Nació en Noyon (Francia) el 10 de julio de 1509 y murió el 27 de mayo de 1564. Era hijo de Gérard Cauvin o Calvin, quien, salido de la clase artesana, mediante los estudios de Leyes había llegado a secretario del obispo señor de la ciudad, Charles de Hangest, y a procurador del cabildo catedralicio; con la noble familia de este apellido, en su rama de los Montmort, mantuvo relaciones C., quien en París fue compañero de estudios de tres jóvenes de Hangest, a uno de los cuales dedicó su primera obra: el Comentario sobre Séneca (1532).
Dotado a partir de los doce años, gracias a la protección de su padre, de beneficios eclesiásticos, pudo consagrarse a estudios completos en su ciudad y luego en París, en el Collège de la Marche, dirigido por Mathurin Cordier, y posteriormente en el de Montaigu, célebre por su ortodoxia, el rigor de su disciplina y los sarcasmos de que le hicieran objeto Rabelais y Erasmo.
Sin embargo, en el sombrío colegio parisiense debía aletear algo todavía del espíritu de los Hermanos de la Vida Común, cuyos métodos pedagógicos había introducido Standonck a fines del siglo XV; y en verdad, no dejó de influir en la mente del joven, a través de las enseñanzas de John Mair, la teología nominalista, que incluso en el fondo resultaba tan afín a las experiencias reformistas de Lutero.
Orientado por la voluntad paterna hacia la Teología y luego hacia las Leyes, en 1528 ó 1529 llegó a Orleáns para seguir las lecciones del jurista Pierre de l’Estoile, y más tarde a Bourges, atraído por la fama de Andrea Alciato, profesor de Derecho romano y representante del humanismo italiano en aquella Universidad.
Allí tuvo también por maestro al helenista alemán luterano Melchior Wolmar. Fallecido su padre, y ya libre, se estableció en París para dedicarse preferentemente a estudios literarios en el colegio recientemente fundado por Francisco I (el futuro Collège de France). A su primera formación humanística debe C. la brillante elegancia de su latín, el rigor lógico de su pensamiento, su tendencia ética, a la que podríamos llamar histórico-cristiana, y los conceptos del derecho natural y de la Providencia.
En su idea de la predestinación, en cambio, hay que buscar más bien una influencia escotista y asimismo posiblemente el criterio jurídico, romano del soberano, que es «legibus solutus», por cuanto resulta él mismo «lex animata». Nada sabemos, en realidad, de las circunstancias que rodearon su paso a las ideas reformistas y sí únicamente que «dominado y hecho dócil (por Dios) con una inesperada conversión», gracias a la cual viose libre de las «supersticiones papales», ardió en tales deseos de instruirse en la nueva fe, que apenas transcurrido un año era ya considerado por muchos un maestro. Su adopción de los principios reformistas debió de ocurrir hacia 1533 ó 1534.
Resignados sus beneficios y como no era nada prudente su permanencia en París después de la clamorosa profesión de fe evangélica de Nicolás Cop hecha en un preámbulo en el que se creyó que había colaborado C. y por el que, sea como fuere, viose comprometido, tras breves y fructuosas estancias en Angulema y Nérac e iniciada ya la represión contra el grupo reformista a consecuencia del asunto de los «placards» — manifiestos de propaganda anticatólica fijados incluso en la puerta del dormitorio de Francisco I —, C. abandonó Francia en 1534 y establecióse en Basilea, donde entregó a la imprenta la primera edición de su Institución Cristiana (v.).
Corregidas las pruebas del libro, marchó a Ferrara para visitar a Renata de Francia, casada con Hércules de Este y favorable a las ideas reformistas. Según se cree, salió de Italia por el valle de Aosta y mientras iba camino de Estrasburgo fue retenido en Ginebra por Guillermo Farei, quien al principio no parecía convencerle con su insistencia. Sin embargo, veamos lo que dice C. : «Sabedor de que me interesaba en algunos estudios particulares para los cuales quería reservar mi libertad…, profirió incluso una imprecación y pidió a Dios que maldijera mi reposo y la tranquilidad deseada para estudiar, si en tal necesidad me retiraba y negaba mi ayuda y socorro.
Tales palabras me asustaron y conmovieron tanto que renuncié al viaje emprendido». Así empezó la primera estancia de C. en Ginebra. La ciudad acababa de expulsar a su obispo-conde, en tanto que manifestaba su adhesión a la Reforma, por motivos no sólo religiosos, sino también políticos; y Farel, con el concurso del estudioso joven, ya célebre, trató de convertirla en una población seriamente reformada tanto en la fe como en las costumbres.
Sin embargo, el primer intento no alcanzó éxito. El rigor con que C. pretendió someter a todos los ciudadanos a la firma de una confesión de fe reformista so pena de destierro, imponerles una disciplina de costumbres sancionada por una inspección eclesiástica más bien que civil (como se intentaba hacer en otros cantones) y obtener de las mismas autoridades una Constitución religiosa que garantizara la autonomía del gobierno eclesiástico respecto de la magistratura laica, le enajenaron parcialmente las simpatías de la burguesía ginebrina.
El conflicto sobre la adopción de los «ritos berneses» (el empleo de la fuente bautismal y de la hostia en la Cena del Señor), de suyo indiferente, pero combatida por el reformador en cuanto había sido decretada por los Consejos de la ciudad sin haber consultado a la Iglesia, provocó la expulsión de C. y Farel de la ciudad de Ginebra (1537). El primero establecióse en Estrasburgo, donde se le encargó la dirección de la comunidad de refugiados franceses.
Tal estancia resultó extremadamente ventajosa para C.: la culta población, situada en los límites del mundo latino con el germánico y bajo la guía inteligente y el espíritu ecuménico de Martín Butzer (Bucer), constituía un fecundo terreno de experiencias, y C. maduró en ella su teología y sus ideas acerca del gobierno eclesiástico, la disciplina y la organización de la liturgia reformada.
Su amistad con Bucer le dio ocasión de participar en los coloquios entre teólogos reformistas y católicos de Francfort, Hagenau, Worms y Ratisbona, promovidos por Carlos V de 1539 a 1541 en busca de una solución para el litigio entre la Reforma y el Catolicismo que permitiera evitar la división definitiva de la Iglesia en Europa. En estas reuniones, C. entabló también amistad con Me- lanchthon. Tales experiencias y contactos le habrían de ser luego preciosos para la reorganización de la Iglesia en Ginebra, adonde, sin embargo, no pensaba entonces volver; creyéndolo así, adquirió la ciudadanía en Estrasburgo y se casó en 1540 con la viuda de un anabaptista por él convertido, Idelette de Bure.
No obstante, la grave situación en que mientras tanto llegó a encontrarse la ciudad de Ginebra, dividida por los partidos, la victoria electoral del grupo favorable a C. y, finalmente, la insistencia de los amigos le decidieron. Desde la fecha de su regreso, el 13 de septiembre de 1541, la biografía de nuestro personaje queda identificada con su obra de reformador.
Su primera preocupación fue el establecimiento de una disciplina (las «Ordonnances ecclésiastiques»); en ella determina cuatro funciones directivas en la Iglesia: pastores, doctores, ancianos y diáconos, estos últimos encargados solamente de la asistencia a los necesitados. Las dos primeras categorías forman la «Vénérable compagnie», sobre la cual recae la responsabilidad de la doctrina profesada y predicada; pastores y ancianos integran el «Consistoire», organismo encargado de la vigilancia de las costumbres.
Sin embargo, las protestas de la autoridad civil, que reclamaba para sí la censura moral, comprendida en ella la excomunión, y el rigor y el espíritu inquisitoriales con que la disciplina fue impuesta alejaron de C. buena parte de sus mismos fautores, quienes, por lo demás, no veían con buenos ojos la influencia creciente que iban alcanzando en la ciudad, gracias al reformador, los refugiados franceses e italianos que a ella afluían. Se produjo así la lucha de C. contra los «libertinos», representantes de la vieja burguesía ginebrina, en la que fue a inserirse el trágico episodio de Servet, quien, tras haber eludido las consecuencias del proceso incoado contra él por la Inquisición de Vienne (Delfinado) debido a su negación del dogma de la Santísima Trinidad, fue detenido en Ginebra y llevado a la hoguera el 27 de octubre de 1553.
La disputa del reformador con sus adversarios prolongóse hasta 1555. A partir de esta fecha, C. fue dueño absoluto de Ginebra, que convirtió en una ciudad adusta y regida por un sistema de gobierno mixto, en el que las autoridades civiles y eclesiásticas guardaban celosamente sus prerrogativas específicas, pero se mantenían unidas bajo un común ideal teocrático; además hizo de ella un centro de irradiación de la Reforma hacia la Europa occidental y septentrional, obra de proselitismo que dotó con dos eficaces instrumentos: la Academia, fundada en 1559, y la Institución Cristiana, la cual, repetidamente editada y divulgada, llegó a convertirse en una verdadera «suma theologica» reformista.
Respetando la voluntad del reformador, ningún mausoleo fue erigido sobre su tumba, que permanece ignorada. De existir en la doctrina calvinista una idea central, es ésta la soberanía de Dios, creador, providente y redentor. C. no puede concebir al Ser Supremo cual espectador inactivo: cuanto desde la eternidad prevé, lo ha preestablecido y lo quiere.
Aquello que el hombre denomina mal, no puede serlo de una manera absoluta para quien sabe situarse en el plano de la glorificación divina; de esta suerte, C. se consolaba en las crisis de dolor físico pensando que le eran enviadas por la mano de Dios. Incluso el pecado forma parte del plan divino; y así, el reformador trata de salvar la responsabilidad subjetiva del hombre distinguiendo entre necesidad y coacción externa, y rechaza la objeción según la cual la voluntad de Dios resulta arbitraria, acudiendo a su sabiduría y su bondad, que se hallan por encima de la razón humana.
Sin embargo, el aspecto más vivo de la doctrina calvinista no reside precisamente en las discusiones escolásticas (fruto tardío de la polémica del reformador), sino en la intuición del poder omnipresente de Dios, de quien el hombre puede estar muy satisfecho de haber recibido cuanto es y tiene; y asimismo, sobre todo, en la conciencia de la «elección», que le permite considerarse con orgullo instrumento suyo.
Con todo, el mismo concepto de esta selección no debe quedar aislado de la compleja visión ético-religiosa del reformador, en quien la doctrina luterana de la justificación por la fe resulta equilibrada por una revalidación de las obras en una ética rigorista, afín, más bien que a la católica, al ascetismo de las sectas heréticas medievales, a las que, a través del anabaptismo contemporáneo, parece remontarse también la importancia reconocida por C. a la acción del Espíritu Santo en la vida de los creyentes. A ésta, en efecto, atribuye el reformador la palingenesia («regeneración») que restaura la «imagen de Dios» en el hombre, individuo y colectividad, de suerte que lo singular queda inserto en el «cuerpo de Cristo», o sea la Iglesia, también visible.
La vida de los «regenerados» es obediencia a la ley divina, al Decálogo interpretado según el Evangelio; y puesto que, por otra parte, las normas evangélicas suponen para C. la expresión más adecuada del derecho natural, la existencia regenerada pasa a ser también regla de la vida civil y política.
De esta compleja visión ético-religiosa, más que de la idea abstracta de elección, deriva la extensa influencia del calvinismo, al cual se suele hacer remontar, por un lado, la ética del trabajo y del ahorro propia del capitalismo, y, por el otro, la necesidad de la independencia de la Iglesia respecto del Estado y, como consecuencia de ella, la libertad de conciencia en general, fundamento de cualquier otra; al mismo tiempo, cabe afirmar que el hábito y el gusto del autogobierno de las comunidades calvinistas han sido una escuela de democracia para las naciones anglosajonas. A la identificación del derecho natural con la ley evangélica deben atribuirse las exigencias filantrópicas y humanitarias de los más notables adeptos de C. en los siglos XVII-XIX.
G. Miegge