John Dewey

Nació el 2 de octubre de 1859 en Burlington, localidad de Vermont y ciudadela del «yanquismo» de Nueva Inglate­rra, en el seno de una familia de coloni­zadores de humilde origen, y murió en Nueva York el 1.° de junio de 1952. El mismo año de su nacimiento aparece Sobre el origen de las especies (v.), de Darwin.

El «yankismo» y el darwinismo fueron los dos puntos iniciales de una actividad filosófica que, empezada en una época hoy arcaica, había de terminar en 1952, y de una filoso­fía cuyas repercusiones mundiales se dejan sentir aún en nuestros días. Los funda­mentos no racionales del pensamiento de Dewey se apoyan en la tradición «yankee» de la práctica, del obstinado empirismo y del «sentido común y nada absurdo» proceden­tes, por lo menos, de los tiempos de Ben­jamín Franklin, quien, como Dewey, consideró objetivos legítimos la mentalidad y el método experimentales.

Según parece, las tra­diciones más estrictamente filosóficas y mo­rales de Nueva Inglaterra — denominadas normalmente puritanismo no dejaron huella en nuestro autor. La estructura ra­cional por él erigida sobre los menciona­dos fundamentos derivó, originariamente, de Darwin; en el pensamiento de Dewey, la men­te humana es un producto de la evolución biológica, un «instrumento» que, como el cuello de la jirafa, se ha ido desarrollando para permitir la adaptación y superviven­cia del organismo en el mundo físico.

La inteligencia, pues, debería ser utilizada, juz­gada y modificada de acuerdo con su efi­cacia práctica de instrumento de subsis­tencia. La juventud casi rural de Dewey y sus años de universidad transcurrieron en el Este; en 1884, sin embargo, inició la activi­dad docente en el Midwest, donde vivió durante los veinte años siguientes.

De tal región — de sus genéricos estados de ánimo y de su «liberalismo americano» a la anti­gua — parece haber sido siempre el intér­prete. El contacto, en los últimos años de estudios, con la obra de Hegel había de­jado, según él mismo afirma, «un poso per­manente» en su pensamiento. El intento de una nueva interpretación del ilustre filó­sofo alemán en modernos términos norteamericanos — o sea «yankees» y darvinia­nos — fue el primer paso en la elaboración de lo que había de llegar a ser el «instrumentalismo» (la teoría y el nombre resul­taron variantes de lo que un autor contem­poráneo pero de más edad, William James, denominó «pragmatismo»).

La primera obra publicada por Dewey fue —lo cual es signifi­cativo—una Psychology (1887); en ella de­mostró su autor que la naturaleza y la fun­ción «instrumentales» de la inteligencia son el principio esencial del pensamiento filo­sófico; la filosofía — da a entender allí — no es una parienta de la psicología, sino una hija bastarda de la misma.

La forma de ésta descendiente empezó a aparecer en Esbozos de una teoría crítica de la ética [Outlines of a Critical Theory of Ethics, 1891], que tres años después convirtióse en The Study of Ethics. Entre las dos obras, y como explicación, según Dewey, del desarro­llo que se había producido de la primera a la segunda, surgieron los Principios de psi­cología (v.) de James, quien, después de Hegel, ejerció sobre su ideología la mayor influencia.

Tales estudios iniciales sobre las bases psicológicas de la ética provocarían (Ethics, 1908) la virtual reacción de ésta en muy pocas de sus componentes psicoló­gicas. Mientras tanto, Dewey había empezado a aplicar la teoría instrumentalista a otros ámbitos — la educación y la lógica — en los cuales, con unas conclusiones alabadas por unos y condenadas por otros, contribuiría a la aparición de revoluciones de alcance mundial.

Llegado en 1894 a la Universidad de Chicago, pronto inició aquí un curso experimental fundamentado en los princi­pios de la doctrina instrumentalista. Sus principios pedagógicos — renuncia total a los métodos y objetivos tradicionales de la enseñanza — fueron expuestos en Escuela y sociedad (v.), texto publicado en 1903. Dewey sitúa el fin de la educación en el adiestra­miento de los hombres en la «adaptación» a su ambiente y en la reconstitución de éste de la manera más adecuada a sus de­seos y necesidades.

El razonamiento, inspi­rado en la mentalidad norteamericana de la iniciativa práctica en su forma más inte­ligente, era formalmente impecable; sólo cabía reprocharle el olvido de casi todos los «deseos» y las «necesidades» considera­dos fundamentales por cuantos, de Mosé a Freud, habían analizado el espíritu. Ello des­quiciaba, además, naturalmente, como Dewey parecía admitir muy gustoso, el anticuado concepto de alma.

En 1916, cuando publicó su tratado más elaborado, Democracia y educación (v.), el «Movimiento de la Edu­cación Progresiva» podía considerarse defi­nitivamente en marcha. En 1903, Dewey había escrito asimismo Studies in Logical Theory, obra que en 1938 daría lugar a Lógica. La teoría de la investigación (v.), pero tam­bién, singularmente, en 1920 a Reconstrucción en filosofía (v.), acusación plena de la metafísica tradicional y de la práctica misma de la contemplación o de la especu­lación como fin en sí en cuanto lujo inútil de las ociosas clases ricas (hablaba un de­mocrático plebeyo).

He aquí los elementos de juicio empleados por Dewey en la compro­bación de la verdad y el valor de una idea: «¿Funciona? ¿Produce resultados pro­vechosos?» Como en otras partes, el pro­blema de lo «provechoso» — o sea la cues­tión fundamental de la ética clásica — no tuvo, en la obra de nuestro autor, una res­puesta satisfactoria. El «provecho» se ve equiparado, en general, a lo que determina el «crecimiento», el «progreso», el «mejo­ramiento», el «desarrollo», la «evolución»…

En la base de estas vagas nociones racio­nalistas existía cierto horror irracional de lo inmóvil y fijo; nos hallamos, pues, ante la convicción típicamente norteamericana según la cual la inmovilidad es, por sí mis­ma, algo maléfico, en tanto que el movi­miento y el cambio resultan, ya por ellos solos, beneficiosos. La filosofía de Dewey en­contró el favor de un público ávido no sólo en América, sino también en cualquier otro lugar del mundo en el cual hubiese apa­recido la conciencia de la necesidad del cambio, la impaciencia contra el orden tra­dicional, ya de la mente como de la socie­dad: Rusia, México, China, Turquía, Ja­pón…

Varios viajes y ciclos de conferencias le llevaron al establecimiento de un con­tacto directo con tales países; enormes fue­ron los efectos recíprocos de tales visitas. La dilatada existencia de Dewey le permitió lle­gar a deplorar ciertas consecuencias, pro­fundamente ajenas a su liberalismo huma­nitario, de algunos movimientos revolucio­narios alentados por sus propias teorías.

Prolífico en cuanto escritor, como tosco, desvaído y carente de atractivo resultara en este mismo aspecto, compuso, entre otras obras importantes, varias interpretaciones instrumentalistas: Naturaleza y conducta humanas (v.), Experiencia y naturaleza (v.), La búsqueda de la certeza (v.), El arte como experiencia (v.), Experiencia y educación [Experience and Education, 1938] y Libertad y cultura [Freedom and Cul­ture, 1939].

Su teoría de la «adaptación» evo­lutiva tiende cada vez más, entre los dis­cípulos más lejanos y menos numerosos, a convertirse en una disciplina de conformis­mo a cualquier «norma» mediocre y una especie de sutil y con frecuencia incons­ciente tiranía intelectual. La inevitable re­belión contra el «deweysmo» en el ámbito educativo ha adquirido la forma de un autoritarismo opuesto que afirma inspirarse en Santo Tomás de Aquino.

S. Geist