El 480 a. de C., año glorioso de la batalla de Salamina, fue considerado por la tradición erudita antigua como punto de encuentro de las vidas de los tres grandes trágicos atenienses: Esquilo, que contaba cuarenta y cinco años, se hallaba en las filas de los soldados; Sófocles figuró al frente del coro que tras la victoria entonó el peán, y en cuanto a Eurípides, se le consideraba nacido el mismo día del combate.
Sin embargo, en la actualidad se prefiere confiar en el testimonio del «Mármol Parió», cronografía helénica grabada en una lápida del siglo III a. de C., y suele fijarse, con mayor verosimilitud, en el 484 la fecha de nacimiento de nuestro autor. De acuerdo con una invención debida a la fantasía maliciosa o malévola de los cómicos, de cuyas burlas el poeta fue a menudo blanco, Eurípides habría sido hijo de un buhonero y una verdulera; contra tal suposición protestaba ya en el siglo III a. de C. un historiador serio, el aticógrafo Filocoro.
Además, demuestra la falsedad de tal origen humilde la actuación del poeta, cuando joven, como copero de las danzas sacras organizadas en torno al templo de Apolo Delio de Apolo Zosterio, cargos ambos cuyo desempeño sólo estaba permitido a los hijos de ciudadanos de elevada condición. Otros dos datos de la tradición confirmarían su pertenencia a la clase pudiente: Aristóteles (Rhet., III, 1416 a, 29) dice que en ocasión de una ceremonia litúrgica hubo quien pidió la antídosis, o cambio de bienes, con Eurípides, y Ateneo (I, 3a) manifiesta que fue el primer poseedor de una biblioteca.
Reconociendo la influencia de los sofistas y filósofos en la formación espiritual del poeta, los antiguos le juzgaron discípulo de Arquelao, Anaxágoras, Protágoras, Pródico y Sócrates, aun cuando, bien entendido, en sentido lato. En realidad, sí debió de conocer a todos estos personajes y experimentar su influjo, pero no se vinculó seguramente a una filosofía específica: algunos ecos de teorías pitagóricas y recuerdos de Jenófanes, Heráclito y Parménides que figuran en la producción de Eurípides revelan abierto a todas las corrientes el espíritu curioso y reflexivo del poeta.
Fue un lector muy atento; las alusiones a Homero, Solón y Teognis resultan bastante frecuentes en sus tragedias, que demuestran asimismo un profundo conocimiento de Hesíodo y los líricos; algunos de sus pasajes permiten creerle incluso familiarizado con los logógrafos. Precisamente por su gran amor a los libros, el gran trágico era un solitario; se dice que en Salamina, su localidad natal, pasaba gran parte del día en una gruta abierta al aire del mar, absorto en sus meditaciones y escribiendo.
Eurípides juzgaba necesario el aislamiento en el sabio; pero la gente, que veía en tal actitud un acto de soberbia, no ocultó su antipatía ni su desprecio por el poeta. No por casualidad la simpatía y el afecto del autor habrían de inclinarse a personalidades, aparte las ya citadas, no demasiado populares: Agatón, el trágico a quien Aristófanes ridiculizó en vida y honró una vez muerto (Ranas, v. 83-84); Alcibíades, el genial político y jefe, y Timoteo, renovador de la música griega.
A diferencia de Sófocles, no participó activamente en la política; pero, y también al contrario de este trágico, no evitó las alúsiones políticas en su obra. Su vida conyugal fue objeto de las ironías y chanzas de los cómicos, según los cuales su esposa (en la leyenda, empero, hay un momento en que las mujeres pasan a ser dos) le habría traicionado con su esclavo y secretario Cefisofonte; sin duda, la audacia con que el poeta presenta al sexo femenino en la escena y ciertas expresiones antifeministas de sus personajes debieron de procurarle fama de misógino. Poco sabemos acerca de su vida.
A excepción de las fechas de algunas tragedias, conocemos, además del año del nacimiento de Eurípides, el de su marcha de Atenas para dirigirse primeramente a Magnesia y luego a Pella, a la corte de Arquelao de Macedonia (408), y el de su fallecimiento (406). Como es natural, no podía faltar una leyenda acerca de tal muerte; y así, se dijo que el trágico había perecido desgarrado por un numeroso grupo de perros.
Auténtico es, en cambio, el episodio que refiere que Sófocles, enterado de la desaparición de su rival más joven mientras estaba a punto de presentar una tetralogía, apareció ante el público vestido de luto, y lo mismo que él, y sin corona en la cabeza, hicieron los coreutas y actores. La suerte, que se le mostró esquiva en vida, no le faltó a Eurípides una vez muerto; y así, el hombre que durante su existencia no había obtenido sino cuatro victorias, iniciadas en 455, año en el cual se presentó por vez primera a un concurso trágico, pasó a ser el padre literario de la época sucesiva y el gran modelo a quien imitar.
Los autores de la tragedia latina, desde Ennio hasta Séneca, siguieron sus huellas, y los cristianos, quienes le citaron y alabaron, hicieron de él- casi un precursor del cristianismo. A la Edad Media pertenece el Christus patiens (siglos XI-XII), centón de pasajes de Eurípides en el cual la Virgen habla con las palabras de Medea y de Hécuba.
Más tarde, los trágicos italianos del siglo XVI y los grandes autores del género que brillaron en otros países durante el siglo XVII, experimentaron, aunque a través de las transformaciones de Séneca, la influencia de su insigne maestro griego. Cabe recordar también que, además de Raeine, el cual lo descubrió de nuevo para sí, al gran trágico lo apreciaron y admiraron Lessing, Schiller y hasta Goethe. Sólo en la pasada centuria, tras el duro juicio de Schlegel, reiterado a fines del siglo por Nietzsche, aunque con nuevos motivos, disminuyeron tales simpatías.
No obstante, y casi por una ley de alternancia, en los primeros años del actual la crítica de Wilamowitz volvió a hacerle justicia. De la abundante producción dramática del autor (en cuanto a las obras de otros géneros conocemos un epicedió para los atenienses caídos en 415-13 ante Siracusa y, suponiendo que sean también suyos, un epigrama fúnebre y un epinicio) han llegado hasta nosotros, además de unos mil fragmentos de procedencia directa o bien debidos a citas de escritores antiguos, diecisiete tragedias (v. Alcestes, Andrómaca, Las bacantes, Hécuba, Elena, Electra, Los heráclidas, Las fenicias, Ifigenia en Áulide, Ifigenia en Táuride, Ion, Hipólito, Medea, Orestes, Las suplicantes y Las troyanas) y un drama satírico, El cíclope (v.); discutible resulta la atribución de Resos, que parece obra de un imitador del siglo IV.
Pueden fecharse con seguridad Alcestes (438), Medea (431), Hipólito coronado (428), que le valió el triunfo, Las troyanas (415), Elena (412) y Orestes (408); Las fenicias representóse no mucho antes del 406, e Ifigenia en Áulide y Las bacantes fueron puestas en escena, desaparecido el poeta, por su hijo tocayo. A excepción de las innovaciones técnicas del prólogo expositivo y del recurso «deus ex machina», son características de Eurípides la creación de nuevos esquemas y formas, la tendencia a complicar la acción y la libertad en la elaboración de la materia mítica.
Sin embargo, este poeta de tramas, argumentos y técnica tan diversos, que como digno discípulo de los sofistas, lleva a la escena todos los problemas y parece discutirlo todo, posee una fuente única de poesía: su propio pesimismo. Tal sentimiento domina asimismo en Sócrates, en quien, no obstante, se halla superado por una férrea voluntad de creyente. Eurípides, en cambio, se abandona a su propia desesperación.
La tragedia misteriosa y grande que le fascina y tortura es la infelicidad universal del género humano; por ello no consigue crear figuras gigantescas que opongan su grandeza al destino, ni personajes arrebatados por una sola pasión e íntimamente vinculados a ella: sus criaturas poéticas lo son de ternura y debilidad. Eurípides es el poeta antiheroico, el de los sentimientos delicados y afectuosos y el de la humanidad; y por su carácter doliente sólo resulta posible encontrarle un solo hermano espiritual: Virgilio.
Citemos, para un estudio completo de las fuentes sobre la vida de nuestro autor, la obra de W. Schmid-O. Stählin, Geschichte der griechischen Literatur (Munich, 1940, I, 3, pp. 309-310). Una de las mejores interpretaciones dadas hasta ahora acerca de la poesía de Eurípides es la de G. Perrotta, I tragici greci (Bari, 1931, pp. 151-234).
U. Albini