Marco Tulio Cicerón

Nació en el año 106 a de C. en el municipio de Arpiño y Murió el 7 de diciembre del 43 a. de C. Hijo de una familia culta y acomodada, conoció du­rante su primera juventud a oradores famo­sos, como Antonio y Craso, y a grandes maestros del Derecho, como, por ejemplo, Q. Mucio Escévola; además, aprendió Retó­rica y Filosofía con Molón de Rodas y Filón de Larisa.

Dotado por la naturaleza de todas las cualidades necesarias para ser un exce­lente orador, manifestó ya muy pronto, a los veintiséis años, su talento de abogado al sostener vigorosamente en un clamoroso y arriesgado proceso la defensa de Sexto Roscio Amerino, acusado de parricidio por las intrigas de algunos malvados partidarios de Sila (v. Defensa de Sexto Roscio Ame­rino).

Tras este triunfo, que le situó entre los principales abogados de Roma, viajó por Grecia y el Asia Menor, visitando y relacio­nándose con todos los maestros célebres por su doctrina y su elocuencia, de los cuales retuvo — con su maravillosa facultad de comprensión y asimilación — cuanto juzgó digno de ser recordado e imitado.

Vuelto a Roma, inició el «cursus honorum». Tras la cuestura, un gran acontecimiento judicial llevóle pronto a las más elevadas cimas de la fortuna: el proceso de Cayo Verres, co­dicioso gobernador de Sicilia acusado de concusión; en él actuó C. como abogado de los sicilianos y obtuvo la condena del reo, a quien defendía Hortensio, el más ex­perimentado y célebre orador de la época. Los discursos contra Verres son siete (v. Los Verrinas): dos de ellos fueron pronunciados y los otros cinco se publicaron tras el pro­ceso como relación oratoria de la encuesta realizada sobre toda la actividad criminal del acusado.

Entre el desempeño de los car­gos de edil y pretor pronunció las oracio­nes en defensa de M. Fonteyo (Pro Fonteio) y Cecina (Pro Caecina), y en el año de la pretura apoyó ante el pueblo la pro­puesta del tribuno C. Manilio, que aconse­jaba confiar a Pompeyo el mando de la cam­paña contra Mitrídates (v. Defensa de la ley Manilia para el mando de Cneo Pompeyo), y defendió en uno de sus más bellos dis­cursos judiciales a Aulo Cluencio A vito, acusado de envenenamiento (Pro Cluentio).

Durante la lucha para las elecciones con­sulares pronunció en el Senado una oración contra sus dos competidores coligados, An­tonio y Catilina; de este discurso electoral «in toga candida» quedan algunos fragmen­tos y el comentario de Asconio Pediano, docto gramático del primer siglo de nuestra era. Elegido cónsul en el año 64 con el apo­yo de los nobles frente a Catilina, pronun­ció tres oraciones De la ley agraria (v.), con las cuales combatió e hizo rechazar la legislación agrícola propuesta por el tribuno Servilio Rulo, y defendió a Rabirio, acusado de alta traición por haber dado muerte en el año 100 al tribuno Saturnino (v. Defensa de C. Rabirio, reo de alta traición).

Sin em­bargo, los discursos consulares más célebres son las cuatro Catilinarias (v.), en las que C., con su autoridad de magistrado y su vigorosa elocuencia, libró una de las bata­llas más dramáticas e inquietantes: procla­mada la ley marcial y detenidos — tras la marcha de Catilina — sus principales cóm­plices, acusados de conspiración, el gran ora­dor, cónsul con plenos poderes, pronunció el 5 de diciembre, en la lúgubre reunión senatorial que decretó la pena de muerte contra los arrestados, la cuarta oración catilinaria, por la cual asumía la responsabili­dad de la sentencia y de su inmediata eje­cución.

Los comicios electorales del 63, abun­dantes en embrollos y violencias, fueron recusados por algunos hombres respetuosos con la ley pública y no precisamente favo­rables a Catilina; Servio Sulpicio y el severísimo Catón declararon ilegal la elección, propusieron que fuera renovada y acusa­ron de corrupción a Murena, a quien defen­dió C. (v. Defensa de Lucio Murena). Ter­minado el año del consulado, el ex cónsul apoyó a P. Cornelio Sila (Pro Sulla), cul­pado de complicidad en la conjuración de Catilina, y al poeta Arquias de Antioquía (Pro A. Licinio Archia), que lo era por usurpación de ciudadanía.

En el año 58, Publio Clodio, elegido tribuno con el favor de César, hacía aprobar una ley que rati­ficaba el derecho de apelación al pueblo contra las condenas capitales y establecía la pena de destierro para quienes hubiesen entregado a la muerte a un ciudadano sin juicio popular. Ello suponía la condenación de C., quien abandonó Roma y marchó pri­mero a Tesalónica y luego a Durazzo.

Al cabo de dieciocho meses pudo figurar de nuevo en la urbe como príncipe de los ora­dores. Los discursos más notables de este período son los pronunciados contra los ad­versarios que seguían atacándole: Oratio de domo sua ad Pontífices, De haruspicum res­ponso, Pro Sestio, In Vatinium testem y la defensa de M. Celio (Pro Caelio), magní­fica muestra oratoria de su odio tenaz e im­placable contra la familia de Clodio.

En el año 56, C., que aun siendo adversario de los clodianos trataba de mantener su amistad con los triunviros, propuso en el Senado (Cratio de provinciis consularibus) la con­veniencia de confirmar a César en el go­bierno de la Galia, frente a los senadores que trataban precisamente de arrebatárselo.

La Asamblea senatorial pronuncióse en fa­vor de la opinión del orador. El 20 de enero del 52, Milón, violento partidario de los no­bles, mató en la vía pública a su enemigo Clodio. El bando popular se agitó furiosa­mente y el Senado, ante la necesidad de adoptar medidas excepcionales para el mantenimiento del orden, nombró cónsul único a Pompeyo. Procesado Milón, C. fue su natural defensor; no obstante, precisamente en aquel episodio judicial propio para llenar de ímpetu y ardor su palabra, el gran abo­gado, que presentía perdida la causa, no manifestó la seguridad de otras veces.

No obstante, el discurso Pro Milon (v. Defen­sa de Milón), escrito más tarde, tras la con­dena del reo, es una de las oraciones cice­ronianas más perfectas. Nombrado procón­sul en Cilicia en el año 51, C. fue muy pronto sorprendido por la guerra civil entre César y Pompeyo, que a juicio suyo, muy certero, era una lucha por el principado que sólo podía conducir al derrumbamiento de la república. A pesar de sus dudas y titubeos, acabó tomando partido por Pompeyo, con quien se hallaba en Durazzo cuando César, en Farsalia, convertíase en único dueño de Roma.

C. no siguió a los pompeyanos en su huida ni en su incierta fortuna; antes bien, se retiró a Brindisi, donde aguardó que César — como ocurrió — le otorgara su per­dón y benevolencia. De regreso a Roma, llevó una vida retirada en medio de estu­dios y lecturas. Durante este período com­puso numerosas obras acerca de temas filo­sóficos y retóricos. Raras veces habló en­tonces en público: uno para la repatriación de Claudio Marcelo, obstinado adversario de César (Pro Cl. Marcello), y otra en favor de Ligario (Pro Ligarlo), también encarni­zado anticesariano.

En ambas ocasiones ob­tuvo del dictador lo que pedía. Poco des­pués, en el discurso Pro rege Deiotaro, de­fendió con éxito ante el tribunal de César al anciano tetrarca de Galacia, acusado de haber atentado contra la vida de aquél. La muerte de su hija predilecta, Tulia, llevó una gran tristeza al espíritu de C., quien, como en otras ocasiones, la desahogó me­diante el remedio por él mismo propug­nado: «escribiendo», y en particular acerca de temas filosóficos.

El 15 de marzo del 44, César cayó bajo el puñal de los conjura­dos. El gran orador alentó de nuevo am­plias esperanzas y creyó que iban a reflo­recer los tiempos de sus clamorosos éxitos y su popularidad triunfal.

Sin embargo, ta­les ilusiones se desvanecieron muy pronto. En la alternancia de episodios político-mili­tares que derrumbaban o restablecían la fortuna de Marco Antonio, C. sostuvo en el Senado y ante el pueblo, mientras las cir­cunstancias no eran todavía amenazadoras, su larga lucha contra aquél, combatido en catorce discursos llamados Filípicas (v.) en memoria y a semejanza de las oraciones del mismo nombre (v.) pronunciadas por Demóstenes contra Filipo de Macedonia.

Sin embargo, Octavio y Antonio se reconcilia­ron y, junto con Lépido, constituyeron el segundo triunvirato de jefes cesarianos con poderes absolutos. Siguieron entonces las listas de proscritos: C. no podía faltar en la de Antonio. El orador intentó, vanamente, huir por mar; alcanzado por los soldados cerca de su villa de Formia, recibió la muer­te el 7 de diciembre del 43, a los sesenta y cuatro años.

El insigne abogado no fue sólo el más ilustre de los oradores roma­nos; inspirándose en las diversas doctrinas retóricas de los griegos, desarrolló una teo­ría propia de la oratoria en diversas obras fundamentales para la historia de la elo­cuencia de los antiguos, y todavía útiles y valiosas por las observaciones y adverten­cias que contienen.

Apenas cumplidos los veinte años compuso los dos libros De la invención (v.), una de las cinco partes de la Retórica; tratado escolástico, deriva no­tablemente de los griegos, como la Retórica a Herenio (v.), de Cornificio, llegada hasta nosotros entre las obras de C. Ambos textos, compuestos aproximadamente en la misma época, son los tratados retóricos más anti­guos de la literatura romana y, en realidad, de toda la Antigüedad si tenemos en cuenta que las fuentes griegas anteriores se han perdido.

Sin embargo, debían pasar treinta años antes de que el joven y ya famoso abo­gado produjera, combinando los elementos doctrinales con los de la experiencia, su obra retórica maestra; en los tres libros Del ora­dor (v.), y en forma dialogada, C., intro­duciendo como interlocutores principales a Craso y Antonio, desarrolla, sobre el arte de la oratoria, un arte completo, integrado por ideas y palabras, que se funda, por tan­to, en la inteligencia y la elocuencia e im­pone al orador la posesión de las facultades intelectuales necesarias, un conjunto de co­nocimientos, el empleo seguro y certero de las diversas formas de expresión oral y las cualidades naturales ligadas a la acción — o sea, los ademanes y el habla —, sin las cua­les el discurso no alcanza toda su fuerza en el ánimo del auditorio.

En Brutus (v.), compuesto en el año 46, queda trazada una historia de la elocuencia romana dividida en dos grandes períodos: el antiguo, que abarca desde los orígenes hasta Antonio y Craso, y el moderno, extendido hasta Hortensio y C., y en el cual dicha oratoria al­canza, en su progresiva e ininterrumpida evolución, la mayor plenitud.

Con esta obra el autor se enfrentaba ya con los aticistas romanos, quienes preferían’ a la complejidad demostina, correspondiente más bien a la ciceroniana, el género oratorio más sutil y conscientemente sencillo y puro que de ma­nera específica denominaban «ático» y veían reflejado en algunos oradores de tal proce­dencia, como Lisias.

La polémica empren­dida contra aquéllos prosigue y concluye en el texto siguiente, dedicado al aticista Mar­co Bruto, el Orador (v.), que en su primera parte lleva compendiadas las doctrinas expuestas en toda la obra, y en la segunda ofrece el más antiguo y extenso tratado sobre el «numeras oratorius», o sea el rit­mo de la prosa que, empleado según ciertos esquemas fijos, comunica armoniosa belleza al período y, por tanto, fuerza persuasiva.

Para C. no existe un género de elocuencia preferible a otros: los tres «diversa genera dicendi», el «subtile», el «médium» y el «amplum», pueden ser utilizados por el ora­dor ya en temas diversos o en las distintas partes de uno solo. En realidad, era ésta la más justa norma, pero también la menos practicable para quien no poseyera el ta­lento y la gran cultura de C. Tras la muer­te de su hija Tulia había escrito, de acuer­do con un tipo de composición literaria ya de moda entre los griegos, el tratado La con­solación (v.), para alivio de su propio do­lor.

Por aquel entonces compuso además, en honor de Hortensio, su difunto amigo, el Hortensius, en el que asumía el patro­cinio de la Filosofía. Ambos textos se han perdido, aunque conservamos muchas otras, y más considerables, obras de tema político y filosófico. En la primavera del 55 había empezado a escribir en su villa de Cumas el tratado en forma dialogada De la repú­blica (v.), en el que, mezclando y elabo­rando material griego, presentaba como el mejor Estado aquel en que existieran, con­junta y simultáneamente, las tres formas de gobierno: monarquía, aristocracia y demo­cracia, que ya advertía por sí mismo en la estructura de la República romana.

Su con­cepto político no es el platónico ni el aris­totélico, sino el del «permixtüm genus», que veía expresado por el griego Polibio en su obra monumental sobre la historia de Roma (v. Historias) y quizá más aún en Panecio, filósofo también griego y relacionado, como dicho historiador, con el círculo de Escipión Emiliano. Seguía luego el tratado De las leyes (v.) — del que se conservan tres libros incompletos —, en el que C. se re­montaba a las fuentes del derecho para afir­mar, contra la inestabilidad de la moral hu­mana, el carácter inmutable de lo justo y lo injusto y la preexistencia del derecho ra­cional y natural.

De sus obras netamente filosóficas quedan los dos diálogos de dispu­tas académicas (v. Cuestiones académicas), uno titulado Catulus y el otro Lucullus, según los nombres de sus dos interlocutores en la conversación sobre el problema capi­tal del conocimiento. Con esta obra, los cin­co libros De los límites del bien y del mal (v.), dedicados a Bruto y compuestos en el año 45; los tres De la naturaleza de los dia­ses (v.), iniciados en esta misma fecha y publicados el año siguiente, y los dos De la adivinación (v.), C. se adentra en los tres grandes campos de la teoría griega so­bre los problemas del conocimiento, la mo­ral y la teología.

Durante este mismo bienio (45-44), tan denso en estudios filosóficos, el gran orador compuso los cinco libros de Las Tusculanas (v.), una de sus obras más leí­das y logradas; comprende ésta otras tantas discusiones imaginarias acerca del problema de la felicidad humana sostenidas en su villa de Túsculo por dos misteriosos inter­locutores. Textos menores, pero también muy difundidos en todos los tiempos, son las Paradojas (v.). y los dos opúsculos Ca­tón mayor o De la vejez (v.) y Lelio o De la amistad (v.), dedicados a Ático.

Al igual que en los textos retóricos, tampoco en los filosóficos olvidó nunca C. sus ideales ni su carácter de ciudadano romano, más concre­tamente puestos de relieve en los tres libros De los deberes (v.), que compuso en la se­gunda mitad del año 44 y en forma de tra­tado dirigido a su hijo Marco, necesitado de los consejos paternos en un tiempo de graves desórdenes respecto a la moralidad pública.

En la epistolografía, C. ha dejado los monumentos más célebres del clasicismo, por la importancia histórica y estilística dé su correspondencia. Sólo en Roma la carta privada e íntima alcanzó la categoría de obra de arte. El epistolario de nuestro autor (v. Epístolas) abarca desde el año 68 al 43 y contiene 864 cartas —774 de ellas su­yas —, distribuidas en cuatro grupos: a Áti­co, en dieciséis libros; a los familiares, en otros tantos; a su hermano Quinto, en tres, y a Marco Bruto.

Dicha correspondencia fue reunida por Tirón, su docto y fiel liberto, quien iniciaría esta labor hacia el año 46, agrupando en libros aparte las cartas diri­gidas a un solo destinatario y distribuyendo las otras en el conjunto «ad familiares», en el que se advierte igualmente la tendencia a agrupar las epístolas destinadas a una misma persona.

Incluso en las circunstan­cias más apasionadas y dificultosas de su carrera, nunca dejó de proponerse una in­tención literaria, ya que en ningún momen­to de su vida olvidó la posteridad, excepto en las cartas «íntimas a los amigos», las cuales, si bien revelan vacilaciones y debi­lidades espirituales, atestiguan, por otra par­te, un absoluto dominio de la lengua latina en cualesquiera condiciones y formas.

Com­puso también poemas, actualmente perdidos; no obstante, las facultades poéticas de este autor le atrajeron ya las críticas de los anti­guos, incluso de quienes, como Juvenal, más le exaltaron como orador y salvador de la República. Sin duda, C. es uno de los hom­bres más ilustres del mundo romano; y así, en todas las épocas se ha conservado siempre vital y activa la influencia de su espíritu y de su obra, vehículo de propagación de la cultura antigua a través de los siglos.

C. Marchesi