Nació en Sevilla el 6 de diciembre de 1821 y murió en Madrid durante la noche del 5 al 6 del mismo mes de 1888. Su padre, capitán de caballería y ferviente defensor de las ideas liberales, se trasladó de Sevilla a Granada, donde fue detenido.
Durante la niñez y parte de la adolescencia, Fernández y González vivió en Granada, que juzgó siempre una segunda patria. Allí se graduó en Filosofía y Derecho, materias cuyo cultivo alternó. Se dice que ya a los doce años escribía apreciables versos, y a los catorce publicó su primer libro de poesías. Mientras cumplía el servicio militar, inició su actividad teatral con la composición del drama El bastardo y el rey (1841), que alcanzó un gran éxito.
Licenciado en 1847, contrajo matrimonio en 1850, y a fines de este mismo año se instaló en Madrid y dedicóse por completo a la novela, género del que ofreciera una primera muestra en 1838 (El doncel de don Pedro de Castilla). Fue prodigiosamente fecundo: escribió unas trescientas novelas, contenidas en más de quinientos volúmenes y de carácter histórico-legendario (influencia de Walter Scott) o bien social (influencia de Víctor Hugo).
Por sus dotes de fácil escritor folletinesco recuerda a Dumas padre; fue, en verdad, el rey de la novela por entregas. Llegó incluso a dictar a sus secretarios, entre quienes figuraba el mismo Blasco Ibáñez, dos o tres novelas a la vez. Todo el mundo le pedía obras y nadie quedaba defraudado. Ello le proporcionó fabulosas ganancias, que le llevaron a una existencia desordenada y fastuosa. En su lujoso coche figuraban las iniciales M. F. G., a las que dio la ingeniosa interpretación de «Mentiras fabrico grandes».
Como confirman todos los datos biográficos, poseyó un carácter abierto y sincero. Luego de una estancia en París, donde alcanzó un gran éxito mundano y literario, volvió a la patria y reanudó su intensa actividad. Una cátedra ofrecida por el Ateneo de Madrid sirvióle de refugio en los tristes y miserables días de la decadencia, que le forzó a morir en una oscura buhardilla, olvidado por los mismos a quienes enriqueciera con sus obras.
La crítica le hizo objeto de menosprecio, sentimiento que el autor supo devolverle. Tanto en el arte como en la vida fue un típico romántico. Entre sus mejores novelas figuran La maldición de Dios (1863), María (1868), Martín Gil (v.), El cocinero de S. M. (v.) y Men Rodríguez de Sanabria (v.).
P. Raimondi