(Gabriel de la Concepción Valdés). Poeta cubano n. en Matanzas el 18 de marzo de 1809 y murió en la misma ciudad el 28 de junio de 1844. Hijo del peluquero mulato Diego Ferreu Matoso y de la bailarina española Concepción Vázquez, fue depositado a los pocos días de su nacimiento en la Casa de Beneficencia y Maternidad, de donde toma el nombre de Valdés en recuerdo del general español del mismo nombre fundador del Instituto. Apenas si pudo cursar los elementales estudios, obligado a una dura existencia, primero como aprendiz tipógrafo y después como artesano y mercader. Carece de fundamento la afirmación de que fuera esclavo durante sus primeros años alcanzando la libertad de un tal Plácido Puentes, en cuyo recuerdo adoptaría el seudónimo con que es conocido. En cualquier caso, parece ser que más tarde con alguna ayuda pudo conseguir una mayor formación literaria. En este ambiente de indigencia económica y de nostálgica actividad poética transcurren los años de Plácido. Pero hay todavía un factor más; estamos en el siglo cubano que precede a la independencia, interminable y trágico, de destierros y últimas sentencias. El 21 de agosto de 1844 debía estallar la conspiración llamada de «la Escalera».
La conjura es descubierta por la autoridad española. Entre los detenidos figura Gabriel de la Concepción Valdés, Plácido — parece que no es cierta la intervención del poeta —, que tras un breve período de prisión es fusilado: «iAdiós, mundo! ¡No hay piedad para mí! iSoldados, fuego!» Contaba treinta y cinco años de edad. Dejaba una obra de valor desigual, fácil y melódica, sin originalidad ni fuerza creadora, característica de romanticismo hispanoamericano, pero que en aspectos muy concretos se muestra interesante y a la que en todo caso hay que juzgar atentos a las circunstancias históricas y de formación literaria de la América del siglo XIX. Su poesía se nos aparece ante todo como una insomne prolongación de su vida, como un melancólico eco de ella, esporádico y ocasional y que a fuerza de arrancar de los hechos cotidianos adquiere a veces carácter casi de crónica. No falla el interés por lo social, por lo indígena y por cuanto signifique su redención, pero sin el suficiente impulso que independice el tema y lo constituya en un peculiar mundo. La influencia de Martínez de la Rosa sobre todo, y de Quintana y Zorrilla son evidentes. En resumen, un poeta ingenuo y sencillo, melancólico, cantor de un espíritu consciente y sensible, pero ya desde sus comienzos marcado por una fatalidad de ser irredento, de la que ni siquiera en el propio poema se redime.
Recordamos las letrillas con temas de flores, «La flor del café», «La flor de la caña de azúcar», «La flor de la piña», «La flor y la malva», composiciones quizá algo afectadas, pero de las que emana todo un sentimiento de lo nimio, de la propia insignificancia y pequeñez. Conocida en toda la lírica hispanoamericana es la Plegaria a Dios (que su compatriota Senguily se empeñó en negar que fuera obra de este escritor) compuesta ya en la cárcel y con rasgos de grandeza a lo F. Villon. También en la cárcel compuso los poemas «Adiós a mi lira» y «Despedida dedicada a mi madre»; los romances «Cora», «Rebato en Granada» y «Jijontecal», este último quizá lo mejor de su producción, en un lenguaje entre elegante y castizo, reminiscencia del clasicismo español, y de gran soltura; la leyenda histórica «El hijo de la maldición»; el canto «A la muerte de Martínez de la Rosa»; los sonetos «La muerte de Gessler», «A Napoleón», «El juramento», «A Jesucristo». No falta tampoco la poesía festiva y laudatoria, a menudo frívola según el gusto de su época (v. Poesías). Las ediciones más importantes de sus obras son: Poesías (Matanzas, 1838), El veguero (ídem, 1842), El hijo de la maldición (ídem, 1843), Poesías completas (La Habana, 1886).
El reconocimiento poético de Plácido en Cuba es general, pero es evidente que obra y vida van en este autor selladas por el mismo y desgraciado sino, sin duda un tanto agobiador. Inútilmente buscaremos en su obra un grito salvaje, autóctono, libertador y superador en algún sentido del desgraciado acontecer. «¡No hay piedad para mí!» Pero, en verdad que ni poéticamente supo otorgársela el propio poeta. Queda en cualquier caso su notable aportación a las letras cubanas y su malogrado talento disperso en notables expresiones, presagio de su capacidad artística: «Ser de inmensa bondad, Dios poderoso / a vos acudo en mi dolor vehemente» (de La plegaria a Dios).