José De Diego

Poeta, político y abogado puertorriqueño nació en Aguadilla en 1867 y murió en Nueva York en 1918. Figura román­tica, tanto por su situación en el campo literario como por sus afanes políticos.

Casi niño fue enviado a España, y en el Instituto de Logroño cursó el bachillerato. Pronto se despertaron en él las aficiones poéticas y a un tiempo sintió la atracción de la política. Lo vemos a los catorce años de edad for­mando parte del Comité Republicano Pro­gresista de la ciudad riojana y enviando sus primeras colaboraciones a La Semana Cómi­ca de Madrid. En la Universidad de Barce­lona cursó la carrera de Leyes.

Por aquellos años fundó, con Ricardo J. Catarineau, el periódico La Universidad. En 1885, unos ver­sos audazmente extremistas publicados en El Progreso de la capital española le valie­ron ingresar en la cárcel. Su primera colec­ción poética, Jovillos (v.), nos muestra un vivido testimonio de los años juveniles de nuestro autor, transcurridos en la Ciudad Condal.

En 1886-87, una temporada en su isla nativa y unos tempranos amores nos ofrecen la elegía A Laura, «el poema más humani­zado de De Diego», según Concha Meléndez. Sus estudios jurídicos hubo de terminarlos en La Habana (1891-92), donde sintió nacer su devoción por la figura de Martí. Estable­cido ya en Puerto Rico, su vida fue un derroche fogoso de actividades profesionales, políticas y literarias.

Llegó a ocupar la sub­secretaría de Justicia en el gobierno autó­nomo nombrado en 1897 y fue presidente de la Cámara de Delegados en 1907. Sin em­bargo, cuando su partido dejó a un lado la cuestión de la independencia política del país, el poeta, que la anhelaba con fervor, rompió con sus compromisos políticos y se lanzó a la tribuna, donde su verbo ardiente lo hizo caudillo del pueblo. Defendió con igual vigor la independencia de Puerto Rico y la tradición hispana.

Lo mejor de su elo­cuencia, de estirpe castelarina, lo consagró a la defensa del idioma español como lengua oficial de la enseñanza. Hubo de llamársele Caballero de la Raza». Cuando intentaba poner las bases de una Unión Antillana, se sintió herido por la enfermedad que había de arrebatarle la vida. Su poesía recoge el último aliento romántico del siglo XIX: sub­jetivismo sentimental, ardores de rebeldía que se muestran tanto en los temas políticos como en los religiosos.

No cultiva el moder­nismo, aunque lo conoce, y llega a recha­zarlo porque argumenta que cuando un pue­blo sufre no hay por qué «ir a buscar va­guedades». Su obra fundamental se recoge en cuatro colecciones: Jovillos, ya mencio­nada: Pomarrosa (v.), Cartas de rebeldía (v.) y Cantos de pitirre, último poemario, inédito hasta 1950.

A. Ramos