José María Vargas Vila

Escritor co­lombiano nació en Bogotá en 1860 y murió en Barcelona (España) en 1933. La crítica es poco flexible en la estimación de su obra: un compatriota suyo tan ilustre como Baldomero Sanín Cano ni siquiera lo cita en su libro Letras colombianas; Ugo Gallo opi­na que el autor es inferior a su fama; René Bazdn y Valbuena Briones tampoco lo men­cionan en sus estudios respectivos de lite­ratura hispanoamericana; Anderson Imbert nos habla de que sus «exquisiteces lite­rarias estaban al servicio de un mórbido mal gusto»; Luis Alberto Sánchez comenta «su sentimentalidad un tanto barata» y ha­bla de «una insoportable cursilería senti­mental», para decir después que nos «ha legado las broncíneas páginas de Césares de la decadencia y de La muerte del cóndor, encendida beatificación de Eloy Alfaro» Carlos García Prada, tras protestar contra el injusto olvido en que se tiene al escritor en su patria y en el mundo, y afirmar que «quedan sus artículos y ensayos, dignos mu­chos de ellos de figurar junto con los de Montalvo, González Prada y Blanco Fombona, para mencionar sólo a tres entre los maestros del vituperio y la diatriba, a quie­nes en América Vargas iguala en virilidad e independencia…, aunque no en la forma aca­bada de la expresión literaria», afirma tam­bién que «como novelista no logró crear ni una sola obra maestra de valor universal y permanente» y que «carecía de buen gusto y de sólida cultura humanística».

Con estu­dios incompletos, se dedicó al periodismo y a la política. Entre las publicaciones que fundó sobresale la revista Némesis, que re­dactó y dio a la imprenta en Nueva York y en París. Combatió las reformas del presi­dente Rafael Núñez y tomó parte como se­cretario del general Daniel Hernández en la revolución de 1884, en la que los radicales fueron aplastados; escondido, Vargas escribió sus Pinceladas sobre la última revolución de Colombia: siluetas bélicas, y se refugió en Venezuela, de donde pasó a Estados Unidos. Vuelto a Venezuela en 1893, fue secretario del presidente Crespo, a cuya caída volvió a emigrar. Nueva York, París, Barcelona, Madrid, Roma y Venecia fueron las ciuda­des donde residió en diversas etapas de su vida; representó como cónsul al Ecuador en Roma (1894) y a Nicaragua en Madrid (1904), pero en 1923, en plena y discutida gloria, recorrió diversos países de América dando conferencias.

No se puede decir gran cosa de su poesía (v. Pasiosarias) y podría hablarse demasiado de sus veintitantas no­velas (v. La Simiente), algunas de las cua­les fueron muy leídas, como Aura o las violetas (1887), Flor de fango (1895), Ibis (1900), Las rosas de la tarde (1900) y El cisne blanco, novela psicológica (1917), que difícilmente resistirían una crítica seria des­de diversos ángulos, pese a las discutibles calidades de su estilo. Más estimable es su sinceridad demoledora, en busca de una mayor libertad y una mejor justicia, aunque siempre con las infecundas características del francotirador, en sus ensayos, como los ya citados (Césares en la decadencia y La muerte del cóndor), a los que podemos aña­dir Los providenciales (1892), recogidos des­pués en Los divinos y los humanos (1904); Ante los bárbaros (1902), Laureles rojos (1906). Dejó también, entre otros muchos escritos, un trabajo sobre Rubén Darío (1917); una Memoria inédita y algunos cuen­tos Mis mejores cuentos (novelas breves), que publicó en 1922.

Este escritor colom­biano de raíz romántica, formación moder­nista y temperamento rebelde, atrabilario y egocéntrico, admiró a D’Annunzio y a Nietz­sche, pero no supo tomar de ellos lo mejor. Sin embargo, su obsesión liberal y estética, movida por su frustrada ambición creadora, dan a su obra un interés indudable, que podrá discutirse, pero que no se puede silen­ciar en el estudio de las letras hispanoame­ricanas.

J. Sapiña