Johannes Duns Scot

La crítica re­ciente, que ha rescatado los rasgos autén­ticos de la biografía escotista abriéndose paso a través de una tupida red de leyendas, va perfilando cada vez más netamente los contornos en verdad singulares de esta figu­ra que apasionó a la Edad Media.

Originario de Escocia, de donde su apelativo Scot, nuestro autor nació en Maxton (condado de Roxbourg) entre 1265 y 1266, y murió en Colonia el 8 de noviembre de 1308. Estudió primeramente en Haddington y luego en el convento de los frailes menores de Dumfries, donde se hallaba su tío Elias Duns, vicario general de la Orden.

En 1280, apenas cumplidos los quince años, ingresó como novicio franciscano, y en 1291 era ordenado sacerdote por Oliverio Sutton, obispo de Lincoln. De la nativa Escocia y de In­glaterra pasó a vivir durante cuatro años — de 1293 a 1296 — en el apasionado am­biente deL Estudio de París, que por aquel entonces iba convirtiéndose en la palestra de los mejores espíritus de la época.

En la capital de Francia, el ingenio agudo y multi­forme de Duns Scot y su vida llena de una ardiente y profunda piedad impusiéronse ya desde buen principio; y así, en 1302 pudo regresar a París como bachiller y comenta­dor de las Sentencias. Aunque de tempera­mento batallador, poseía en la intimidad de su espíritu algo de ardiente y amable, sobre todo en el ámbito de su piedad interna y de la amistad; posiblemente a ello se debió su enorme ascendiente entre los jóvenes.

Más adelante defendió contra los teólogos del Estudio parisiense, en un clamoroso debate público dramáticamente presentado por la leyenda, la tesis teológica — muy audaz para aquellos tiempos — de la inmaculada concepción de María. Sin embargo, su fama y su prestigio acabaron por serle perjudicia­les; ya en 1304 era considerado elemento nocivo por los partidarios de Felipe IV el Hermoso, a quienes les oponía la defensa de los derechos del Papa.

Su éxito como maestro, debido al mismo tiempo a la ve­hemencia del amor, al calor netamente fran­ciscano de su espíritu y a la infatigable dialéctica de su sagaz intelecto, le hacían apreciado e, igualmente, envidiado; y así, en 1303 hubo de abandonar París por vez primera y refugiarse en Oxford, donde en­señó durante un año. En otra ocasión debió retirarse de nuevo; el general de los frailes menores, Gonsalvo de España, le envió en­tonces prudentemente a Colonia, deseoso de librarle de la tempestad que hacía presumir la reanudación de las divergencias entre el Pontificado y Francia a causa del proceso de los Templarios, en 1307.

En su nueva residencia dedicóse Duns Scot a la composición de textos y a la enseñanza, y allí murió al cabo de un año, a los cuarenta y tres de edad. Tanto en Oxford como en París había comentado las Sentencias de Pedro Lombar­do (v. El libro de las sentencias) y dado respuesta, con una lucidez y un ímpetu que maravillaban al auditorio, a las cuestiones públicas presentadas, según la costumbre medieval, con solemnidad a los discípulos y eruditos en los debates del Estudio.

De esta labor viva, de las lecciones y los apun­tes de los alumnos, proceden en gran parte las obras principales de Duns Scot (v. Obra de Oxford, Cuestiones de París, Quodlibetum), que conservan el estilo de un discurso y diálogo doctos. Como Tomás de Aquino, luchó toda su vida por un nuevo equilibrio de la filosofía cristiana, después de la intro­ducción del aristotelismo árabe en el pen­samiento occidental.

Más agudo que el Doc­tor Angélico en la percepción de las difi­cultades de cualquier solución y en el planteamiento de cuestiones, y acaso menos orgánico en el establecimiento de un sis­tema, Duns Scot fue presentado en la tradición medieval como «Doctor subtilis»; sin em­bargo, su fe y su pasión más profundas, aun cuando unidas a la Filosofía, residen particularmente en la Teología.

Y, por un extraordinario contraste, este razonador «su­tilísimo» es el filósofo de la individualidad y el hombre que más intensamente haya vivido y teorizado la concepción franciscana de la vida, al cantar la supremacía del amor y de la infinita libertad de carácter divino que son la propia base del mundo.

M. T. Antonelli