El «padre de la historia eclesiástica» nació, entre los años 260 y 265, en Palestina, probablemente en Cesarea, donde estudió en la escuela fundada y en la biblioteca dejada por Orígenes, junto con el sacerdote Pánfilo, cuyo nombre añade Eusebio al propio (Eusebius Pamplnyli: posesivo, no patronímico); con él también fue encarcelado en el curso de la persecución del 303.
Luego del martirio de su amigo, pudo huir a Tiro y a Egipto, donde conoció el cautiverio. Vuelto a la patria, llegó al sacerdocio y, hacia el 313, al episcopado. Se hizo famoso por su doctrina, y en calidad de metropolitano de Palestina pronunció la gran homilía de la inauguración de la nueva basílica de Tiro (en el 1. X de la Historia eclesiástica).
Compuso, junto con Pánfilo, una apología de Orígenes y fue partidario de Arrio; en Nicea (325), empero, hubo de admitir la fórmula de fe ortodoxa patrocinada por Constantino. Sin embargo, contribuyó a hacerle cambiar de actitud, y combatió a Eustacio de Antioquía, Marcelo de Ancira y San Atanasio, condenado en el Concilio de Tiro (335), en el que Eusebio participó.
El mismo año asistió a la inauguración de la nueva basílica constantiniana de Jerusalén y pronunció en Constantinopla el solemne panegírico del trigésimo aniversario de la exaltación de Constantino al poder. Murió entre 337 y 341, probablemente en 339. Adversario de la ortodoxia (el segundo Concilio de Nicea le excluyó del número de los testimonios de la fe) y considerado casi como el prototipo del obispo cortesano, fue, en cambio, célebre, apreciado e imitado por su obra histórica y su extensa y multiforme actividad literaria.
Entre los textos exegéticos de Eusebio cabe citar los Cánones evangélicos, diez tablas indicadoras de los pasajes paralelos que figuran respectivamente en todos los cuatro, en tres, dos o uno solo de los Evangelios y, además, el Onomástico, sobre la toponimia de la Sagrada Escritura, verdadero diccionario, parte de una obra más extensa de geografía bíblica, traducido al latín y refundido por San Jerónimo.
En cuanto a los numerosos comentarios a libros concretos, poseemos amplios fragmentos del de los Salmos y conservamos casi entero el referente a Isaías. En estado fragmentario, y en una refundición posterior, ha llegado hasta nosotros el texto Problemas evangélicos y sus soluciones; de la obra Sobre la fiesta de Pascua nos queda un largo fragmento.
Eusebio fue también — y casi podríamos decir sobre todo — autor apologético: así lo demuestran Contra Hierocles (v.); Confutación y defensa, texto, actualmente perdido, contra Porfirio, y Preparación evangélica (v.), asimismo en oposición a este filósofo, y Demostración evangélica (v.). Estos dos últimos constituyen, en realidad, una sola obra y son probablemente una refundición de otros tantos escritos que cita Focio con los títulos Preparación eclesiástica y Demostración eclesiástica, casi con toda seguridad las dos partes de una Introducción general elemental cuyos libros VI-IX poseemos reunidos bajo el nombre Pasajes escogidos de los profetas acerca de Cristo.
Nada sencillo resulta el problema de las relaciones entre estas obras (y otras posteriores) y la titulada Teofanía, que trata de la manifestación de Dios en la carne y ha llegado hasta nosotros en fragmentos griegos y en una versión siríaca. Eusebio reprocha a los hebreos su negativa a aceptar las profecías y a reconocer en el cristianismo la verdadera religión revelada, y advierte a los paganos que las creencias cristianas no se hallan fundadas únicamente en la fe ciega, sino también en la razón, capaz de reconocer plenamente unas verdades que ya los mismos filósofos posteriores a Moisés vislumbraron: con ello la sabiduría griega experimenta, al mismo tiempo, una depreciación y una revalidación.
Como religión verdadera, el cristianismo ha logrado superar las persecuciones, luego de un triunfo que coincide con la unificación del imperio bajo un solo soberano, y ver terminadas las guerras y divisiones entre los pueblos vinculados al monoteísmo. Dichos temas apologéticos representan — junto, sobre todo, con el de la tradición de las enseñanzas apostólicas fielmente conservadas (contra las herejías) en las diversas Iglesias (particularmente en las fundadas por los Apóstoles) y a través de la sucesión regular de sus obispos y la obra de los escritores ortodoxos— los motivos fundamentales de la Historia eclesiástica (v.), la mayor producción de Eusebio.
En ella, nuestro autor cita un Repertorio de mártires por él también compuesto y actualmente perdido; es probable que en su última redacción suprimiera cuanto integra el otro texto, Los mártires de Palestina (v.). La Historia eclesiástica viose interrumpida a partir del 324 y no llegó al vigésimo aniversario del advenimiento de Constantino; posiblemente, Eusebio quiso de tal suerte evitar cualquier referencia al Concilio de Nicea.
En cambio, prosiguió probablemente hasta esta fecha su última obra histórica, en la que, empero, podía muy bien dejar a un lado los acontecimientos de la historia interna de la Iglesia: la Crónica (v.), compuesta seguramente en 303 y ampliada luego en una segunda edición. Características del texto en cuestión son la aversión al milenarismo (típica también de la Historia) y la presentación de los cristianos como un pueblo propiamente dicho, al igual, por ejemplo, que los caldeos, asirios, hebreos, egipcios, griegos y romanos; este último criterio justifica también su composición de una historia eclesiástica.
Objeto de vivas discusiones, relativas ya a su carácter o bien a la autenticidad (que actualmente se tiende, en general, a revalidar) de los documentos contenidos en la obra, es la Vida de Constantino (v.), texto hasta cierto punto completado por los dos opúsculos que integran el Elogio de Constantino [Laus Constantino], o sea un panegírico, seguramente el del trigésimo aniversario (aquí aparece otro problema: el de las relaciones de tal obrita con la Teofanía), y un discurso del mismo Constantino a una asamblea de obispos denominado Oratio ad Sanctorum coetus.
Nuestro Santo es, en efecto, un escritor que, además de volver continuamente sobre sus propias obras y repetirse, gusta de justificar sus afirmaciones mediante amplias citas de sus fuentes. A tal costumbre debemos no sólo la valiosa documentación contenida en la Historia eclesiástica y los pasajes de autores antiguos reproducidos en los textos apologéticos, sino también la conservación de fragmentos de Marcelo de Ancira en el escrito polémico dirigido contra él (Contra Marcellum).
En éste y en De ecclesiastica Theologia tenemos otra prueba de las tendencias arrianas de Eusebio. Son escasos, en cambio, los fragmentos de sus cartas llegados hasta nosotros. Por lo demás, en cuanto escritor resulta más bien prolijo y complicado, probablemente a causa de una posible preocupación por escribir «bellamente».
A. Pincherle