Nació en Córdoba el 11 de julio de 1561, murió en la misma ciudad el 23 de mayo de 1627. Perteneció a una familia acomodada y de noble ascendencia. Su padre, que era bibliófilo y humanista, cuidó de su preparación y lo envió con un preceptor a estudiar a la Universidad de Salamanca. Se ha hablado de la precocidad intelectual de G., que estudió Leyes y Cánones y, aunque parece haber recibió órdenes mayores hacia 1585, su verdadera vocación fueron las letras, con las que seguía el ambiente literario de su casa (el erudito Díaz de Ribas llamó «gran librería» a la biblioteca de su padre, cuyos amigos eran grandes humanistas, como Ambrosio de Morales) y de su familia (su tío materno, don Francisco, era prebendado de la catedral y renunció a la prebenda oportunamente en favor de él).
La carrera eclesiástica no parece imprimir en él una vocación decidida. Se le consuraron sus distracciones durante las horas de coro y su afición a la vida mundana (charlas en los momentos del rezo catedralicio, lo ven departir interesado en los corros murmuradores callejeros, tiene amigos cómicos y no se priva de diversiones y entretenimientos mundanos como los juegos o las corridas de toros). En 1588 el obispo Francisco Pacheco concretó en cinco puntos los cargos contra Góngora y, además de algunos de los señalados anteriormente, decía en el quinto y último que vivía «como muy mozo» y que andaba «de día y de noche en cosas ligeras». De sus amores se ha hablado incluso cuando ya tenía el puesto catedralicio. Como escritor se le acusaba de escribir «coplas profanas». En su escrito de descargo reconocía haberlas hecho con «alguna libertad», aunque no tanta como la que se le cargaba. El cabildo catedralicio de Córdoba parece haberle encargado onerosas misiones fuera de la ciudad y de su visita a otras nos quedaron recuerdos en sus versos. Además del de su estancia en Salamanca, visitó Granada (donde es posible que también estudiara), Cuenca, Burgos, Valladolid, Alcalá, Álava, Lepe (Huelva) y algunas localidades de Galicia, como Pontevedra.
Por Madrid hubo de pasar y permanecer más o menos tiempo varias veces como en 1589, 1590 y 1609. En 1617, en difíciles condiciones económicas de su familia, permanece en Madrid y se le designa capellán real de Felipe III, para lo que se ordena sacerdote ya pasados los cincuenta años de edad. Obtiene el favor de los nobles y poderosos (duques de Medina Sidonia, Lerma, Feria, conde-duque de Olivares, marqués de Valdeiglesias, etc.) y vio la caída de algunos de sus protectores, como la muerte en el patíbulo de Rodrigo Calderón y el asesinato de su gran amigo el conde de Villamediana, cuya muerte lamentó en un soneto. Padecía, según se ha dicho, «arterioesclerosis prematura» y sufría desvanecimientos y fuertes dolores de cabeza. Esta deficiente salud ha servido para explicar la parte más difícil de su obra. Enfermó gravemente en 1626 y murió, perdida la memoria, en su ciudad natal. Como escritor levantó numerosas discusiones en las que tuvo a su favor a escritores como Pedro de Valencia, Pedro Díaz de Rivas.
Tomás Tamayo de Vargas, Pedro Soto de Rojas, fray Hortensio Paravicino y otros; y, entre sus enemigos literarios, los tuvo muy poderosos, como Lope de Vega, Quevedo y Jáuregui. La influencia de G. ha sido enorme desde su misma época y en España culminó en los tiempos modernos con la llamada generación de 1927, que celebró el tercer centenario del poeta con su exaltación. En la América de habla española también se extendió’ rápidamente su obra y los indios mostraron una disposición natural para asimilarlo. Si en España tuvo el favor de la educación humanística, en América se produjeron grandes figuras del gongorismo, como sor Juana Inés de la Cruz en México o Juan de Espinosa Medrano en el Perú. El gongorismo también dejó sentir su influencia sobre la lengua, las academias y los temas y recursos estilísticos de los escritores portugueses. Biógrafos y comentaristas se han sucedido, desde sus coetáneos como Pellicer o Salcedo Coronel hasta los nuestros, como Dámaso Alonso, que en la citada fecha de 1927 interpretó las Soledades (v.).
Esta obra poemática, juntamente con la Fábula de Polifemo y Galatea (v.) y el Panegírico al duque de Lerma (v.), constituyen tres poemas mayores considerados como la expresión típicamente culterana de nuestro autor, plagada de tropos, figuras y símbolos, libertades sintácticas, erudición y mitología hasta la extravagancia, notas que ridiculizaron los enemigos literarios del poeta. En la poesía de éste, Cascales y Menéndez Pelayo distinguieron dos épocas y maneras a cuya distinción se resistieron Alfonso Reyes y Ludwig Pfandl. El G. fácil o el difícil ha sido reconocido como culterano en toda su poesía. Y siempre un infatigable obrero de la expresión que medita y labra como un orfebre. Miguel Artigas, pensando en sus retratos velazqueños, dice que difícilmente se puede olvidar aquella fisonomía «de mirada viva, escudriñadora, un poco impertinente» y resume que, en su retrato, «todo revela agudeza, energía y cierto desabrimiento bilioso». Su poesía ha ganado prestigio con el paso del tiempo.
Su culteranismo ha sido muy discutido, pero siempre admirado. En el arte menor ha conseguido su mejor popularidad, y en el romance sus mejores éxitos, como en los de moriscos y cautivos («Amarrado al duro banco» o «Servía en Orán al rey») o en el caballeresco como Angélica y Medoro (v.), uno de los más típicos de G. y en el cual nos muestra el equilibrio entre lo clásico — tema del Ariosto y culteranismo — y lo popular y castizo de expresión y versificación en lo que el motivo caballeresco acaba en la página campesina de la cabaña. En este arte menor llega G. a los primores de lo vulgar que supone el romancillo de «Hermana Marica». En lo burlesco llega a la maestría de la Fábula de Píramo y Tisbe (v.) o a la letrilla «Ándeme yo caliente y ríase la gente» o el romance «A unos amantes negros». Alcanza gran finura poética en alguna letrilla como el romancillo «Dejadme llorar/ orillas del mar». En sus canciones a la manera italiana ha de citarse alguna magnífica, como la «Oda a la toma de Larache» o las octavas reales «A San Francisco de Borja» que escribió para el certamen poético de las fiestas de su beatificación. Góngora fue también uno de los mejores sonetistas de la lengua castellana, como lo muestra en los dedicados a «la brevedad engañosa de la vida» o A Córdoba o al Escorial.
La popularidad ganada con estas composiciones fue extraordinaria. Pero sus poemas mayores han consagrado su musa como original y renovadora y como el más alto exponente de la técnica del barroco español. Son tres grandes poemas culteranos que han sido muy imitados y nunca superados. Aunque difíciles de desentrañar se ha ido conquistando por poetas y eruditos su esencia poética, que una vez comprendida alcanza gran belleza. Las Soledades, en silvas y con coros, es un gran poema sinfónico inacabado que, aunque iba a versar sobre las cuatro soledades de los campos, de las riberas, de las selvas y del yermo, sólo desarrolló la primera y la segunda, aunque sin terminar. Sus motivos son los de la naturaleza como ríos y montañas, y la técnica de sus imágenes y metáforas se basa en la supresión de los conocidos segundos términos (las serranas son «nieve de colores mil vestida») y en la erudición principalmente mitológica. Dámaso Alonso, intérprete del sentido y de la técnica del gran poema, resalta la exaltación gongorina de las fuerzas naturales: «Por todas partes… bajo los versos más precisos, bajo las palabras más espléndidas, late el fuego vital de la naturaleza engendradora y reproductora como un borboteo apasionante». Las Soledades, poema que dedicó al duque de Béjar, representa la perfección y madurez de la poesía renacentista que se convierte en algo muy técnico y quintaesenciado.
El Panegírico al duque de Lerma representa la solemnidad cortesana en octavas reales en que nos presenta al héroe «armada de paz su diestra» y «trepando las ramas de Minerva por su espada». Lo escribió en 1617 y se ignora el motivo cierto por el que lo dejó también inacabado. Pero el perfecto ejemplo del poema barroco es la Fábula de Polifemo y Galatea, en donde el tema de Ovidio, de tanta tradición literaria, se desenvuelve con gran originalidad estilística y arquitectural. La forma de elocución descriptiva en la manera culterana de G. alcanza en este poema su más alquitarada expresión. Descripciones contrastadas de lo bello y de lo monstruoso: Acis y Galatea y Polifemo; las riquezas de la isla de Sicilia y la cueva de Polifemo ponderada en su oscuridad.
La belleza de Galatea y sus efectos se describen en unas octavas muy trabajadas, como la decimocuarta: Purpúreas rosas sobre Galatea / la Alba entre lirios cándidos deshoja; / duda el Amor cuál más su color sea, / o púrpura nevada o nieve roja. / De su frente la perla es, Eritrea, / émula vana. El Ciego Dios se enoja / y condenado su esplendor, la deja / prender en oro al nácar de su oreja. Los sicilianos la adoran y «arde la juventud». Los arados son mal conducidos, «el lobo de las sombras nace» y se ceba en los ganados porque los pastores se han vuelto indolentes y sus perros han enmudecido. Los ojos de Galatea han de darse al sueño para que no se abrase el sol con tres soles. Y Acis, «un venablo de Cupido» y «el bello imán», aparecerá junto a Galatea que duerme junto a una fuente. Cuando Galatea despierta, advierte las ofrendas anónimas («Fruta en mimbres halló, leche exprimida en juncos, miel ep. corcho, mas sin dueño») y halla a Acis que se finge dormido; el pastor es levantado por Galatea que, tras suaves desvíos, corresponde a su amor.
Pero Polifemo fulmina el trueno de su voz, al son de la zampoña ruda para elogiar la belleza de Galatea e invitarla a salir del mar, pisar la playa y escuchar su canto en el que se elogia a sí mismo, su presencia física, su riqueza en rebaños y miel, su ascendencia y hasta su carácter que ha sido dulcificado por su amor. Ofrece a la ninfa sus regalos — el arco y la aljaba de un náufrago —. Pero unas cabras han interrumpido el canto de Polifeno, su «horrenda voz». Su honda despide piedras que desatan el abrazo de los amantes, los cuales huyen hacia el mar. El monstruo se convierte en «celoso trueno» que desata la violencia. Polifemo lanza una roca que al aprisionar a Acis lo metamorfosea y convierte su sangre en «líquido aljófar», en río. Las octavas reales del poema aparecen cuajadas de cultismos, de contrastes de luz y color, de correlaciones bimembres y trimembres y de inacabables escisiones sintácticas, sintaxis, figuras poéticas y métricas perfectamente coordinadas en una estructura descomunal pero de gran belleza, con un hipérbaton tan violento como las monstruosas hipérboles que contiene.
El culteranismo llegaba a su cumbre con la madurez del poeta. G. fue un gran renovador del lenguaje y en él se ha señalado la continuidad de la tradición cordobesa de Lucano y Juan de Mena. Los hispanófilos como L. P. Thomas, R. Foulché- Delbosc y Edward M. Wilson, entre otros, lo han estudiado y traducido; y los poetas españoles modernos, como Gerardo Diego, o los críticos como José M.a Cossío lo sitúan en la cumbre de la poesía española. Parece que G. escribió, aunque sin fortuna, algunas piezas dramáticas. Se citan Las firmezas de Isabela y El doctor Carlino, comedia que refundió Antonio de Solís. En 1627, el año de su muerte, se editaban en Madrid por vez primera sus Obras en verso. En los veinte años siguientes se editaron tres veces más. Modernamente se han hecho ediciones eruditas muy valiosas, como las Obras completas, editadas por los hermanos Millé y Jiménez, de Madrid, en 1951. El caso G. es algo magnífico que se impone y sobrevive. «No olvidemos — dice Emilio Orozco — que junto al incomparable valor del cordobés, como caso expresivo de una época y de una tendencia artística perenne, está su vitalidad de auténtico poeta».
A. del Saz