Nació el 19 de marzo de 1809 en Sorochincy (gobierno de Poltava), murió el 21 de febrero de 1852 en Moscú. Es muy discutida la posición de G. en la literatura rusa: de representante de la llamada «escuela naturalista» de Bielinski, el iniciador de la corriente realista del siglo XIX, ha pasado a considerársele un precursor de las más modernas tendencias romántico-grotescas. El conocimiento de su personalidad ha contribuido a esta revisión crítica, aunque el conjunto de sus obras no permita negar el significado realista de la influencia que ejerció. Terminados sus estudios en Niezin, donde escribió su primera obra, el poemita Hans Küchelgarten, se trasladó G. a Petrogrado en 1828, con la ilusión de darse a conocer como poeta romántico. Profundamente dolorido por el fracaso inicial, quiere abandonar Rusia para marchar a América; pero sólo permanece un mes en el extranjero.
En 1830 fue durante breve tiempo empleado en un Ministerio y después profesor de Historia. Entra en relación con los ambientes literarios formados en tomo a Jukovski y a Pushkin, y se atrae la simpatía de éstos con las narraciones contenidas en Veladas en la finca de Dicanca (v.), a las que seguirán las reunidas con el título de Mirgorod (v.), en las que al evocar la vida ucraniana logra fundir los elementos realistas con los fantásticos y románticos, no sin revelar ya de vez en cuando un espíritu satírico y cierta tendencia a las situaciones espirituales morbosas. El primero informa la comedia El inspector (v.); la segunda aparece evidente en narraciones como ha perspectiva Nevski (v.), El retrato, Memorias de un loco, publicadas en el volumen Arabescos y contemporáneos de los cuadros realistas — entre satíricos y humorísticos— de Mirgorod (como Propietarios de antaño y La riña de Ivan Ivanovitch e Ivan Nikijorovitch) y por último en una novela histórica a lo Walter Scott, Taras Bulba (v.) (más bien fruto de aquel momento de entusiasmo que había impulsado al escritor a hacerse profesor de Historia que de una espontánea inclinación hacia una escuela que había atraído también, pero con muy distinto resultado, a Pushkin). De todos modos, los años 1832- 36 constituyen para G. años de excepcional variedad e intensidad creadora: a ellos corresponde la iniciación de Almas muertis (v.), cuya primera parte fue publicada en 1842, cuando el autor vivía en el extranjero; había abandonado, en efecto, Rusia a consecuencia de las ásperas polémicas provocadas con ocasión de la representación de El inspector, estrenado el 19 de abril de 1836, polémicas que suscitaron también profundas dudas en su ánimo.
Durante los doce años que pasó fuera de su patria, principalmente en Roma, de 1836 a 1848, G. trabajó sobre todo en Almas muertas. Convencido de su importancia en la literatura rusa, especialmente después de la desaparición de Pushkin, del que se consideraba heredero, sometió a revisión algunas de sus obras precedentes, como Taras Bulba y El retrato y la comedia El casamiento (v.), y escribió otros relatos nuevos, como el grotesco La nariz (v.) y el famoso El abrigo (v.), prototipo de aquella literatura que fue llamada más tarde de los «humillados y ofendidos» o también «humanitaristas», aunque prescindiendo, naturalmente, de aquella originalidad, considerada gogoliana que convertía un héroe de la realidad en un fantasma de gusto romántico en analogía por lo demás con el procedimiento seguido en Almas muertas de interpolar en la narración digresiones de carácter lírico. Sólo más tarde fue posible comprender cuántas elucubraciones personales había esparcido G. en sus obras, cuyo estudio ayuda por ello a descubrir muchos aspectos oscuros de la psicología del escritor.
El mismo plan elaborado por él para la continuación de Almas muertas, concebido no como una novela, sino, como un poema en tres partes, en analogía con los tres cantos de la Comedia dantesca, corresponde también a este orden de consideraciones, porque nos aclara que, pensando en la segunda y tercera partes de su poema como en un Purgatorio y en un Paraíso, se sometía en su realización artística al mismo proceso de purificación moral que experimentaba él mismo en la vida. Convencido de que estaba llamado a realizar elevadas obras morales y no sólo artísticas —convencimiento que se enlazaba con sus primeras ambiciones juveniles — y desesperando quizá de poder enviar con Almas muertas a los hombres el «mensaje» que deseaba, y como para expiar una culpa, reunió en 1847 en un volumen titulado Fragmentos escogidos de la correspondencia con los amigos sus propias reflexiones sobre los principales problemas de la vida de la época, sobre el arte, sobre la religión, sobre la servidumbre, sobre la libertad, sobre los castigos corporales, etc.
Fue como una especie de breviario del oscurantismo reaccionario, en rudo contraste con las ilusiones de sus amigos, que habían visto en él al fustigador de la organización social rusa, al liberal soñador de la redención social. Los Fragmentos escogidos provocaron una oleada de indignación; al año siguiente, emprendía G. una peregrinación a Palestina, de la que regresaba profundamente enfermo de cuerpo y de espíritu. En un estado de semidemencia, destruía lo que había escrito de la segunda parte de Almas muertas, y sumido en la melancolía pareció esperar sólo la muerte, que no tardó en llegar. «Sí — escribió Turguenev al recibir la noticia —, sí, ha muerto ese hombre que compendia en su nombre toda una época en la historia de la literatura rusa.» Que esta expresión de Turguenev respondía a una idea muy difundida en su tiempo se ve confirmado, entre otras cosas, por el hecho de que una de las más famosas obras críticas de la época llevó el título de Ensayos sobre la época gogoliana.
Y a propósito de su autor, Tchemychevski, hay que hacer notar que en aquel momento no veía él tanto el triunfo del realismo como la lucha por su formación en una atmósfera todavía más romántica que realista; aspecto de gran importancia para la valoración definitiva de la obra gogoliana. G. fue, en efecto, realista cuando con sus cuentos ucranianos conquistó al pueblo ruso, porque realista era el espíritu de observación que lo indujo a escribirlos; pero no lo fue cuando quiso disertar sobre este mismo espíritu. Fue realista por el esfuerzo en dibujar de manera realista, pero no por el empleo de los colores; lo fue también por la capacidad de penetración en la psiquis humana, pero no por la incapacidad en liberarse de las supersticiones de sus propias elucubraciones, posiciones todas que lo empujaban hacia los románticos. Vista así su figura pierde quizá a los ojos de quien quisiera conservarla con etiqueta de la «escuela naturalista», pero gana, en cambio, en perspectiva cuando se la considera desde un punto de vista en el que el artista se encuentra en primer plano como creador libre, aun a costa de hallarse muchas veces en contradicción consigo mismo.
Situado en el umbral de la narrativa y del teatro ruso moderno, G. es efectivamente el creador de toda una época que, precisamente porque fue dominada por él, le proporcionó el singular destino de ser discutido con igual fervor y convicción por corrientes diversas, tanto en el campo de la literatura como en el de la vida político-social: realista para unos, romántico para otros; liberal para los primeros, conservador para los segundos. Más que en ningún otro escritor ruso, se ve en él la insuficiencia de las etiquetas y cómo se acumulan y funden efectivamente en el genio innumerables posibilidades de interpretación y valoración. Fue padre del realismo ruso y al mismo tiempo fruto del romanticismo sano o morboso de sus tiempos; pero fue algo más: realista y romántico a la vez, y por ello hijo de aquella Rusia en la que el cielo gris de Petersburgo se confundía con el azul de Ucrania; gris y azul que se confundían también en el genio del escritor.
E. Lo Gatto