Prosper Jolyot de Crébillon

Nació en Dijon el 13 de febrero de 1674 y murió en París el 17 de junio de 1762. Hijo de Melchior- Jolyot, canciller jefe de la corte condal de Dijon, realizó sus primeros estudios con los jesuitas y trabajó luego con un procu­rador de París, quien secundó sus tenden­cias literarias y le animó a seguir adelante cuando vio rechazada la primera tragedia de C. En 1703, la obra de este mismo género Idoménée fue calurosamente acogida por el público; idéntico éxito conoció Atrée, re­presentada en 1707.

Sin embargo, el padre del trágico, insatisfecho de estos triunfos y debido a un matrimonio que no aprobaba, desheredó a su hijo, quien a partir de en­tonces se dedicó exclusivamente al teatro. Después de los dos textos citados1 escribió Electra (v.); pero la fama del autor quedó vinculada a su obra maestra Radamisto y Zenobia (v.), de 1711.

Luego inició ya el declive, con Xerxés (1714, v. Jerjes) y Semíramis (1717), hasta que, por último, el fracaso de una nueva producción, en 1726, le mantuvo alejado de la escena durante veintidós años. Abandonada la sociedad culta, aislóse en una absoluta soledad, a la que llegaron, sin embargo, inesperadamente en 1731 los votos de la Academia Francesa; en su ingreso pronunció un discurso en verso.

No obstante, la vida ociosa y solitaria de C. no cambió hasta que Mme. de Maintenon le indujo, por encargo de Luis XIV, a terminar Catilina (1748, v.). En 1754 puso fin a su labor con Triumvirat. Clamoroso resultó su debate con Voltaire, quien le superó al tratar sus mismos temas en Semíramis, etc., y dedicóle un Éloge (1762). Aparte de un lenguaje no cultivado, un estilo enfático y una débil versificación, el defecto mayor de las tragedias de C. reside en su estructura, propia de una novela escenificada, turgente y cruda, con un des­arrollo de caracteres y pasiones sacrificado por completo a la intriga.

Sus afirmaciones de que Corneille habría robado el cielo y Racine la tierra y, por tanto, sólo le que­daba a él el infierno, resultan insuficientes para justificar el carácter truculento y te­nebroso de los finales de sus obras.

C. Falconi