Nació en Pisa el 15 de febrero de 1564, murió en Arcetri (Florencia) el 8 de enero de 1642. A mediados del siglo XIV la familia Galilei era muy conocida en la República florentina. El padre de Galileo, Vincenzio, fue apreciado compositor de música. Envió a su hijo a estudiar Medicina en la Universidad de Pisa; pero Galileo, espíritu libre y profundo observador de los fenómenos naturales, se entregó pronto al estudio de la Geometría, de la Astronomía y de la Física, sin descuidar los estudios humanísticos.
Sus comunicaciones científicas, especialmente las que deseaba dar a conocer en el exterior, están redactadas en latín, lengua entonces generalmente usada en las relaciones internacionales. Pero su verdadera lengua fue el italiano, en la que se expresa en un estilo brillante y a menudo cáustico, con originalidad de concepto y excepcional fuerza de razonamiento. Abandonada la Medicina y encaminado al estudio de los problemas de la «filosofía natural», Galileo , estudiante en la Universidad de Pisa, comprendió todo aquello que debía ser dejado de lado en los dogmas de la vieja filosofía peripatética y todo lo que debía ser renovado tomando como base la observación y la experiencia. Dejando caer objetos de diferente materia desde lo alto de la torre inclinada de Pisa y observando el movimiento oscilatorio de la gran lámpara suspendida en la nave principal de la catedral, llegó a conclusiones que fueron acogidas con disgusto por los viejos maestros del Estudio pisano.
Por otra parte, Ostilio Ricci, que enseñaba Matemáticas en la corte del Gran Duque de Toscana, y el padre jesuita Cristóforo Clavio, del Colegio romano, apellidado el «Euclides del siglo XVI», le dieron a conocer los elementos de Euclides y las obras de Arquímedes. De ello resultó la invención de la «balanza hidrostática», utilizada unos años después por los Académicos del Experimento para la determinación de los pesos específicos (v. La balancita). Pronto se hizo notar el estudiante de Pisa, hasta el punto de que en 1589 le fue otorgada la cátedra de Matemáticas en la misma Universidad. A causa de sus revolucionarias ideas científicas y de su carácter cáustico e irónico, no tardó en ser blanco de ataques, de modo que se vio obligado a cambiar de residencia. De este tiempo es un audaz poemita suyo titulado Contro il portare la toga, en el que ponía en ridículo el reglamento que obligaba a los profesores de Pisa a vestir la toga incluso fuera del-ámbito universitario. Oportunamente llegó la invitación del serenísimo Pasquale Cicogna, dux de Venecia, dirigida al «señor Galileo Galilei, que profesa en Pisa con gran éxito las matemáticas, ciencia en la que es maestro», para enseñar en la célebre Universidad de Padua.
Las materias tradicionales, que formaban parte de los programas de sus lecciones, comprendían la Geometría, la Cosmografía, la teoría de los planetas, el Almagesto o fundamentos de la astronomía de Tolomeo, los elementos de Euclides y la mecánica de Aristóteles. Durante diecisiete años, tranquilos y serenos, desempeñó honorablemente Galileo la cátedra paduana al servicio de la República véneta. En 1597 declaraba de un modo abierto a su maestro Jacopo Mazzoni que el complicado sistema tolemaico no se avenía con las observaciones y no le satisfacía. Mucho más razonable era, según su parecer, el sistema copernicano. Escribiendo sobre el mismo tema a su colega y amigo Kepler, el cual se encontraba entonces en Graz, afirmaba también que desde hacía muchos años se había convertido al sistema de Copérnico. Bastó, esto para promover una gran revolución en el pensamiento científico y religioso de la época, del que nos podemos formar una idea pensando en los acontecimientos de los años siguientes. Según la costumbre de entonces, los amigos y discípulos de Galileo se alojaban en su casa de Padua, no lejos de la basílica de S. Antonio.
Allí explicaba él sus lecciones privadas acerca de varios problemas, especialmente de mecánica aplicada. En 1604 apareció súbitamente en el cielo una estrella nueva. No era la primera vez que se producía aquel fenómeno. El astrónomo danés Tycho Brahe había observado una mucho más luminosa en 1572. Como quiera que tales apariciones suscitaban gran interés y supersticiosas creencias entre el público, como las que producían los cometas, fue solicitado el parecer de Galileo sobre la naturaleza del fenómeno y sobre si se trataba de una estrella fija o de un planeta. En tres lecciones, escuchadas por multitud de estudiantes y oyentes en general, Galileo se esforzó en explicar las particularidades del nuevo astro, que él podía observar solamente con medios rudimentarios, sin ningún aparato óptico. Impulsado entonces por el deseo de conocer algo más sobre los astros, y habiéndose esparcido por entonces en Italia la noticia de que en Holanda se había inventado un instrumento óptico que aproximaba la visión de los objetos lejanos, Galileo se dedicó a estudiar con gran interés el modo de construirlo, y lo consiguió en el verano de 1609. La agudeza de su pensamiento científico aparece en toda su magnitud en los hechos que se produjeron a continuación.
El instrumento, que hasta entonces sólo había sido utilizado con fines prácticos, como la navegación y la guerra, se había transformado en las manos de Galileo en un poderoso medio para el estudio del cielo; así inició Galileo observaciones y descubrimientos que en tres siglos y medio, desde su época hasta el momento actual, han producido el conocimiento del universo que nos rodea. Entusiasmado con los descubrimientos que iba haciendo con su nuevo instrumento óptico, la primera reacción de Galileo es un himno de gratitud a Dios, que le había dado a él, antes que a nadie, la posibilidad de ver tantas maravillas, ignoradas por el hombre durante tantos siglos. Su emoción durante esta primera investigación aparece claramente en las apresuradas notas, redactadas primero en italiano y más tarde en latín, del opúsculo El nuncio sidéreo (v.).
Los primeros ejemplares fueron enviados por Galileo a Belisario Vinta, consejero y secretario del Gran Duque, y a sus amigos florentinos, entre los que produjeron grandes entusiasmos y vivas discusiones. Elogios en italiano y en dialecto veneciano celebraron los grandes descubrimientos. Tommaso Campanella escribía desde su cárcel de Nápoles: «Después de tu Nuncio, oh Galileo, debe renovarse toda la ciencia». Kepler, desconfiado al principio, comprendió después todas las ventajas que se derivaban de usar un buen anteojo, y también él se entusiasmó ante los maravillosos descubrimientos. Por lo que se refiere al problema de la naturaleza de las manchas solares (v. Historia y demostraciones sobre las manchas solares…), la gloria de Galileo no le viene de su descubrimiento, ya que en verdad las manchas habían sido descubiertas y observadas por otros, sino de la rápida y precisa comprensión del fenómeno y de sus varias manifestaciones.
Ninguno de sus contemporáneos había logrado comprender la verdadera naturaleza del fenómeno. Durante su estancia en Padua, y continuando sus observaciones astronómicas, descubría el extraño aspecto de Saturno, que se le aparecía «tricorpóreo», es decir, como un disco acompañado por otros dos cuerpos más pequeños de la misma forma y de la misma magnitud. La potencia de su anteojo no le permitió aclarar que se trataba del anillo que circunda el globo de Saturno. El fenómeno de las fases de Venus, que había discutido con su discípulo, el padre Benedetto Castelli, completaba sus descubrimientos astronómicos y le proporcionaba una importante prueba, aunque no decisiva, sobre el movimiento de Venus alrededor del Sol. Galileo concluía, además, que todos los planetas son opacos y reflejan la luz solar. La fama alcanzada por Galileo a causa, de sus enseñanzas, trabajos y descubrimientos, indujo al Gran Duque de Toscana a nombrarlo «primer matemático de su corte y de la Universidad de Pisa».
Galileo acogió con alegría la invitación, ya que siempre había deseado regresar a Florencia y sin pensar que allí le faltaría la libertad y la ayuda que siempre había tenido de la Serenísima República. En septiembre de 1610 se trasladaba Galileo a Florencia. Al pasar por Bolonia, tuvo una entrevista con su amigo Giovan Antonio Magini, matemático de aquella Universidad, y discutió con él acerca de los satélites de Júpiter, los llamados planetas Medíceos, que «habían producido una gran confusión entre los hombres». Trataba en aquel tiempo C. de establecer las leyes del movimiento de los cuatro satélites alrededor de Júpiter para poder predecir sus respectivas posiciones. Ello le habría permitido resolver el problema, entonces muy estudiado, de determinar la longitud en el mar. Los Países Bajos incluso habían ofrecido un importante premio al que presentara alguna solución. A principios de 1611 se dirigía Galileo a Roma, donde exponía el resultado de sus observaciones y sus trabajos a cardenales, a prelados, a gentileshombres de la Corte papal, al padre Clavio y a los padres jesuitas del Colegio romano.
Muchos quedaron persuadidos y otros pensaron que se trataba de ilusiones. Vuelto a Florencia fue huésped de su amigo el duque Filippo Salviati, inmortalizado más tarde como uno de los interlocutores del Diálogo sobre los dos mayores sistemas del mundo (v.), celebrado en la villa de Selve, en los alrededores de Florencia, y allí tenía ocasión de hacer nuevos descubrimientos sobre las manchas solares. Uno de los problemas de la «filosofía natural», muy discutidos entonces, era el de los fenómenos de la condensación y rarefacción del agua. Como consecuencia de varios experimentos seguidos por el mismo Gran Duque, el cardenal Barberino y el cardenal Ferdinando Gonzaga, publicaba su Discurso acerca de las cosas que flotan en el agua (v.). El padre Benedetto Castelli, que enseñaba Física y Matemáticas al joven príncipe Lorenzo de Médicis, era frecuentemente invitado a la mesa del Gran Duque, sentándose a ella junto con éste la Gran Duquesa y otros personajes de la corte.
En tales ocasiones se solía discutir sobre los descubrimientos de Galileo y sobre la debatida cuestión del movimiento de la Tierra, que parecía contrario a las Sagradas Escrituras. Habiendo llegado a oídos de Galileo tales discusiones, escribió la célebre carta (v. Carta a la señora Cristina de Lorena, gran duquesa de Toscana), en la que examinaba de un modo especial «el problema de la Sagrada Escritura en relación con los sucesos naturales», tratando a fondo la cuestión teológica y definiendo de modo admirable los límites entre la ciencia y la fe. Esta carta, y otras dirigidas a don Benedetto y a monseñor Piero Dini, se difundieron rápidamente y provocaron numerosas discusiones entre amigos y oponentes de Galileo. Entre estos- segundos, el más apasionado fue el padre dominico Tommaso Caccini, el cual, predicando en la iglesia de S. Maria Novella de Florencia acerca del milagro de Josué, atacaba particularmente a Galileo y en general a todas las personas que se ocupaban de temas científicos, sobre todo de Matemáticas, «arte del diablo».
Como consecuencia de estos sucesos, el Santo Oficio de Roma, examinando las obras de Galileo, encontró que éste profesaba doctrinas heterodoxas en Filosofía y en Teología. Para aclarar sus puntos de vista, y con la esperanza de poder defender ahora de un modo abierto el sistema copernicano, volvió Galileo a Roma en 1616. Gregorio XV lo recibió benévolamente, pero el Santo Oficio, por medio del cardenal Belarmino, le prohibió enseñar o defender la teoría del sistema heliocéntrico. Como dicen los documentos del Santo Oficio: «Galileus aquievit et parere promisit». Vuelto a Florencia, anunció Galileo a Belisario Vinta que tenía la intención de escribir un libro sobre el sistema y construcción del Universo, obra basada en la Filosofía, en la Astromonía y en la Geometría. Así anduvo elaborando el famoso Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo, en el que sus dos amigos, Salviati y Sagredo, con los que había pasado años felices en Padua, aparecen como interlocutores juntamente con Simplicio, fiel intérprete de las obras de Aristóteles.
Entre tanto, el cardenal Maffeo Barberini, que siempre demostró estimación y benevolencia hacia nuestro autor, había subido al solio pontificio con el nombre de Urbano VIII, y en consecuencia Galileo pensaba obtener fácilmente el «imprimatur» de las autoridades eclesiásticas para su libro. Éste le fue concedido, en efecto, en 1632; pero, al parecer, sin el consentimiento directo del pontífice. No tardó Urbano VIII en declarar que el Diálogo era abominable y todavía más dañoso para la Iglesia que las obras de Lutero y Calvino. Suspendida la difusión del libro y denunciado por el Santo Oficio, fue llamado Galileo a Roma. Siguió a esto el proceso, durante el cual tuvo Galileo el consuelo de verse apoyado por su hija, sor María Celeste; por el embajador de Tos- cana en Roma, Francesco Niccolini, y Caterina, su mujer. Después del proceso, en 1633, se le permitió a Galileo, gravemente enfermo, que regresara a su villa «El Giojello» en Arcetri, en los alrededores de Florencia. Sólo un siglo después de la publicación del Diálogo, precisamente en 1728, cuando el astrónomo real de Greenwich James Bradley, habiendo descubierto el fenómeno celeste de la aberración de la luz, suministró una prueba indiscutible — tan vanamente buscada por Galileo — del movimiento de la Tierra en torno al Sol, la Iglesia católica suprimió el Diálogo de la lista de los libros puestos en el índice.
A pesar de su edad avanzada y de sus precarias condiciones de salud, Galileo continuó trabajando en su «cárcel» (como él la llama) de Arcetri, asistido por sus fieles discípulos Vincenzio Viviani, Benedetto Castelli y Evangelista Torricelli. De este tiempo es su obra inmortal sobre la resistencia de los materiales y sobre la dinámica, titulada Discursos y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias… (v.). Poco antes de morir, imaginaba Galileo, con la ayuda de Viviani y de su hijo Vincenzio, un sistema de ruedas, «el disparador» regulado por un péndulo, primera idea del reloj de péndulo desarrollada más tarde por Christian Huygens. A la misma época se remonta su trabajo sobre las «operaciones astronómicas» en el que prevé el futuro progreso de las investigaciones en este campo. En sus últimos años, ya ciego, su lamento no se deriva de no poder contemplar las cosas terrenas, sino las del Universo que a él, antes que nadie, había dado Dios la fortuna y el privilegio de admirar y de observar, iniciando la interrumpida serie de progresos y descubrimientos, los cuales, si aún no nos desvelan el misterio en que vivimos, nos presentan, sin embargo, un cuadro maravilloso de la unidad y de la amplitud de la creación.
G. Abetti