Dos años después, aproximadamente, turbada, también la tranquilidad del desierto por el cisma de Antioquía, San J. lo abandonó, refugiándose junto a Gregorio Nacianceno, Gregorio Niceno, Anfiloquio y Apolinar, y mediante estos contactos, se ensanchan sus perspectivas, profundiza el conocimiento del griego y el estudio de las Escrituras, llega a apreciar a Orígenes, del que traduce algunas Homilías (v.), traduce y continúa la Crónica (v.) de Eusebio y hasta proyecta escribir una historia de su tiempo.
En 382 marcha a Roma con Epifanio y Paulino de Antioquía, y allí se establece aun después de la marcha de sus dos amigos, que parten en la primavera de 383. El papa Dámaso le otorga su confianza y J. trabaja para él, prosigue y desarrolla el estudio de la escritura, y difunde, especialmente en el ambiente femenino, el ideal de la vida monástica. Su trabajo y la autoridad de que goza le suscitan enemigos, y sus Epístolas (v.) constituyen testimonios palpables de las dificultades entre las que se debate. Muerto Dámaso en 384, J. no puede soportar la lucha que se lleva contra él y abandona Roma para siempre: es el año 385. Le siguen Paula y su hija Eustaquia; después de una visita a Egipto, establece su residencia en Belén, donde Paula funda monasterios femeninos y J. la casa de los monjes. Se dedica allí a la gran obra de versión del hebreo de los Libros Santos — la Vulgata —, en la que pone a contribución su profundo conocimiento de las Escrituras, compone los Comentarios bíblicos (v.) y redacta obras de introducción al estudio de las mismas Escrituras. En su aislamiento de Belén, no pierde contacto con el mundo occidental que había abandonado, como atestigua su correspondencia.
Participa, con el ardor de su fogoso temperamento, en la polémica antiorigenista, rompiendo por ella su amistad con Rufino (v. Escritos polémicos), y en toda batalla que se produce en defensa de la verdad. De este modo, en el ejercicio de la ascesis y del estudio, que tienen como fruto la variedad de sus obras, en el ejercicio de la caridad que practica materialmente en el hospicio anexo al monasterio, y en la lucha que lleva contra los enemigos de la fe, pasa treinta años fecundos; y concluye su larga existencia mereciendo el título de Doctor de la Iglesia.
G. Lazzati