Nació en tomo al 340 en Roma, donde murió hacia el 402. Política y culturalmente, fue el representante más ilustre de la aristocracia romana. Hijo de Lucio Aurelio Araunio, que había desempeñado elevados cargos públicos, heredó de su padre, junto con los numerosos bienes y el prestigio político del mismo, un espíritu prudente y moderado. De manera firme y persistente fue ascendiendo, de gobernador de Lucania (365) a procónsul de África (373), prefecto de Roma (384-85) y cónsul. Ya en la cumbre de la gloria, y convertido en autorizado intérprete de la nobleza de la capital y en alma del Senado — al que llamó «lo mejor del género humano» —, quiso reunir en su persona, según el ejemplo de los antiguos patricios, los honores religiosos y civiles, y añadió a los haces de los lectores anexos al consulado la mitra sacerdotal vinculada al cargo de Pontifex Maximus. Su fama de administrador integérrimo y de político de altos vuelos fue igualada por su autoridad literaria. Como poeta, cantó las playas de Bahía, región de volcanes coronada de pámpanos.
Orador elocuente, fue celebrado como autor de panegíricos perfectos (uno dirigido a Graciano y dos a Valentiniano I) y de Discursos (v.). Prosista elegante, sus Epístolas (v.) arrebataban a los hombres de buen gusto, que hubiesen querido escribirlas en rollos de seda. En calidad de crítico, admiró a Ausonio, a quien comparó en cierta ocasión a Virgilio, y descubrió no solamente al retórico Palladio, sino también a San Agustín. Se le ofrecían, cual si de un señor de las letras patrias se tratara, las primicias de las lecturas y de las declamaciones públicas. Sin embargo, el prestigio de que disfrutó entre sus contemporáneos no responde al valor real de su obra. Así, por ejemplo, las Epístolas, en diez libros (los primeros nueve de cartas privadas, y el décimo de «relationes» oficiales dirigidas a los distintos emperadores), si bien revelan una evidente preocupación de estilista y literato, adolecen de artifiiciosidad y falta de vigor.
Más animados y espontáneos debieron de ser quizás el ambiente y el tono del Indiculus, texto actualmente perdido en el cual Símaco reunió una serie de detalladas crónicas de la vida ciudadana. Redundantes y enfáticos resultan, en cambio, los Panegíricos y los Discursos; por el contrario, las Relationes, redactadas en un estilo más simple, gozan de mayor aprecio. La única obra en la que el autor aparece todavía hoy en su característica personalidad de romano de la decadencia, es la Relatio ad Valentinianum 11 (del 384), destinada a obtener la revocación del decreto de Graciano (382) referente al culto; en ella Símaco desahoga libremente, en páginas vibrantes de auténtica poesía, su sueño de una restauración pagana y su melancólica y resignada conciencia del inevitable ocaso del Imperio.
C. Falconi