Publio Virgilio Marón

Nació en Andes (actualmente Pietole?), cerca de Mantua, el año 70 a. de C. Era hijo de un hombre de modesta condición y llegado a cierto bienestar gracias a la agricultura. Realizó sus primeros estudios en Cremona, y en 55 ó 53 asumió la toga viril (el mismo día de la muerte de Lucrecio, según una tra­dición que pretende vincular idealmente a los dos poetas con el nexo de una herencia literaria). Trasladóse pronto a Roma, y, de acuerdo con la costumbre, estudió retórica; no obstante, sintióse atraído más bien por la poesía de tendencia neotérica y por la filosofía epicúrea de la escuela de Nápoles (en esta ciudad parece haberse empezado a relacionar con Horacio). A la tradición neo­térica debe Virgilio el carácter helenístico de las Bucólicas (v.), la afición al episodio senti­mental, y la perfección de la forma.

Su inclinación al epicureismo era en parte in­fluencia de Lucrecio, que en poesía hallá­base vinculado a Ennio, por encima de la reforma neotérica. Virgilio representa el encuen­tro de dos culturas, la arcaica y la nueva; parecidamente, en su protector Augusto las antiguas instituciones republicanas modera­ban las tendencias de un cesarismo de gusto oriental. Octavio protegióle desde que el poeta acudió a él para recobrar los bienes paternos, perdidos a causa de las concesio­nes hechas a los veteranos después de Filipos. Entre los años 42 y 39 escribió Virgilio las Bucólicas, diez composiciones en hexámetros de tema pastoral; es famosa la cuarta, aun cuando no sea sino por la interpretación que dió de ella la Edad Media al conside­rarla profecía del advenimiento de Cristo : al cantar el nacimiento de un niño, posible­mente el hijo de Asinio Polión, el poeta se sirve de motivos literarios del misticismo oriental y del mesianismo hebraico. Bajo el elemento cultural de la obra palpita la intensa aspiración a un mundo renovado, como el que prometía Augusto.

El gran mo­delo de las Bucólicas, empero, es Teócrito, poeta grato a los «neoteroi», y presente en particular en el ambiente arcàdico, ajeno a la historia, y situado entre los encantos de la naturaleza, los amores con las ninfas y los certámenes de canto de los pastores; este clima de ensueño invade églogas como las V (si la muerte de Dafnis no alude a la apoteosis de César), II, III y VIII. Entre otras, en cambio, se hallan temas de actua­lidad; así en la I, en la que el poeta, bajo el aspecto del pastor Títiro, manifiesta a Augusto su gratitud por la restitución de sus tierras (a cuya pérdida se refiere tam­bién la égloga IX). La X es un tributo a la amistad que une a Virgilio con Cornelio Galo, de quien derivan literalmente algunos versos y cuyos amores y poesía se cantan. La imita­ción literaria tiene por base una humanidad reflexiva y madurada entre experiencias dolorosas y una aguda nostalgia por la vida de los humildes.

El paisaje es mantuano, siquiera con caracteres arcádicos y, antes que realidad geográfica, expresión de un estado de ánimo. La naturaleza aparece proyectada en la historia de tal suerte que los pastores siguen siendo figuras simples y humanas incluso cuando se prestan a una interpretación alegórica. Realidad e imagi­nación se encuentran en un plano senti­mental ajeno al tiempo y al espacio. Virgilio, mientras tanto, entraba en el círculo de Mecenas, y a través de éste entrechaba sus relaciones con Augusto. A aquél, quien le estimulara a la composición de la obra, dedicó las Geórgicas (v.), integradas por cuatro libros que tratan, respectivamente, del cultivo de los campos, del de las plan­tas frutales (singularmente la vid), de la cría de animales domésticos y de la apicul­tura, y reanudan, por un lado, la tradición de la poesía didáctica helenística, y, de otra parte, el estilo poético y la amplitud de miras de la obra lucreciana; por encima de todo, empero, domina la personalidad del poeta, que sabe ofrecer una creación inten­samente original por cuanto íntimamente adecuada al temperamento del autor, y cuyo tema hallábase vinculado a un proyecto de Augusto, quien pretendía levantar la agri­cultura de la crisis de las guerras civiles.

La alusión del autor a Hesíodo al denominar «ascreo» su propio canto, es más bien el homenaje a un poeta considerado clásico, una aproximación ideal; Virgilio, en realidad, no debe mucho al griego, con el que solamente tiene de común el sentido religioso del tra­bajo. La materia de la obra procede de Catón, de Varrón y de algunas fuentes grie­gas, y en buena parte de la experiencia personal. Modelo poético, más bien que verdadera fuente, es Nicandro de Colofón. Inconfundiblemente virgiliano resulta el es­píritu que alienta en la obra: la fraternidad con la naturaleza, la humanidad que el autor confiere a las cosas, y la necesidad de una evasión de los acontecimientos políticos para buscar refugio en la vida agreste como en un puerto de paz, ingenua e instintiva más bien que epicúrea. Entre los episodios destacan por su elevación poética el canto de la edad de oro, las alabanzas a Italia, la figura del anciano Coricio, ejemplo de se­rena sabiduría, y la fábula de Aristeo (en la que aparece incluida, con una técnica he­lenística, la de Orfeo y Eurídice).

Ésta, con las cadencias del epilio, da fin al poema en medio de una visión panteísta de la na­turaleza, y dentro de la conciencia de su carácter providencial. En otras partes pue­den hallarse notas más lucrecianas; así, por ejemplo, en la descripción de la epizootia, comparada a la «peste de Atenas» del libro VI de Lucrecio. Virgilio carece, empero, de la inspiración cósmica y la fantástica exal­tación del autor de De natura rerum; su dolor resulta más plácido, y la conciencia de la naturaleza menos dramática y más concreta, procedente de una experiencia de la vida rústica y de su vida nostálgica. El género didáctico es helenístico; sin embargo, Virgilio no se preocupa del aspecto técnico, por cuanto escribe para Augusto y no para los agricultores, de quienes exalta, antes que la habilidad, la vida instintiva y la ingenua serenidad. El espíritu de las Geórgicas halla muchos ecos en la Eneida (v.), el poema nacional en doce libros que el poeta empezó a componer tras la batalla de Actium.

Se trata de hallar el origen de la predestina­ción del pueblo romano al Imperio en el episodio de Eneas, fugitivo de Troya y fun­dador de una nueva estirpe en el Lacio: así, el hijo del héroe, lulo, será el epónimo de la «gens Iulia» y del linaje de los Césa­res, y el novelesco tema del amor infeliz de Eneas y Dido (un epilio inserido en el epos) el «aetion» de la explicación remota de la gran lucha entre Roma y Cartago. Todo el poema está regido por la conciencia de una misión civilizadora que los acon­tecimientos reservan al pueblo romano como premio a la «pietas» de Eneas, y cuyo cum­plimiento se realiza en la persona de su descendiente Augusto. De esta suerte, el género etiológico, ideado por los alejan­drinos para hacer de un canto legendario un pasatiempo erudito, aparece vinculado, en el ámbito romano, a la historia: el episodio de Eneas, aun cuando mito, es también razón de ésta.

Más allá de Ennio, Virgilio tiene asimismo como primer modelo a Homero: la Ilíada se halla presente en la segunda parte del poema (el canto de las guerras del Lacio), y la Odisea en la pri­mera (las, peregrinaciones y aventuras de Eneas); la materia del segundo libro, que narra la destrucción de Troya, proviene de algunos poemas menores del ciclo troyano. Además de innumerables coincidencias (se­mejanzas, expresiones y fórmulas épicas), se da, en muchos episodios, la evocación de otros pasajes homéricos (asambleas de dio­ses, ceremonias fúnebres, duelos, etc.), a menudo puestos al servicio de la glorifica­ción de la Roma de Augusto (como ocurre en las profecías «ex eventu» a las que aparecen vinculados el motivo tradicional del descenso a los infiernos o el del escudo de Eneas). En tal emulación de Homero Virgilio no hace sino seguir el ejemplo de Ennio, de quien recibe también cierto matiz arcaico; tiene asimismo presentes, empero, a Lucre­cio y Catulo, que se unen en la síntesis de la tradición nacional y las experiencias neotéricas llevada a cabo por el autor.

La crí­tica relacionada con Norden tiende a subva­lorar las derivaciones de Catulo y Lucrecio y a vincularlo todo al modelo común, Ennio; ello resulta justo en muchos casos, incluso en algunos bien determinados; pero no puede convertirse en criterio absoluto de juicio: varias derivaciones de Catulo y particularmente de Lucrecio son demasiado transparentes y coincidentes para que re­sulte posible negarlas. Tendencia helenís­tica, revelan diversos elementos de técnica poética y métrica, el recurrir a motivos etiológicos incluso particulares, la erudi­ción mitológica y geográfica, y, singular­mente, la afición al episodio romántico y a la humanización del mito. Más arcaica aparece la figura de Eneas, no modulada en matices psicológicos y sentimentales, y única y enteramente vinculada a una misión que debe cumplirse religiosamente: sus ras­gos humanos residen en una lucha interna entre el deber y el sentimiento, en un dolor siempre dominado y reprimido, en antítesis con la figura apasionada y humanísima de Dido.

Eneas, símbolo de la «pietas», nunca deja de ser un personaje madurado entre estas experiencias íntimas, de las que su descendencia romana recogerá el fruto y el premio; se trata de una figura hierática, la cual, poseedora de una dramática movi­lidad, refleja casi la severidad de la reli­gión de Roma. El espíritu itálico y romano del poema se halla más bien en los motivos procedentes de las Geórgicas, en el senti­miento nacional, en el culto del heroísmo, en los episodios de Evandro, Eurialo y Niso, y Camila, en la visión de los paisajes, en la expresión de los afectos hogareños, en la profundización del dolor humano y en el afán de una inasequible fraternidad entre los hombres, y entre éstos y las cosas. Según la tradición, Virgilio, próximo a la muerte, ha­bría intentado la destrucción del poema, que permaneció incompleto, y prohibido luego por testamento su publicación; Augusto, em­pero, no lo permitió, y, así, la obra ha lle­gado hasta nosotros cual la dejara su autor, sin los últimos toques.

La crítica discute mucho acerca de la génesis del poema, so­bre el orden de composición de los distin­tos libros, y anda buscando incoherencias y contradicciones; vacila asimismo respecto de la autenticidad de algunos versos y gru­pos de ellos (en este aspecto prevalecen actualmente los criterios conservadores, ex­cepto en cuanto a los cuatro versos que, de acuerdo con cierta tradición, habrían pre­cedido el primero del poema y sido supri­midos por Vario). Cuestión más grave es la atribución de un conjunto de pequeños poemas considerados por Donato y Servio obra de Virgilio y llegados hasta nosotros en el Apéndice virgiliano (v.): Ciris, breve poe­ma sobre la pasión delictuosa de Escila por Minos y su transformación en pájaro mari­no; Culex, en el que el espectro de un mos­quito se aparece en sueños a un campesino que había dado muerte al insecto; Copa, mesonera que llama a los transeúntes a su taberna; Aetna, pequeño poema científico, etcétera.

En el Appendix pueden leerse toda­vía, además de las composiciones menciona­das por Donato y Servio; Moretum, descrip­ción de la elaboración de una torta rústica, un breve poema titulado Lydia, y otras. Algunos de estas obritas (Aetna, por ejem­plo) son, seguramente, apócrifas; respecto de otras (singularmente Culex y Ciris) sigue discutiéndose todavía, aun cuando se oponen a la autenticidad graves indicios que permiten suponer fundadamente la pre­sencia de inhábiles imitaciones y reconsti­tuciones de versos de Virgilio y Ovidio incluso, y nos inducen, por ello, a considerar tales poemas falsificaciones, intencionadas o no, y generalmente de la época de Tiberio. A veces se da una importancia excesiva a testimonios internos, más falaces de lo que suele creerse, en tanto los datos internos (confrontaciones con las obras virgilianas seguras) se aducen en ciertas ocasiones como prueba de tesis opuestas, en favor de la autenticidad o contra la misma, y no siem­pre aparecen analizados con suficiente pro­fundidad.

En realidad, si un pasaje no que­da inserido en el contexto con la misma coherencia que en el Virgilio auténtico, es razo­nable pensar en una posible imitación, y no cabe solventar la dificultad relegando la obra discutida a la producción juvenil o menos madura; mayor imprudencia suponen los juicios impresionistas, demasiado subje­tivos y elásticos. En particular, debe tener­se en cuenta que la inmensa fortuna de Virgilio a partir de la época de su muerte se ha manifestado precisamente a través de una multitud de imitadores, más o menos celo­sos y pedestres, de acuerdo con la variable intensidad del carácter mecánico de su estu­dio del poeta, y que juzgan no irreverente, sino más bien homenaje al autor y a su fama al recurrir abiertamente a su obra y la introducción de versos de aquél en los propios ejercicios de versificación.

Ello dio lugar al florecimiento de una literatura que partía de ensayos, como Ciris, no carentes de relieve artístico, y llegaba hasta los «cen­tones», artificiosas composiciones equivalen­tes a un mosaico de los motivos más diver­sos, paganos o cristianos, mezclados por completo a hemistiquios y versos virgilianos. Juntamente con la de Ovidio, la obra de Virgilio hubo de soportar tales ejercicios has­ta los umbrales de la Edad Media, y con singular insistencia durante los siglos V y VI. Los primeros testimonios de la celebridad del gran poeta latino provienen de Propercio y Horacio, y son contemporáneos del autor; siguen luego sin interrupción, y lle­gan desde los frecuentes ecos de Ovidio hasta las extensas citas de Séneca. En el curso del período de los Flavios profesá­ronle una devota admiración Estacio y Silio Itálico.

La difusión de Virgilio en las escuelas aparece atestiguada por la gran abundancia de comentarios de los siglos IV y V: así, los de Elio Donato (hoy perdido), Tiberio Donato, del seudo Probo, Macrobio y Ser­vio, el principal; a ello cabe añadir los di­versos escolios anónimos. Durante la Edad Media la figura del poeta viose envuelta por un halo de magia, y el florecimiento de una serie de leyendas hizo de aquél un tauma­turgo : famoso es el sentido que se dio a la égloga IV, considerada una profecía de Je­sucristo; y no hay que recordar la labor de interpretación alegórica y moral que llenó la Edad Media. Dante, en su gran poema, convierte a Virgilio en símbolo de la más ele­vada sabiduría humana. Petrarca estudiólo apasionadamente, e inició una exégesis crí­tica de los textos virgilianos, a los cuales, por otra parte, consideró tránsito entre la romanidad y el nuevo espíritu itálico. Las Geórgicas y las Bucólicas inspiraron toda la poesía pastoral y didáctica del Renacimien­to.

La Eneida, en cambio, facilitó inspira­ción episódica a Ariosto; más tarde, Tasso asimiló su fondo en una meditación y una imitación más amplias. Annibale Caro fue el traductor grandilocuente del poema virgiliano. También las épocas sucesivas reco­nocieron la grandeza de Virgilio, que ni la faná­tica exaltación del mundo griego llevada a cabo por el Romanticismo pudo relegar al olvido; sea como fuere, el neoclasicismo rei­vindicó para siempre la significación huma­na y poética de la obra de aquél. Pascoli, finalmente, fue su heredero espiritual más directo.

A. Ronconi