Jonathan Edwards

Nació el 5 de octubre de 1703 en East Windsor (Connecticut), en el seno de una familia distinguida y culta, y murió el 28 de marzo de 1758 en Princeton.

Desempeña un papel decisivo en la histo­ria de la ética norteamericana. Muchacho precoz, vio alentadas muy pronto por el padre sus tendencias a la observación minu­ciosa, que habían de manifestarse en los estudios juveniles de fenómenos naturales (particularmente de las costumbres de las arañas) y en su producción posterior (así, por ejemplo, en las sutiles investigaciones psicológicas reunidas en Treatise concerning Religious Affections).

En tanto el plebeyo Benjamin Franklin, contemporáneo suyo que con él compartiría el honor de haber establecido las bases espirituales de la na­ción, trabajaba en Boston como aprendiz tipógrafo, Edwards se hallaba entregado al estu­dio de la Teología y de la Filosofía moral en la Yale University. A los diecisiete años conoció una conversión mística: la gloria de Dios parecióle encarnada en el esplen­dor de la naturaleza.

Siguieron veintisiete años de predicación evangélica, período al que puso fin la voluntad de sus propios oyentes, quienes no soportaban el exaltado rigor de sus doctrinas. No ajeno a cierto orgullo tiránico (por él mismo reconocido mejor que por sus críticos), sentíase instru­mento de la Gracia: ceder o transigir en una cuestión en la cual veía con evidencia la voluntad de Dios, hubiera sido inconce­bible; y, así, abandonó la parroquia.

Vivió tranquilamente los últimos años de su exis­tencia en la localidad fronteriza de Stock­ton; allí predicó entre los indios y escribió su gran tratado sobre El libre albedrío (v.). En 1758, precisamente después de su elec­ción para el rectorado de Yale, y mientras alababa los inescrutables designios divinos, falleció durante una epidemia de viruela.

El terrorífico sermón Los pecadores en ma­nos de un Dios airado (v.) expresa la rigi­dez autoritaria y la intensa exaltación pro­pias de Edwards, pero no la conciencia estática de la .gloria divina de la cual brotaban am­bas ; «una convicción feliz de la gloriosa majestad y la gracia de Dios», a quien atri­buía la soberanía más absoluta e incondicionada.

Esto último, terrible en sus efec­tos e inescrutable, le hacía precisamente maravillosa y sublime la idea de la divi­nidad. El calvinismo puritano le facilitó los sólidos cimientos sobre los que pretendía edificar; sin embargo, construyó su nueva ciudad de Dios sobre un principio de amor total, constantemente inspirado en «leyes» internas, implacables como las naturales de Newton, que gobiernan la vida del alma y definen los límites de la condición hu­mana.

En su opinión, la voluntad del hom­bre sólo es libre en cuanto manifiesta la «oscura necesidad» — como la denominó su seguidor Hawthorne— a la cual todas las acciones humanas, precisamente por serlo, se encuentran sometidas. Su puritanismo re­sulta no tanto un código de moral como una concepción trágica, en la que el Pecado Ori­ginal desempeña la misma función dramá­tica que el crimen de Atreo.

De Edwards procede, en última instancia, toda la literatura trá­gica norteamericana, así como la gran can­tidad de obras tendentes al análisis moral, a las investigaciones psicológicas tortuosas y ambiguas, y a la elaboración de los gran­des ideales. Sin embargo, Edwards partió de una singular inversión: en su tratado The Nature of Virtue definió la virtud como «la be­lleza de las cualidades y de los ejercicios del corazón».

El mal y el pecado le resulta­ban odiosos no en cuanto violaban un prin­cipio de bien, sino a causa de su «intrínseca deformidad»; esta confusión de ética y esté­tica persiste aún en Norteamérica y ha en­contrado su expresión más poderosa en la obra de Henry James.

S. Geist