Nació en Ciboure, cerca de St.-Jean-de-Luz (Pirineos) el 7 de marzo de 1875, y murió en Paris el 28 de diciembre de 1937. De sangre vasca por parte de madre, su padre, Joseph, era suizo, ingeniero e inventor, entre otras cosas, de un generador a vapor aplicable a la locomoción sobre carreteras ordinarias, que vale tanto como decir que fue un precursor del automóvil. A los tres meses fue llevado a París y a los seis años se inició en el estudio del piano y de la armonía bajo la dirección de Henri Chys, que escribe en su diario con fecha 31 de mayo de 1882: «Je commence aujourd’hui un petit élève, Maurice Ravel, que me paraît intelligent». En 1889 es admitido en una clase de piano complementaria del Conservatorio de Música de París y dos años después en la de Charles de Bériot. Entre sus primeras composiciones (hoy imposibles de encontrar), que se remontan a los años 1893-94 aproximadamente, figuran una Sérénade grotesque influenciada por Chabrier — de cuyas obras fue Ravel apasionado admirador e intérprete — y Baila de de la reine morte d’aimer.
En el año 1895 asiste a las clases de contrapunto y fuga de André Gédalge y a la de composición de Gabriel Fauré, y escribe las primeras obras que se publicarán: Menuet antique y Habanera para piano, que contienen en germen — de acuerdo con lo que él mismo declaró en el Esquisse autobiographique dictado a su alumno y biógrafo Roland Manuel en 1928 — «muchos elementos que había de dominar en las composiciones siguientes». En 1899, la primera ejecución de la obertura de Scherezada (v.) en la Société Nationale suscita diferencia de opiniones; mejor acogida obtiene la Pavana para una infanta difunta (v.) escrita en el mismo año. En 1901 concurre al «Prix de Rome», pero el jurado prefiere a André Caplet: insiste en los dos años siguientes, pero con resultado siempre negativo. El juicio del Institut para el «Prix» de 1905, que lo excluye del concurso preparatorio, provoca un escándalo: nace un «affaire Ravel», protesta vivamente, entre otros, Romain Rolland. El joven músico renuncia definitivamente a la estancia romana en Villa Médicis y reanuda activamente el trabajo de composición: son de aquellos años los Juegos de agua (1901, v.) «base de todas las novedades pianísticas que se encuentran en sus obras», el Cuarteto en fa para arco (1902), Scherezada para canto y orquesta (1904), las cinco piezas para piano reunidas con el título de Miroirs (v.) y la Sonatina (v.) para el mismo instrumento (1905).
La comprensión de estas obras por parte de la crítica y del público se ve obstaculizada por la aparición contemporánea de las obras de otro músico genial, Claude Debussy. «A la masa le basta — dice Émile Vuillermoz — un profeta cada cien años»; los dos músicos eran considerados como un binomio, o para establecer una oposición entre ellos o, más a menudo, para definir al más joven como un imitador, cuya estética queda absorbida por la del mayor. Pero los elementos que distinguen de un modo claro a los dos aparecen ya evidentes en las obras citadas: la técnica raveliana puede enlazarse con los modos de tipo clásico de discutible originalidad (se ha hablado mucho de ascendencias schubertianas y listzianas), pero el mérito de Ravel estriba en haberla perfeccionado hasta el límite máximo y haber sacado de ellas todo el partido posible. Para Ravel el tema no tiene un valor esencial, sino que ha de considerarse más bien como el objeto que el pintor representa y «compone» en sentido figurativo en el cuadro, enmarcándolo en el ambiente que estima más apto para poner en evidencia su individualidad plástica y rodeándolo de otros elementos complementarios.
Las preocupaciones estructurales prevalecen en Ravel sobre las expresivas y es oportuno a este respecto tener en cuenta la influencia de Couperin que puede considerarse, con respecto a Rameau — el ídolo de Debussy — el más «racionalista» de los franceses del pasado. Para Ravel la indiferencia hacia la invención melódica, el «gesto» melódico de estilo ochocentista, nace del temor de que la efusión emotiva perjudique la perfección del rasgo y el sutil matiz del color. Toda la vida de Ravel estuvo dedicada a perfeccionar la redacción instrumental, a estudiar a fondo las posibilidades de cada voz; todas sus obras, en cierto aspecto, nacieron bajo el signo de la «apuesta», del «tour de force». Cuando escoge (1907) la irónica compañía de los animales protagonistas de las Historias naturales (v.) de Jules Renard, lo hace para demostrar que se pueden unificar la prosa más desnuda y seca y los temas menos líricos valiéndose de una prosodia que respeta las elisiones de la conversación familiar; otro tanto puede decirse del perfecto mecanismo de relojería constituido por La hora española (1911, v.) y por aquel Bolero (V.) escrito en 1928 por encargo de la bailarina Ida Kubinstein, convertido en muy poco tiempo en su página más conocida y popular.
Escribió para el teatro, además, la música para la deliciosa fábula de Colette El niño y los sortilegios (1925, v.) y el «ballet» Daphnis et Chloé (v. Dafnis y Cloe), que representó la compañía de «ballets» Diaghilev en el Teatro del Chátelet en 1912. Entre las composiciones para piano hay que recordar, además de las ya citadas, el tríptico Gaspar de la noche (1908, v.), la suite Ma mère L’Oye (1908, v.), orquestada más tarde; los Valses nobles y sentimentales (v.), suite de valses al modo de Schubert, otra suite de seis piezas para piano dedicadas a otros tantos amigos caídos en el campo de batalla, La «tumba» de Couperin (1917, v.). En el campo de la música instrumental de cámara se señalan, junto al ya citado Cuarteto, el Trío en la (1914) «que no se puede oír sin evocar la luminosidad del cielo vasco» (Jankelevitch) y la Sonata para violín y piano (1924), en la que se realiza la completa renuncia al atractivo de la armonía y del color, en el campo vocal. Además de las páginas citadas, merecen particular mención los Trois poèmes de Stéphane Mallarmé para una voz, piano, cuarteto de arcos, dos flautas y dos clarinetes (1913); las dos Mélodies hébraïques para canto y piano (1914), las Canciones de Madagascar para una voz, flauta, violoncelo y piano (1925-26, v.) — tres páginas de una desnudez ejemplar, que según el autor introducen un nuevo elemento dramático — y las Trois chansons para coro mixto sin acompañamiento (1915).
En 1933 se manifestaron los primeros síntomas de la enfermedad. Dos años antes había terminado Ravel la composición casi simultánea de los dos conciertos para piano (el Concierto para la mano izquierda, v., encargado por el pianista mutilado austríaco Wittgenstein, y el Concierto en sol mayor, v., ejecutado por primera vez por Marguerite Long en enero de 1932, bajo la dirección del autor) y de las tres canciones de Don Quichotte à Dulcinée con textos de Paul Morand. Los últimos años fueron de espera del desenlace fatal, en una melancolía cada vez más profunda, ya separado del mundo, de los amigos y de su arte.
G. M. Gatti