Platón

Nació en Atenas, de familia noble, en 428 ó 427 a. de C., y murió en la misma ciudad en 347. Su verdadero nombre era Aristocles, pero fue llamado Platón por su maestro de gimnasia por sus anchas espal­das. Era, en efecto, bello y perfecto física­mente. Quizá militó de joven en las filas del partido aristocrático; pero bien pronto, disgustado por las mezquinas maniobras de los politicastros, se retiró de la vida polí­tica. Bien por estas circunstancias, bien por los acontecimientos políticos de que fue espectador y por la ruina de su patria, se agudizó en él el deseo de un Estado mejor y más justo. Así, fracasado el hombre de estado, nació el pensador político de la República (v.) y de las Leyes (v.). Fue discípulo de Cratilo, seguidor de Heráclito y de los sofistas. Habiendo conocido a Só­crates, quedó estrecha y profundamente vin­culado a su doctrina y a su persona; fue su fidelísimo discípulo durante casi un decenio y asimiló del maestro el hábito dialéctico y la problemática. El «hombre Sócrates» impresionó a Platón más que su filo­sofía, hasta el punto de que a muchos años de distancia se agiganta de un modo extra­ordinario la figura del maestro en casi todos los Diálogos.

Platón pasó su juventud en Atenas, todavía espléndida, aunque ya en declive, atormentada por la guerra (la del Peloponeso que concluyó de un modo desastroso) y por revueltas políticas (derrumbamiento de la democracia y oligarquía de los Treinta Tiranos; regreso de los desterrados y res­tauración democrática), consumida por los odios partidistas y por el libertinaje. Des­pués de la muerte de Sócrates, algunos amigos del filósofo condenado (el de Sócrates, como el de otros muchos, fue un proceso político) abandonaron Atenas, y entre ellos Platón, atraído hacia otras ciudades en las que florecían escuelas filosóficas. Se dirigió en efecto en 399 a la de Euclides en Megara y probablemente de allí marchó a Cirene y a Egipto. Tras un breve retorno a Atenas, viajó por la Italia meridional, estrechando relaciones con los pitagóricos, especialmente en Tarento, donde entonces era jefe de la escuela Arquita. En 390 fue a Siracusa, a la Corte del tirano Dionisio, donde estuvo cerca de tres años, con la esperanza de poner en práctica sus ideales políticos, apoyado también por el pitagórico Dion, jefe del partido aristocrático y cuñado de Dionisio.

Pero despertó las sospechas del tirano, que lo entregó a un embajador es­partano como prisionero de guerra. Parece que fue liberado por su amigo Annicerides, filósofo cirenaico. Hacia el año 388 volvió a Atenas y fundó allí la Academia, en la que, durante casi cuarenta años, desplegó su actividad de maestro y escritor. Muerto en 368 Dionisio el Viejo, y habiéndole sucedido Dionisio el Joven, Dion invitó de nuevo a Platón a Siracusa. También esta segunda tentativa política fracasó y el filósofo regresó desilu­sionado a su patria. También fue desafor­tunado un tercer viaje (361) de Platón, para conciliar a Dion y Dionisio, y corrió grave peligro que pudo eludir gracias a la intervención del gobierno de Tarento, dirigido por el pitagórico Arquita. Platón no se mezcló al parecer en asuntos políticos: concentró toda su actividad en la dirección de su escuela. Se dice que la muerte lo sorprendió plácidamente cuando asistía a un banquete nupcial. Platón es uno de los raros genios uni­versales que ha tenido la humanidad, siendo al mismo tiempo un gran filósofo y un gran escritor. No ha habido escuela filosófica o filósofo que no haya sentido su influencia. De Platón conservamos 36 diálogos, sobre cuya autenticidad y sucesión cronológica no ha llegado todavía la crítica a conclusiones definitivas. Hoy los eruditos están casi de acuerdo en agruparlos en el siguiente orden, según el desarrollo del pensamiento plató­nico:

1) Diálogos socráticos o juveniles, alguno de ellos quizá escrito en vida del propio Sócrates, en los que falta todavía un pensamiento personal y se expone o se defiende la doctrina socrática. Citemos: el Laques (v.), el Cármides (v.), el Eutifrón (v.), Hipias menor (v.), Apología de Sócra­tes (v.), Critón (v.), Ion (v.), Protágoras (v.), Lisis (v.).

2) Diálogos polémicos con­tra los sofistas, en los que el pensamiento sofista aparece sometido a una cerrada crí­tica bajo los aspectos lógico, ético y polí­tico y se defiende en ellos la filosofía de Sócrates. En estos diálogos aparece el pri­mer bosquejo de la doctrina de las ideas y los indicios de que Platón se erigirá dentro de poco como árbitro entre los sofistas y Só­crates. Citemos: Gorgias (v.), Menón (v.), Eutidemo (v.), Critias (v.), Teetetes (v.) que para algunos destacados intérpretes corresponde al cuarto período —, Meneeno (v.), Hipias mayor (v.), entrambos de du­dosa autenticidad.

3) Diálogos de la ma­durez, en los que se desarrolla la doctrina de las Ideas, esto es, los temas fundamentales de la filosofía platónica. Citemos: Fedro (v.), el Banquete (v.), Fedón (v.) y República (v.).

4) Diálogos de la madurez tardía, en los que el filósofo somete a revi­sión crítica su teoría de las Ideas, ya criti­cada en la misma Academia y en otras escuelas filosóficas. Citemos: Parménides (v.), el Sofista (v.), Político (v.), Filebo (v.), Timeo (v.). Obra de vejez, incompleta y resultado quizá de apuntes tomados simul­táneamente por algunos alumnos, son las Leyes. Muy discutida es la autenticidad de las Epístolas (v.).

Platón es el filósofo de las «ideas», de las cuales son imágenes los conceptos de la mente humana y las cosas. De ahí la existencia de una realidad dis­tinta de la mental y de la sensible, es decir, el mundo de las esencias ideales, universa­les, incorpóreas y eternas, que él llama «ideas». De ahí, por lo tanto, un mundo de ideas trascendentes, fuera del espacio y del tiempo, más allá del mundo sensible y de los límites del pensamiento. El «ser» es la «idea»: he aquí la gran tesis metafísica de Platón y del platonismo auténtico. Aquello que no es idea sólo es ser en cuanto participa de la idea. Descubierto el mundo de las ideas, queda por explicar el origen de los conceptos y del mundo físico, al que está ligado el problema del conocimiento. A tra­vés de los grados de la «conjetura» o cono­cimiento de las imágenes, del conocimiento «perceptivo» o «creencia» y del conoci­miento de la matemática, o «razonamiento» que, aunque considere las esencias en lo universal, debe siempre servirse de objetos particulares, se llega al conocimiento filo­sófico o de las esencias, la «inteligencia» con la que se aprehende (aunque nunca de un modo pleno y perfecto hasta que el alma se une a un cuerpo) el Ser absoluto, las ideas. Allí se termina la «ascensión dialéc­tica» del alma.

Para Platón, el alma encuentra en sí los conceptos (no las ideas), no los crea: el «conocimiento intelectual es in­nato». El hombre no podría tener nunca conocimiento de esencia alguna si ella no estuviera ya en él. Las cosas sensibles sólo son un estímulo para descubrir en nosotros la verdad innata. Los dos primeros grados de conocimiento, por tanto, hacen «recor­dar» la verdad olvidada: el conocimiento, para Platón, es «recuerdo». La experiencia cons­tituye sólo una ocasión para hacer recordar la verdad que existe ya en el alma, anterior a ella. Pero basta que vislumbre el indicio de una realidad superior, para que el alma, si filosofa, vuelva las espaldas al mundo sensible, y para que la mirada del intelecto escudriñe afanosamente la luz de lo inteli­gible. La sensación tiene, para Platón, un valor «instrumental»: sugiere, despierta la idea a quien sabe adquirir conciencia de la lla­mada a la Esencia eterna y perfecta, de la que son copias las cosas sensibles. La sensa­ción constituye el primer momento de la dialéctica: no conclusión, sino punto inicial del conocimiento. El problema del conoci­miento suscita nuevas cuestiones:

1) ¿Cómo se encuentra el alma en posesión del saber?

2) ¿Por qué el mundo sensible despierta el saber innato y dormido en ella? Para res­ponder a estas preguntas es preciso volver a ocuparse del problema metafísico del origen y de la esencia del alma, y el de la formación del mundo sensible.

Creencias misteriosas órfico-pitagóricas son necesarias para resolver los dos problemas capitales. Según estas creencias, Platón considera al «alma intelectiva» como una entidad metafísica absolutamente simple. Ella pertenece ori­ginariamente al mundo de lo inteligible, desde el cual — por necesidad natural o por expiar una culpa — pasa al cuerpo, su cár­cel o tumba. La parte inmortal del alma ha sido formada por el Demiurgo o Artífice divino, con la mezcla de los mismos ele­mentos de que está compuesta el Alma del mundo. Antes de venir a habitar en un cuerpo, las almas «ven», unas más otras menos, el Mundo de las Ideas. Así adquieren conocimiento de la Realidad eterna e in­mutable, y mientras viven en aquel mundo tienen plena posesión de las Esencias, las intuyen, las comprenden absolutamente. Al caer en el mundo visible se revisten de despojos mortales a los que permanecen ligadas durante el curso terreno de la vida. El cuerpo tiene también un alma propia, un «alma irracional», dividida en «iras­cible», impulsiva y «concupiscible», entregada a deseos innobles.

El alma, caída desde el mundo invisible al cuerpo, manchada y perturbada por el elemento irracional, olvi­da el conocimiento de las ideas, yerra en el juicio, atraída y arrollada por lo sensible. Sólo si el alma racional o intelectiva con­sigue frenar a las otras dos, puede poco a poco «purificarse» de lo sensible (la ascesis gnoseológica es, al mismo tiempo, perfec­cionamiento moral) y volver a ser pura. Refrenada, el alma irracional constituye un elemento positivo de la ascensión dialéctica: a través de las imágenes sensibles despierta la dormida intuición primitiva e innata de las ideas y hace que el hombre sea sabio («filósofo»). Si el alma preexiste a su unión con el cuerpo, consigue que sobreviva a la muerte de él: la preexistencia demuestra, en cierto modo, que el cuerpo no es indis­pensable a su existencia. Es ésa una de las pruebas de la inmortalidad del alma racio­nal, tema tratado en el Fedón. Las demás pueden resumirse así:

a) lo contrario engen­dra lo contrario: de la vida viene la muerte; de la muerte viene la vida;

b) el alma, simple por esencia, es semejante a la idea, y por ello inmutable como ella (de todas las pruebas, ésta es la más consistente);

c) al alma le es esencial la vida, y por ello excluye su opuesto, que es la muerte.

El ansia indomable y la perenne inquietud del alma, que la impulsan a la posesión de la verdad, se expresan por Platón en el concepto de Eros, del Amor, al que, además de otros diálogos, está dedicado el Banquete.

Eros es el «demonio» intermediario entre los dioses y los hombres, el hijo de Poros y de Penia, indigente como su madre y osado conquistador como su padre. Eros, genio de la especie, que se continúa más allá de los mortales, genio creador de obras, al que el individuo se sacrifica para que su nombre quede en la memoria de los futuros, es la aspiración infinita del alma humana, natu­ralmente filósofa; es el aguijón que la im­pele a ir lejos; es la vocación de lo eterno, en nosotros, pobres seres, pero hechos para el infinito; es el dinamismo interior del espíritu, siempre insatisfecho de lo que está siempre más deseoso, de lo que lo completa y le da finalidad. Eros es la filosofía indomable, la búsqueda inextinguible, en su ros­tro perenne de audaz y osada conquista­dora de la verdad y olvida que, a toda adquisición de nueva y parcial riqueza, muestra la inmensa pobreza de lo que toda­vía le falta, de lo infinito. Y sin embargo, el Eros platónico continúa siendo siempre un acto negativo y no positivo, una carencia, una imperfección. Platón no conoció el concepto cristiano del amor como dato positivo y como perfección. Si de los objetos sensibles, dice Platón a propósito del problema del origen y de la formación del mundo, nosotros, por abstracción, prescindimos de aquello que los individualiza y les da una forma por la cual cada uno de ellos es lo que es, sólo queda una «materia informe».

Ella es el «substrato» del mundo físico, la irracionali­dad absoluta, la Necesidad, el No ser res­pecto al Ser en sí o Mundo de las Ideas. La materia existe «ab aeterno» y el Artífice divino o Demiurgo se la encuentra delante, rebelde a dejarse informar, materia sorda que resiste a la forma, cuando quiere orde­nar un mundo sensible a imitación del Mundo de las Ideas. El Demiurgo da al espacio indeterminado las determinaciones, a la masa informe las formas, es decir, hace que aquel substrato amorfo participe del orden y de la forma ideales. Forjado el «cuerpo del mundo», le infunde al Alma fuerza vital y consciente, que gobierna y vivifica la materia. Así ha formado el Demi­urgo el mundo sensible, el mejor de los mundos posibles, resultante de racionalidad e irracionalidad, de elementos materiales y de elementos ideales, de ser y de no ser. El mundo sensible en lo que tiene de orden y de armonía es un reflejo del mundo ideal; el cuerpo, si está bien disciplinado, puede ser un colaborador y no un enemigo del alma, instrumento de nuestra perfección. Cuanto más débil es el cuerpo, más fuertes son los estímulos de los sentidos: es mejor, pues, robustecerlo por medio de la gimna­sia, de modo que sea armónico y bello; también él imagen de la belleza ideal. Pero la verdadera educación es la del alma, que culmina en la dialéctica: sólo la educación del espíritu hace a los hombres sabios.

Las dos formas de educación hacen que en un cuerpo «bello» haya un alma «bella». Edu­car el cuerpo es frenar sus impulsos iras­cibles y concupiscibles, es decir, moderar la audacia desenfrenada y los apetitos del alma irracional, de modo que llegue a ser fuerte y moderada. Con todo, quien lleva a cabo estas virtudes es siempre el alma racional, cuyo objetivo es la verdad; por ello es sabia, es decir, libre ya de las seduc­ciones de los sentidos y dueña de sí misma. Cuando el hombre es sabio, y por consi­guiente fuerte y moderado, entonces vive como es justo que viva, y actúa la cuarta virtud: la justicia. Fortaleza, templanza y justicia, y por encima de todas la sabiduría o contemplación de las ideas. El carácter ascético de la ética platónica resalta toda­vía más en su pensamiento político. El hom­bre tiene tendencia natural a asociarse: aisladamente no puede realizar su bien. La organización social capaz de asegurar la justicia es el Estado. Para Platón el Estado es como un organismo, un hombre en grande, y como éste, resultante de partes cada una de las cuales deben contribuir con sus pro­pias funciones, para que se realice la jus­ticia. Las clases que lo componen son tres, correspondientes a las tres partes del alma humana. A la parte concupiscible corres­ponde la clase de los productores (artesa­nos, agricultores, comerciantes) entregada al deseo de ganancia; a la parte irascible, la clase de los guerreros, valerosos y auda­ces; a la parte racional, la clase de los go­bernantes.

Ahora bien, a fin de que se realice la justicia en el Estado (hay que recordar que para Platón es siempre la «polis» ciudad-Estado) es necesario que cada una de estas clases aplique sus propias funciones con el fin de producir la unidad del Estado, en el cual las partes no obran por cuenta propia, sino en vistas al mismo y único fin. Esta finalidad se puede alcanzar a condición de que en el Estado mande la clase de los sabios, la única que conoce la verdad y el bien, y las otras dos, refrenadas por aqué­lla, colaboren para que el Estado pueda lograr su propio fin, que es el de realizar la justicia. De esa manera, la clase de los trabajadores, guiada por la racionalidad de los sabios o regidores, llega a ser moderada: la clase de los guerreros, fuerte; y la re­sultante es el Estado justo. Pero como he­mos visto en el individuo, las tres virtudes se realizan por la sabiduría de los gober­nantes; sólo la sabiduría es la madre de todas las virtudes. Y como para Platón los sabios son pocos, pocos son los nacidos para go­bernar (y en este sentido dice Platón que deben gobernar los filósofos): su Estado es fran­camente aristocrático. Estrechamente ligado con el problema ético-político se encuentra el del arte.

He aquí cómo plantea Platón el pro­blema: ¿es el arte un medio de elevación moral o, por el contrario, es un obstáculo para ello? Para contestar a esta pregunta, el filósofo indaga la naturaleza del arte y encuentra que es «imitación» del mundo sensible y ordenado a la sensibilidad. Ahora bien, el mundo sensible es una apariencia de realidad y no la realidad: los sentidos son órganos de la opinión y no de la verdad. El arte, pues, está a la altura de la natura­leza corpórea. Además: si es imitación del mundo sensible, como éste es imitación del mundo ideal, el arte es imitación de se­gunda mano y dista tres grados de la reali­dad y por añadidura no imita los objetos como son, sino como aparecen; si es imita­ción de lo sensible, facultades del arte son los sentidos y, por lo tanto, el artista forja sus fábulas sobre los engaños de los senti­dos: la obra de arte es un juego de opinio­nes y el arte, en su consecuencia, se en­cuentra muy distante de la verdad. Si es así, el arte se dirige al alma irracional y rompe la armonía y la unidad de la con­ducta moral. El arte es, pues, una amenaza para la unidad y la armonía de las clases y para la finalidad educativa que el Estado se ha propuesto.

Los poetas, y los artistas en general, no pueden encontrar lugar en la república platónica, salvo que no se de­muestre que el arte, además de ser agra­dable, sea también útil, es decir, moral­mente educativo. Sólo deben ser acogidos en el Estado los himnos a los dioses y a los héroes, por su contenido religioso y moral. El arte en suma no es educativo, porque no es filosofía. Platón reconoce, sobre todo en el Banquete y en Fedro, el valor teorético del arte y su intrínseca finalidad educativa. Por el contrario, reconoce en el Fedro que, de todos los valores ideales, sólo la Belleza se manifiesta de un modo sensible, es «luminosa» a través de lo sen­sible. Expresión del espíritu poderosamente religioso del pensamiento platónico son los «mitos» que abundan en los Diálogos. Se refieren casi todos a la suerte del alma antes y después de la muerte. El alma es concebida como «demonio» y el mito de su preexistencia y de su supervivencia cons­tituye la base de toda la antropología pla­tónica. Por ello la doctrina de la triple división del alma no está concebida como una clasificación de las actividades psíqui­cas, objeto de indagación de la psicología científica de Aristóteles en adelante, dis­tinta de la platónica, cuyo fundamento es religioso. El pensamiento platónico es la expresión más profunda, más filosófica, más rica en sugestiones del pensamiento pagano, con intuiciones que hacen parecer al gran filósofo griego como un precursor y un profeta del Cristianismo.

M. F. Sciacca