Hart Crane

Nació el 21 de julio de 1899 en Garrettsville (Ohio) y se suicidó en aguas de Cuba el 27 de abril de 1932. Es uno de los poetas norteamericanos más insignes de nuestros tiempos.

Cuando contaba diez años, su familia se estableció en Cleveland; poco después, el divorcio deshizo el hogar y sembró en el corazón del adolescente la semilla de su dolencia moral. Empieza a escribir poesías a los trece años y a los die­cisiete lo lleva consigo su madre a la isla de Pinos, al sudoeste de Cuba; allí el abue­lo materno del joven poseía una plantación.

La experiencia de aquella naturaleza ra­diante, salvajemente bella y rodeada por un trágico mar, parece haber sido fundamentalen la poesía de C. Al año siguiente, en Nueva York, nuestro autor entabló con­tacto con los grupos literarios de la Little Revieno y de la The Seven Arts, y entregóse a la vida irregular y apasionante de la bohemia; al mismo tiempo, proyectaba cursar  estudios universitarios y leía a Marlowe, Donne, Rimbaud, Laforgue, Whitman y Eliot.

Sus esfuerzos para obtener símbo­los de la civilización mecánica hallaban entre los «liberales» marxistas un público entusiasta. Cuando los Estados Unidos inter­vinieron en la Guerra Europea, C. abandonó la idea de estudiar y marchó a Cleveland, donde trabajó como obrero en astilleros y fábricas de municiones, entre las máquinas que amaba.

La insistencia de su padre por inclinarle al comercio y sacar de su mente «el absurdo de la poesía», provocó una se­rie de huidas del poeta a Nueva York; la ruptura final con el autor de sus días, por el que sentía un tortuoso afecto, sobrevino en 1920.

C. buscó un empleo en la gran me­trópoli y volvió a sus extravagancias; con­vertido en un homosexual descarado y agre­sivo, sufrió terribles crisis de alcoholismo y pasó de la exaltación a la extenuación, mo­vido siempre por la alucinada conciencia de su talla poética. La ayuda económica del banquero Otto Kahn le permitió dedicarse exclusivamente a la poesía.

En 1926 apare­ció su primer tomo de versos, Blancos edi­ficios, conjunto de luminosos fragmentos de una visión única increada. En el transcurso de sus viajes a Cuba, París y Marsella, tra­bajaba en su mayor poema, El puente (v.), que debía reflejar el mito de la técnica y el maridaje simbólico de lo visible con lo invisible; no obstante, los altibajos de su dolencia y de la desesperación irrumpían continuamente en el esquema de la obra, que, aparecida en 1930, revelaba la concien­cia del fracaso.

Recibida una beca de la Fundación Guggenheim, C. marchó a Mé­xico en busca de un nuevo mito. Sin em­bargo, su permanencia en este país no fue sino una larga lucha con la muerte: el autor era un poeta de aceptación y celebración, no una criatura de la desesperación y la inquietud, dispuesta a descender con mente lúcida hasta el fondo de su angustia.

A bor­do de la nave que le llevaba otra vez a Nueva York, C. no pudo resistir la invita­ción del mar y quebró su vida con un trá­gico salto hacia las aguas cubanas.

N. D’Agostino