San Ignacio de Loyola

Nació en 1491 en la casa solariega o castillo de la noble familia de los Loyola, en el país vasco; murió en Roma el 31 de julio de 1556. En la pila bautismal de la parroquia de Azpeitia reci­bió el nombre de Íñigo, que luego cambió en Roma por Ignacio. Era el último de once hijos, y fue educado en la fe católica y en el sentimiento patriótico en el momento en que España terminaba la Reconquista, apres­tábase para los grandes descubrimientos e iba a asumir la dirección de la política euro­pea. Perdió a la madre todavía niño, y al padre hacia los quince años. Juan Veláz­quez de Cuéllar, amigo de su familia y Gran tesorero de Fernando el Católico, lle­vóle a la corte, en Arévalo y Valladolid; allí desarrolló las cualidades fundamenta­les de su temperamento: el coraje, el afán de grandes empresas, la fidelidad y el des­precio del peligro. Sin embargo, se aban­donó también a la elegancia, la ambición y los afectos desordenados.

Muerto Velázquez, pasó en 1517 al servicio del virrey de Na­varra, pariente suyo, y durante el levan­tamiento de este territorio, que aprovecha­ron los franceses, sufrió una herida en una pierna el 20 de mayo de 1521 y quedó cojo. Trasladado al castillo de Loyola y sufridas dos operaciones en la pierna destinadas a evitarle la invalidez, durante los prolongados meses de convalecencia viose fuerte­mente conmovido por la lectura de la Vida de Jesús de Ludolfo de Sajonia y de Flos Sanctorum de Jacobo de Vorágine, y resol­vió consagrarse a Dios a través de una vida nueva. El 25 de marzo del año siguiente, luego de una confesión general de sus peca­dos y de una noche de oración, ofreció su espada de caballero a la Virgen en su altar del célebre santuario catalán de Montse­rrat, se hizo caballero de Cristo y retiróse a Manresa, donde pasó un año, poco más o menos, decisivo en su vida interior y en el desarrollo de la espiritualidad moderna de la Iglesia. Favorecido por altísimas revela­ciones, llegó a ser uno de los mayores mís­ticos de todas las épocas, y empezó a escri­bir los famosos Ejercicios espirituales (v.), que, perfeccionados luego, recibieron la pri­mera aprobación papal en 1548.

Deseoso de completar su consagración a Dios con una peregrinación a Tierra Santa, embarcó en 1523 en Barcelona con dirección a Italia, marchó a pie a Roma y, obtenido el permiso del pontífice, prosiguió, también a pie, su viaje hacia Venecia y fue por mar desde esta ciudad a Palestina. Al regreso, y a fin de poder ser útil a las almas, reanudó con admi­rable tenacidad a los treinta y tres años sus estudios, que siguió primero en Barcelona y después en Alcalá de Henares, donde su ascetismo provocó las sospechas de las auto­ridades, por las cuales viose prohibida la enseñanza de las materias religiosas. Pasó luego a Salamanca, y también allí hubo de sufrir varias pruebas. Finalmente marchó a París, y estudió de 1528 a 1535 en la Sorbona. En este centro universitario parisiense fue desarrollando su plan de apostolado y de renovación con un criterio nuevo y univer­sal, y llevó a cabo sus primeras y maravi­llosas conquistas.

La mañana del 15 de agos­to de 1534, en una humilde capilla situada en la colina de Montmartre, I. y otros seis jóvenes de grandes alientos y capacidades (Pedro Fabro, Francisco Javier, Jaime Laínez, Alfredo Salmerón, Simón Bobadilla y Nicolás Rodríguez) ofrecían a Dios los votos de pobreza y castidad, y prometían pere­grinar a Jerusalén dentro del primer año que siguiera a la terminación de sus estu­dios; de resultarles imposible la realización del viaje, se pondrían a disposición del Papa. Hallábase ya en germen una nueva orden religiosa: la Compañía de Jesús. Or­denado sacerdote el 24 de junio de 1537, y ante la imposibilidad de peregrinar a Tie­rra Santa, el fundador marchó a Roma el otoño de este mismo año. A pocos kilóme­tros de la ciudad, en la capilla denominada «della Storta», tuvo una célebre visión, du­rante la cual pudo contemplar a Jesús que, con la cruz a cuestas, acogía benévolo a él y a sus compañeros y les decía: «En Roma os seré propicio». Los designios divi­nos, pues, se manifestaban al pequeño gru­po. Trazado por el futuro santo el progra­ma de la nueva institución, fue aprobada ésta solemnemente por el pontífice el 27 de septiembre de 1540 con la bula Regimini militantis Ecclesiae. Se dice que Paulo III exclamó: « ¡Aquí hay el dedo de Dios!» Nacía así la Compañía de Jesús.

El espíritu de la Orden recién fundada suponía la in­condicional y completa adhesión a la Igle­sia, a sus enseñanzas y a su autoridad; el fin podía resumirse en la palabra «servir», y la virtud fundamental consistía en la obe­diencia. Ignacio quiso que la Compañía fuera una especie de ejército bajo la bandera de Cristo, su jefe y modelo, y destinado a luchar y sufrir por el reino de éste en la tierra, o sea la Iglesia. Los medios de apos­tolado empleados habrían de ser, sobre todo, la orientación de las almas a través de los Ejercicios espirituales, la frecuencia de los sacramentos, la catequesis, la predi­cación, las misiones entre infieles, que ya desde el principio recibieron un vigoroso impulso, y la instrucción y la formación de la juventud. El fundador no iba a mo­verse ya de Roma. Elegido general, escri­bió las Constituciones con las declaraciones de la Compañía de Jesús, obra maestra de ciencia jurídica y de perfección cristiana y con mente de jefe y corazón de padre dirigió la actividad de sus hijos, esparcidos actualmente por todo el mundo. Llevó a cabo un eficaz apostolado para la reforma de Roma, y fundó obras de interés univer­sal: el Colegio Romano en 1551, modelo de seminarios, y cenáculo, a través de los si­glos, de santos y eruditos; y el Colegio Ger­mánico en 1552, destinado a la prepara­ción de futuros apóstoles de la Alemania luterana y ejemplo para las ulteriores ins­tituciones semejantes de otras naciones.

La espiritualidad de San Ignacio se manifiesta, no sólo en los Ejercicios espirituales y en las Constituciones, sino también en las muchísimas cartas que escribió — entre las cuales resulta famosa la que se refiere a la obediencia (26 marzo 1553) — en su diario espiritual (del 2 de febrero de 1544 al 27 del mismo mes de 1545), y en la narración de su vida, dictada al padre González de Cámara (1553-1555). Fue beatificado el 27 de julio de 1609 y canonizado el 12 de mar­zo de 1622.

A. Gandolfo