Nació en Saint-Malo el 4 de septiembre de 1768 y m. en París el 4 de julio de 1848. Hijo de una noble familia bretona, pasó en la pequeña ciudad natal una infancia ociosa y descuidada, con diarias correrías por las calles y las dunas, cara al viento y junto al mar.
Estudió, aun cuando sin método, en colegios de Dol, Rennes y Dinan, y luego volvió al castillo paterno de Combourg, en la región de Saint-Malo, moviéndose en un ambiente natural y familiar quizás excesivamente propicio al desarrollo de la sensibilidad de un muchacho tan impresionable como él.
Su padre era rígido y taciturno, la .madre inconstante y amiga de la diversión; Lucila, su adorada hermana, tenía un rostro pálido, pero alma fogosa. En este medio vivió el futuro literato dos años de melancolía y exaltación, entre bosques y landas salvajes llenas de olores silvestres, y allí se formó su personalidad, hecha de amor a la soledad y anhelo de sensaciones e imágenes buscadas más allá de lo real, en el mundo de los sueños embriagadores y amargos, y con la belleza como norma de la verdad.
Sin embargo, también la vida práctica ejerció sus derechos en el joven vizconde. Su padre le consiguió el nombramiento de subteniente del regimiento de Navarra; muerto aquél, Ch. ascendió a capitán de Caballería, y en París fue presentado a la corte y frecuentó la sociedad literaria de la época.
Durante la Revolución viajó por América y, según él mismo habría de contar, atraído por las gestas de los exploradores famosos, llegó hasta los Grandes Lagos movido por el afán de encontrar un paso hacia el Norte. La prisión del monarca lo reclamó a la patria, donde se casó. Tras la ejecución de Luis XVI unióse al ejército de los emigrados, luchó en el sitio de Thionville, fue herido y se desterró a Inglaterra, donde le aguardaban años de miseria.
Vuelto a Francia en 1800, conoció la gloria con Atala (1801, v.) y El genio del Cristianismo (1802, v.), apología cristiana cuyos méritos de tipo ideológico resultan muy inferiores a los de carácter artístico; su éxito responde al esplendor de su estilo.
La obra en cuestión, además, concordaba con las ideas político-religiosas de Bonaparte, quien nombró a Ch. secretario de embajada en Roma y luego ministro del Valais; sin embargo, al ser fusilado el duque d’Enghien (1804), el escritor, lleno de indignación, dimitió y marchó a visitar los lugares que habrían de ser el escenario de su epopeya cristiana Los mártires (1809, véase): Grecia, Constantinopla, Palestina, Túnez y España.
En tales viajes se inspira su Itinerario de París a Jerusalén (1811, véase), cuyas notas, propias más bien de un poeta que de un observador, afianzaron con el Viaje a América (1826, v.), luego de Bernardin de Saint-Pierre y Rousseau, la literatura exótica.
Enfrentado con la hostilidad’ de Napoleón, que en 1811 impuso el veto al discurso de recepción de Ch. en la Academia, nuestro autor saludó con júbilo la Restauración. Vuelto a la vida política, fue par de Francia, embajador en Berlín y Londres, plenipotenciario en el Congreso de Verona (v. El Congreso de Verona, 1838) y ministro de Negocios Extranjeros.
Caído en desgracia en 1824, recibía el nombramiento de embajador en Roma en 1827. Nada de ello, sin embargo, parecía satisfacerle; y así, enemigo de las componendas, y con frecuencia odiado, sirvió a los Borbones sin excesivas complacencias.
Derrocado Carlos X, Ch. se retira a la vida privada. En 1811 había empezado a componer «la historia de sus ideas y sentimientos», las Memorias de ultratumba (v.), que debían publicarse con carácter póstumo; se trata de una obra magistral y en ella los acontecimientos de su existencia quedan situados en el marco histórico de la época, para fijar así frente a la posteridad la figura de un hombre.
Éste, a quien el destino había prodigado sus dones — atracción personal, gloria, admiración, fieles amistades y el amor de encumbradas criaturas—, alcanzaba una vejez digna, pero triste e incómoda, y sin más consuelo que el de Madame Récamier, la más valiosa y devota de sus amigas.
Lejanas quedaban ya las generaciones a las cuales Atala y René (v.) habían revelado la singular actitud — el mal del siglo — que sitúa al ser entre el culto de sí mismo y el desencanto. Ch. ordenó disponer su tumba sobre el escollo del Grand-Bé, cerca de Saint-Malo, arrogantemente separado de los hombres en la muerte como lo estuviera durante su vida.
A. Bruzzi