Juan del Encina

Poeta, músico y dra­maturgo español. Nació el 12 de julio de 1468 en la provincia de Salamanca (probable­mente en el lugar llamado La Encina, del cual tomó el nombre, según costumbre que data del Renacimiento), murió en Salamanca a fines de 1529.

Estudió Humanidades en Salamanca y luego entró al servicio del duque de Alba. Dotado de una precoz ima­ginación, compuso e hizo representar ante su señor sus primeras obras, que alcanzaron mucho éxito. En 1498 marchó a Roma.

Por sus conocimientos musicales le fue con­fiada la dirección de la capilla del papa León X. A pesar de su brillante y prove­chosa situación, regresó a España en 1510. Hasta 1519 sólo se sabe de su vida que es­tuvo en Málaga; en este año volvió a Roma, donde fue ordenado sacerdote y peregrinó a Jerusalén, de cuyo viaje publicó una re­lación titulada Trivagia (1521, v.).

Sabemos que desempeñó luego con éxito algunas mi­siones diplomáticas de Fernando de Castilla cerca de la corte de Roma. Desde 1523 hasta su muerte vivió retirado en un monas­terio de León. Su obra de poeta y músico está contenida en su mayor parte en el Cancionero (v.), editado por primera vez en Salamanca, en 1496, y del cual se cono­cen seis ediciones más hasta 1516.

En él figu­ran el Triunfo de la fama, poema que cele­bra la rendición de Granada; la Tragedia trovada a la dolor osa muerte del príncipe don Juan, hijo de los Reyes Católicos; el Triunfo de Amor, poco afortunada imita­ción de Petrarca; buena cantidad de deli­ciosos poemitas cortos — villancicos, glosas y romances —, poesía cantable con música del propio autor.

El Cancionero contiene también las famosas Églogas, en número de catorce, entre las que cabe citar el Auto del Repelón (1509), la Égloga de Fileno… (v.) y la Égloga de Plácida y Victoriano (v.); finalmente, recoge el breve e intere­sante tratado Arte de poesía castellana (ha­cia 1500), que le valió en su tiempo el nom­bre de «poeta por excelencia».

Sus églogas o «representaciones» son diálogos de tema pastoril en los que apenas se esbozan con­flictos propiamente dramáticos, pero poseen una encantadora sencillez, que nos revela un teatro en cierne. Pocos años más tarde, Lope de Rueda imprimiría un sensible pro­greso a este arte naciente. No por ello deja de merecer J. del Encina el glorioso título de fundador, por no decir patriarca, del tea­tro español.