Manuel de Falla

Nació en Cádiz el 23 de noviembre de 1876 y murió en Alta Gracia (Argentina) el 14 del mismo mes de 1946.

Es el compositor español más ilustre de nuestros tiempos y, junto con el húngaro Bartók, el principal representante de las ten­dencias nacionales iniciadas en la música del siglo XIX con Chopin y Mussorgski, y desarrollada en el actual a través de crite­rios de severidad científica en el estudio de la etnografía musical, y con siempre meno­res concesiones a las atractivas superficia­lidades de un folklorismo pintoresco.

A esta consciente profundización en los recursos de la música hispánica fue inducido Falla por su relación con el gran musicólogo y folklo­rista catalán Felipe Pedrell de quien fue discípulo hasta 1904, cumplidos ya en Cádiz y Madrid los estudios musicales corrientes y una vez afianzado como compositor de po­pulares y tradicionales zarzuelas.

De este género teatral inferior pasó, en 1905, a la composición de una verdadera ópera, La vida breve (v.), drama lírico en dos actos premiado en un concurso de la Academia de Bellas Artes de Madrid, pero no repre­sentado hasta 1913, en Francia; se trata, esencialmente, de una obra verista, pero ya con ciertos aspectos musicales de inconfun­dible matiz hispánico, resumidos en el céle­bre extracto sinfónico de Interludio y dan­za.

La actividad de concertista de piano llevó en 1907 a Falla a París, donde permane­ció hasta 1914, en una estancia que ejerció un influjo definitivo en su evolución artís­tica. En la capital francesa el músico esta­bleció contacto con el arte de los impresio­nistas y se hizo amigo de Debussy, Ravel, Florent Schmitt y Paul Dukas; tales expe­riencias culturales convirtiéronle en compo­sitor moderno y le llevaron más allá del verismo melodramático de La vida breve.

En París, la inspiración autóctona de Falla, hasta entonces provinciana, adquirió un carácter universal, mediante la asimilación de las conquistas armónicas e instrumenta­les más recientes. La obra típica de esta simbiosis franco-española es Noches en los jardines de España (v.), original concierto para piano y orquesta, cuyos tres tiempos aparecen influidos, más que por el concierto clásico, por el poema sinfónico nuevo, del que Debussy dio muestras en El mar (v.) e Imágenes (v.) —singularmente Iberia (v.) .

Asimismo en París nacieron en 1914 las Siete canciones populares españolas para canto y piano, donde la inspiración nacio­nal resulta más franca y libre de influjos culturales franceses. Vuelto a España al es­tallar la guerra, Falla consolidó en los dos ba­llets El amor brujo (Madrid, 1915, v.) y El sombrero de tres picos (Londres, 1919, v.) lo que podríamos denominar la fase rica y frondosa de su estilo nacional.

En los as­pectos del primer ballet, vinculados a la brujería y al hechizo, y en los más bur­gueses, cómicos y realistas del segundo, el color español se enciende en una ardiente magnificencia de ritmos, armonías y timbres instrumentales; la España aquí manifestada es, singularmente, la andaluza, que aparece a través de las inflexiones apasionadas de su «cante jondo» y de las brillantes y vis­tosas del cante «flamenco».

Luego, en la producción parca y críticamente vigilada de Falla se da una nueva orientación. El canto popular español sigue siendo el vivero del cual obtiene el compositor no sólo el mate­rial de sus temas, sino también el ejemplo de una melodía, un ritmo y una armonía originales; sin embargo, el amor del músico hacia su tierra parece pasar de regiones de feraz color mediterráneo, como Andalucía, a otras más áridas, severas y aisladas, donde la originaria nobleza de la inspiración ibé­rica ha permanecido más al margen de la pintoresca influencia árabe.

La música de Falla posterior a 1920 manifiesta un impulso irresistible hacia la simplicidad, como si sus formas estuvieran determinadas por el en­juto perfil quijotesco y el áspero suelo de la meseta manchega. En este nuevo estilo aparecen evidentes los grandes amores mu­sicales del compositor, plenamente orienta­dos hacia la sencillez y la transparente cla­ridad formal: Domenico Scarlatti, sobre todo, y Chopin y Haydn, de quien Falla solía afirmar que no había escrito una nota de más ni una de menos de lo necesario.

Este ideal de atenta economía de los medios sonoros se concreta especialmente en tres composiciones: el singular espectáculo El reta­blo de maese Pedro (v.), procedente de un episodio de Don Quijote (1923); el Concier­to para clavicémbalo y orquesta de cámara (1926, v.), y el pequeño poema Psyché, para voz y cinco instrumentos (1927). Mientras en su obra musical Falla tendía a esta verda­dera ascética sonora, en cuanto hombre iba acentuando cada vez más la profunda reli­giosidad que siempre dirigiera su vida, y sufría una serie de crisis místicas.

La única obra que terminó durante los últimos años de su existencia es la suite sinfónica Homenajes (1938), en cuatro movimientos, dedi­cados, respectivamente, al músico español Enrique Fernández Arbós, a Debussy, a Du­kas y a Pedrell. La segunda y la tercera partes son transcripciones orquestales de páginas anteriores, escritas aquélla para gui­tarra (1920) y ésta para piano (1936); la cuarta es la más extensa y está inspirada en temas del folklore vasco, procedentes de una obra teatral de Felipe Pedrell, La Ce­lestina, jamás interpretada.

Cuando la gue­rra civil desgarró España, Falla abandonó la patria tan pronto como se lo permitió su precaria salud y emigró a la Argentina (1939). Durante el período final de su vida trabajó en el gran oratorio épico La Atlántida, sobre el poema del catalán Jacinto Verdaguer (v. La Atlántida), misteriosa obra que quedó incompleta y que, conocida de momento sólo por unos cuantos amigos ínti­mos, era considerada por el autor como su testamento artístico y espiritual, homenaje extremo a los valores de la fe cristiana y #e la civilización mediterránea, objeto de su veneración constante. La obra ha sido terminada por Ernesto Halffter, músico es­pañol, discípulo del maestro.

M. Mila