Nació en Orihuela el 30 de octubre de 1910 y murió en Alicante el 28 de marzo de 1942. De familia humilde campesina fue pastor de cabras en su mocedad y muy joven se trasladó a Madrid donde se destacó por su poesía colaborando en importantes revistas poéticas españolas. Tomó parte muy activa en la guerra civil española y, ya acabada ésta, anduvo por tierras portuguesas y de regreso a Sevilla y Madrid fue detenido. Por mediación de Neruda, el cardenal Bandrillart intervino a su favor. Indultado, murió de tuberculosis en la cárcel del Reformatorio para Adultos de Alicante. Estaba casado y con un hijo.
En su primera poesía, los críticos señalan influencias demasiado concretas de los poetas más puros de su momento. Por su técnica (no tenía estudios, pero Val- buena Prat lo ha llamado «dominador de la técnica») y por su edad pudiera considerarse un epígono de la llamada generación de 1927. Por su fondo angustiado y patético, con todas las decepciones humanas y todos los pesimismos sociales, un poeta de la muerte y de extraños fatalismos tan tosco y sencillo como lleno de eternos contenidos aprendidos en duros oficios infantiles y agrias experiencias en la lucha por la vida. Su poesía (v. Poesías) se ha enraizado con la de Unamuno. Federico C. Sainz de Robles la encuentra más cerca de la de Antonio Machado. Con todo, no hay duda de que en su base se encuentran fundidas influencias de Garcilaso, Góngora, Quevedo y San Juan de la Cruz. Sus Obras escogidas han sido publicadas en Madrid en 1952. Su primer poemario apareció en Murcia en 1933 y se tituló Perito en lunas. Siguieron otros como el publicado en Madrid (El rayo que no cesa, 1936) y el de Valencia (Viento del pueblo, 1936). El resto de su obra apareció, póstuma, en Buenos Aires, como el Silbo vulnerado (1949).
Han de agregarse sus poemas dramáticos como el auto sacramental Quien te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras (1934, v.) El labrador de más aire (Valencia, 1937) y Los hijos de la piedra (Buenos Aires, 1959), piezas sociales e ingenuas, como la tercera que nos presenta un pueblo de mineros que, cuando muere su patrón, el nuevo les agobia con su despotismo y crueldad (baja los jornales, exige más rendimiento, cierra las minas, pretende a la mujer del pastor, ordena al mayordomo arruinar los ganados, hasta apalear a las mujeres preñadas, etc.). Pero los mineros se alzan con la protesta y la violencia hasta el crimen: matan al mayordomo y cuelgan al patrón por los ojos de unos garfios y lo dejan para los perros… y acaba en represión. La pieza es de un socialismo agrio y, salvo fragmentos aislados, de valores literarios muy modestos.
Su lírica, no obstante sombríos patetismos, impresiona por su áspera emoción. Una dolorosa opresión se opera continuamente sobre su poesía que se manifiesta bajo un velo de queja sangrienta, de elegía ante la muerte y la desventura, de ternura ante la infancia desgraciada y de negra pena en su propia carne porque, desde la cárcel, recibió carta de su mujer en la que le decía que su hijo no comía más que pan y cebolla. Sorprende en H. la corrección de sus sonetos, de un pesimismo lastimero, de un angustiado sentir de ser herido que lastima con su dolor todos los temas. Tal es el soneto cuyo primer cuarteto dice:
«Fuera menos penado si no fuera / nardo tu tez para mi vista, nardo, / cardo tu piel para mi tacto, cardo, / tuera tu voz para mi oído, tuera.»
Amarga como la tuera es su inspiración y es un motivo que repite mucho el poeta («me dieron a mamar leche de tuera», dice en su poema «Sino sangriento») y, a veces, tal vez recuerdo de su vida campesina, su musa se hace ruda en la imagen sencilla y primaria; así en su elegía por la muerte de su paisano Ramón Sijé «a quien tanto quería»:
«Un manotazo duro, un golpe helado, / un hachazo invisible y homicida, / un empujón brutal te ha derribado».
Los tercetos encadenados de esta elegía (apareció en la «Revista de Occidente» y mereció que Juan Ramón Jiménez le llamara «el extraordinario muchacho de Orihuela») expresan la desesperación y el lamento en forma pétrea. Quiere escarbar la tierra con los dientes, «a dentelladas secas y calientes», volver a encontrarlo en su vida de labrador, hablar de muchas cosas con él. En el hosco duelo, la dureza y la ternura labriegas se suceden y coexisten en el estilo agridulce:
«Tu corazón, ya terciopelo ajado, / llama a un campo de almendras espumosas / mi avariciosa voz de enamorado.»
La muerte surge y se filtra por los versos de sus poemas en las más diversas expresiones (el hortelano perseguido «por la sombra del último descanso», «el camino del mar: es decir, el de la muerte», y la obsesionante insistencia «lutos tras otros y otros lutos / llantos tras otros llantos y otros llantos» como en «Elegía Primera» por García Lorca). Y, con la muerte, la pena y las penas («los dulces granos de la arena amarga») y la angustia de la muerte propia presentida, como en El rayo que no cesa porque «algún día — se pondrá el tiempo amarillo— sobre mi fotografía»; y de sentirse en la sombra — «Yo creí que la luz era mía» — en un poema que, aunque acaba con un epifonema de cierto optimismo, nos explica: «Soy una cárcel con una ventana / ante una gran soledad de rugidos». Del barro — la tierra y el trabajo de ella; la materia y la muerte— nos hablará también obsesivamente:
«Me llamo barro aunque Miguel me llame — barro es mi profesión y mi destino».
Como poeta de la muerte lo es también del amor, ya del absoluto como en el poema «Sólo quien ama vuela, pero ¿quién ama tanto?» en que el poeta está descorazonado («pero el amor, abajo siempre, se desconsuela — de no encontrar las alas que dan cierto coraje»), y con motivos de toros y arcángeles nos hablará de la «amorosa y lóbrega tormenta». Los temas de niños («Rueda que irás muy lejos», «A la niña Rosa María», «Nana a mi niño», etc.) contiene secos tonos emocionados. Los alejandrinos distribuidos en el soneto de «Ascensión de la escoba» por su fondo y por su forma son lo mejor de su obra poética y también expresión de su combinada (realismos e idealismos) y altiva poesía («Coronada la escoba de laurel, mirte, rosa, / es el héroe de aquellos que afrontan la basura»). Cancionero y romancero de ausencias (1938-1941), según el padre Ramón Castelltort, «sin perder la hondura característica del apasionado poeta, quiebra en aire de cancioncilla, en ocasiones, toda la fuerza amorosa de su corazón triste y desalentado».
Hernández, que había comenzado publicando poesías en la revista católica «Gallo crisis», de Orihuela, gracias a su amigo Sijé; el amante de su villa aldeana («Silbo de afirmación en la aldea»), el de un rápido viaje a Rusia, el del poema «Madre España» («Decir madre es decir tierra que me ha parido, / es sentir en la boca y escuchar bajo el suelo la sangre»), el del poema «Las cárceles» («se arrastran por la humedad del mundo / van por la tenebrosa vía de los juzgados/la libertad se pudre desplumada en la lengua…») aunque su poesía no llegara a la madurez —H. murió a los treinta y dos años —«su recuerdo, sí, vuelta y se remonta», como ha dicho Guillermo de Torre. Indudablemente el pastor levantino mereció el título de poeta y un puesto luminoso entre los epígonos de la llamada generación de 1927.
A. del Saz