Federico II el Grande

Nació el 24 de ene­ro de 1712 en Berlín y murió el 17 de agosto de 1786 en Potsdam. Su padre, Federico Guillermo I, el «rey sargento», carecía en absoluto del refinado gusto cultural que, por el contrario, poseyó abundantemente el hijo.

Y así, el contraste entre ambos no tardó en provocar una crisis, que alcanzó momentos de gran agudeza (Federico, que había intentado escapar de la corte, llegó a ser encarce­lado). Sin embargo, la disciplina evidente­mente militar, pero honrada e imparcial, el intenso mercantilismo y la burocracia regular y laboriosa que eran las bases fun­damentales del gobierno de Federico Gui­llermo, prepararon y favorecieron la futura grandeza del Estado prusiano y, en par­ticular, del nuevo monarca.

Éste se había ido instruyendo en las necesidades del go­bierno a través de estudios diversos, pero siempre dirigidos al mismo fin: el conoci­miento de los deberes de un rey y de la situación política europea. Antes de subir al trono en 1740, en efecto, había escrito ya El Antimaquiavelo (1739, v.), una de las obras más significativas del siglo XVIII acerca de la doctrina política del Estado. En oposición a Maquiavelo, Federico expone su teoría contractual de la sociedad y afirma que el gobierno debe asegurar el bienestar de los ciudadanos, en tanto que presenta al soberano sólo como el primer magis­trado del país.

Se trata de notables ideas que anuncian ya abiertamente su despotis­mo ilustrado y permiten comprender las divergencias con el régimen todavía medie­val del padre. Un año antes había com­puesto Consideraciones sobre el estado pre­sente del cuerpo político de Europa (v.), texto con el cual se proponía ayudar a su país en la polémica surgida entre las cua­tro potencias (Francia, Holanda, Inglate­rra y Austria) sobre los ducados de Jülich y Berg; pero aquella obra no sería publi­cada hasta muchos años después, y ya póstuma, en 1788.

Dicho tratado nos ayuda a comprender la actuación de Federico en cuanto rey: según él, la «(condición infeliz del cuer­po político de Europa» se debe a la cir­cunstancia de que a la fuerza y el poder de una parte corresponda la debilidad de la otra; y así, en su posterior y enérgica afirmación de la grandeza de Prusia cabe distinguir el afán de establecer un mejor equilibrio europeo mediante la eliminación del perjudicial y excesivo predominio de al­gunas potencias.

Envió a Voltaire, en prue­ba de admiración y para que la corrigiese, la obra acerca de Maquiavelo, lo cual dio lugar a una de las amistades más largas y sinceras (duró hasta 1778 y sólo conoció la breve interrupción del período 1753-57) entre un soberano y un filósofo en un siglo que vio otras por el estilo, pero ninguna más de resultados tan sensibles. Llegado al trono en 1740, Federico hubo de enfrentarse muy pronto con los problemas de poderío, hasta cierto punto consecuencia lógica del reinado de su padre, por lo que no tardó en ha­llarse en guerra con Austria. Aprovechan­do las dificultades planteadas a María Te­resa por la sucesión, logró hacerse entre­gar Silesia, región de gran importancia por sus minas de hierro.

Defendió luego esta conquista en la guerra de los Siete Años (1756-63), que le enfrentó con la coalición formada por Francia, Sajonia, Rusia y Aus­tria. En tal conflicto pudo poner de relieve sus notables dotes de jefe y capitán me­diante algunas grandes victorias, cuyo se­creto reveló él mismo en diversos textos (Principios generales de la guerra…, y Testament militaire). Federico poseía, en defini­tiva, un ejército superior a los otros en rapidez y perfección de maniobra, capaci­dad de fuego y sabia coordinación entre las diversas armas; en esencia, nada revo­lucionó en el arte militar, pero supo, apli­car más hábilmente los elementos propor­cionados por la tradición.

Finalizada la gue­rra de los Siete Años, prosiguió la obra de reorganización interna de su reino e in­terrumpió, precisamente cuando más difun­dida se hallaba su fama de jefe, las con­quistas militares. Sus reformas fueron las propias de un soberano del despotismo ilus­trado : estableció la enseñanza obligatoria, sustituyó el estudio de Wolff por el de Aris­tóteles, multiplicó las escuelas de comercio, preparó la unificación de las leyes, practicó la tolerancia religiosa y desarrolló la indus­tria con un inteligente proteccionismo que no impidió los tratados comerciales con otros países.

Compuso algunos libros de memo­rias que ilustran los episodios en los cuales fue protagonista: Mémoires pour servir á l’histoire de Brandebourg (1751), Histoire de mon temps (1746) e Histoire de la guerre des Sept Ans (1763). Ha sido reunida su Correspondencia (v.), que ofrece un inte­resante cuadro de la sociedad coetánea.

F. Catalano