Maximilien-Marie-Isidore de Robespierre

Nació en Arras el 6 de mayo de 1758 y murió guillotinado en París el 28 de julio (10 termidor) de 1794. Realizó con éxito sus estu­dios en el colegio parisiense Louis-le-Grand, y luego ejerció durante algunos años la abogacía en su ciudad natal. Al ser con­vocados los Estados Generales partió hacia Versalles como representante del Tercero y con el corazón lleno de entusiasmo. Diosea conocer con dos discursos pronunciados en el Jeu de Paume; luego alcanzó noto­riedad singularmente en París, donde su vigoroso temperamento de revolucionario y la extraordinaria eficacia de su oratoria (v. Sobre el ser supremo) hicieron de él uno de los jefes más calificados del Club de los Jacobinos. En noviembre de 1791 la Asamblea Legislativa aclamóle presidente: era ya entonces «el Incorruptible», el hombre a quien el pueblo parisiense veneraba como un dios.

Sensible a los problemas económico- sociales, su actividad tendió a asegurar una posición hegemónica a las clases inferiores. Aun sin cargo alguno específico, tras el 10 de agosto convirtióse en el jefe moral del Municipio de París. En el seno de la Con­vención era el representante principal de la Montaña; sin embargo, su fuerza estuvo basada sobre todo en la fidelidad del Mu­nicipio y del proletariado parisiense. Aun cuando en la Asamblea Constituyente sos­tuviera la abolición de la pena capital, la gravedad de la situación indújole a votar la muerte del rey y le decidió al golpe de fuerza del 2 de junio contra la Gironda; en adelante, fue el dueño de Francia. Junto con Saint-Just trabajó para dar una orien­tación popular a la Constitución de 1793, como atestiguan también las Leyes de Ven­toso.

Preocupado por el bien público, pro­fundamente convencido de sus propias ideas e inflexible con los enemigos de la Repú­blica, libró una dura lucha contra los ad­versarios de la derecha y la izquierda. Al final, empero, se encontró solo, tanto a cau­sa de su política excesivamente avanzada para los hombres de la Convención como por la pérdida, en los últimos meses, del dominio de sus nervios; en realidad, el ingente esfuerzo realizado en el curso de cinco años había debilitado su endeble cons­titución física. Fatal resultóle su indecisión postrera: no quiso apelar una vez más al pueblo contra la Convención, que le había llevado al banquillo de los acusados. Tras un intento de suicidio, fue conducido san­grante a la guillotina con sus compañeros más fieles.

E. Dirani