Joachim Du Bellay

Nació en 1522 en el pueblo de Liré (Anjou) y murió el 1.° de ene­ro de 1560 en París. En el castillo paterno de la Turmelière vivió una adolescencia so­litaria y sin el cuidado de sus padres, pron­to matizada por la melancolía a la cual «la douceur angevine» comunicó un carác­ter muy sereno, casi plácido, y una estan­cia en Roma los acentos más afligidos.

Dedi­cado en Poitiers a los estudios jurídicos, que no le preocuparon demasiado, se siente atraído por el activo ambiente literario y humanista de la ciudad. Su encuentro con Ronsard en 1547, que determinó definiti­vamente su vocación poética, dio sentido a su vida y le abrió las puertas del Colegio Coqueret, de París, donde, bajo la guía del helenista Dorat, había de pasar seis años lleno de fervor por los estudios humanísti­cos, maravillado ante los antiguos, entusiasta de los italianos; ya se vislumbraba en él al futuro polemista de la «Pléiade», siempre junto a su reverenciado amigo y maestro Ronsard.

Fruto de la familiaridad con los petrarquistas, las composiciones lí­ricas amorosas de Olive (v.), de 1549, me­recen ser recordadas no sólo por la origi­nalidad de la inspiración, excesivamente vinculada a los modelos y ahogada por el estilo, sino también en cuanto consagración del soneto en la poesía de Francia. Acompa­ñaba la colección un largo prólogo del propio Du Bellay, que, bajo el título Defensa e ilus­tración de la lengua francesa (v.), había de convertirse en el combativo manifiesto de los poetas jóvenes contra los imitadores de Marot.

Cumplidos los treinta años, nuestro au­tor, sin gloria ni posición firme, y ya con una salud precaria, resolvió ir a Roma jun­to con su primo el cardenal Du Bellay, embajador de Enrique II. Permaneció en la Ciudad Eterna por espacio de cuatro años, ligado por el cargo de secretario, curioso algunas veces ante las intrigas de la corte pontificia, y otras indignado, pero siempre con un espíritu progresivamente inquieto y enfermo de nostalgia.

Los diversos aspectos de su temperamento delicado y sentimen­tal, el espíritu agudo y polémico, y la sin­ceridad de expresión y sentimiento pueden hallarse de nuevo en las últimas obras dig­nas de mención. En 1558, tras su regreso a la patria, publica Las antigüedades de Roma (v.), en que, sugeridos por la contempla­ción de las ruinas, se entrelazan, sobre el modelo de un cargado simbolismo, lugares comunes y meditaciones.

Finalmente, en Los lamentos (v.) ofreció la norma de si mis­mo, de su alma pesimista, sensible, arro­gante, apasionada y mordaz, y de su arte más genuino y libre. Unos pocos meses des­pués, sólo a los treinta y ocho años, finali­zaba una existencia llena de melancolía y no exenta de afectos; pero sin esplendores, resignada a permanecer a la sombra ilustre de Ronsard. Tal parece seguir siendo toda­vía su suerte.

A. Bruzzi