Empédocles de Agrigento

Fue uno de los pensadores más singulares de la Filoso­fía occidental, una extraña mescolanza de científico, médico, filósofo, místico, filán­tropo y mago. Nació hacia el 492 a. de C. en Agrigento, entonces una de las ciudades más opulentas y populosas (800.000 habitantes) del mundo griego.

Aun cuando hijo de una familia aristocrática y rica, alentó senti­mientos ardientemente democráticos y fue un implacable defensor del gobierno del pueblo, de suerte que llegó a renunciar al ofrecimiento del trono que le hicieron sus conciudadanos y al cual prefería la sencillez de la vida privada.

Al servicio de éstos y de sus coterráneos de Sicilia consagró sus conocimientos de Física y su legenda- dio talento: saneó los campos de Selinunte, dirigiendo por su cuenta el río que los convertía en terrenos pantanosos, hacia otros dos cursos de agua próximos; detuvo la acción de los vientos etesios, muy perjudi­ciales para la agricultura, haciendo desollar a varios asnos y colocando sus pellejos so­bre las cimas de los montes; mantuvo viva a una mujer que a lo largo de treinta días permaneció’ sin respiración ni pulso, etc.

Ha­cia el 440, y como impulsado por una mi­sión, viajó por el resto de Sicilia, la Magna Grecia y el Peloponeso, y posiblemente de­bió llegar hasta Atenas. No parece haber regresado a Agrigento, a causa de una sen­tencia de destierro. Se cree que falleció en el Peloponeso a los sesenta años o, según otra versión, a los ciento nueve.

Acerca de su muerte circulaban diversas leyendas. Se decía que cierta noche, después de un ban­quete de Empédocles con sus amigos, los concurren­tes se dispersaron para descansar bajo los árboles o en otros lugares y sólo él no fue hallado a la mañana siguiente; un criado contó haber oído a medianoche una pode­rosa voz que llamaba a Empédocles y visto una gran luz en el cielo y un resplandor de antor­chas.

Otros afirmaban que había subido a la cumbre del Etna y desaparecido en el cráter, adonde se habría lanzado para que creyeran en su transformación en dios; no obstante, según se dice, el volcán vomitó luego una de sus sandalias de bronce, y puso así de manifiesto la impostura. Todo ello, naturalmente, no es sino leyenda; tam­bién parecen serlo en parte las anécdotas que de él se cuentan.

Sin embargo, el re­trato físico y moral que figura en las fuen­tes antiguas puede muy bien resultar ver­dadero, por cuanto corresponde a algunas manifestaciones suyas y, hasta cierto punto, a su doctrina. Vestía de púrpura, llevaba una guirnalda de oro, calzado de bronce, corona apolínea en la cabeza y vendas délficas en las manos, como un dios; lucía una larga cabellera, iba rodeado de muchos sier­vos y mantenía siempre un continente no­ble e impasible, de suerte que quienes le veían podían considerarle investido de dig­nidad real.

Sabemos todo esto no sólo a través de tradiciones reunidas por los eru­ditos, sino también gracias a las propias declaraciones de Empédocles, como la que figura al principio de uno de sus dos poemas, Puri­ficaciones (v.): «Oh amigos que moráis en la gran ciudad junto a las orillas del rubio Acragante…, vivo entre vosotros como un dios inmortal, ya no mortal, honrado por todos, según es justo, ceñido de vendas y coronas de flores; cuando llego a las flore­cientes ciudades, con mi cortejo de hombres y mujeres, soy objeto de veneración; miles de personas me siguen, deseosas de cono­cer el camino que las conducirá a su bien, de saber su destino y de oír, en sus dolen­cias, la palabra que las sana».

Lo mismo cabe afirmar de los términos con que se expresa en otro pasaje, dirigido a su dis­cípulo Pausanias: «Conocerás los remedios que ayudan contra los males y la vejez…, aplacarás la furia de los vientos infati­gables…, atraerás el buen tiempo y, en ve­rano, la lluvia…; evocarás del Hades el es­píritu de un hombre muerto».

También la doctrina de Empédocles, formulada asimismo en el otro poema suyo, De la naturaleza (v.), ofrece algo inspirado y épico, incluso en su aspecto científico, en la moderna acepción de la expresión; así, por ejemplo, en la idea de su cosmogonía, dominada por las dos fuerzas perennemente alternantes de la Amistad y el Odio, a las cuales se debe­rían, respectivamente, la mescolanza — con­cluida en la Esfera— y la disgregación de los elementos originarios o raíces; en la con­cepción de su fantástica y singular zoogonía, que imagina, en determinada etapa de la vida sobre la tierra, «un gran número de cabezas sin cuello, y de brazos aislados, carentes de hombros, y de ojos errantes, no destinados a ser el adorno de frente alguna…»; o en la doctrina de las almas, forzadas por tres miríadas de años a vagar por doquier, lejos de los bienaventurados, de donde procedían, y a revestir sucesiva­mente todas las formas mortales para lle­gar a la purificación.

Q. CATAUDELLA