Ernst Wiechert

Nació el 18 de mayo de 1887 en Kleinort (Prusia oriental), y murió el 24 de agosto de 1950 en Uerikon (Suiza). Era hijo de un guardabosque, y estudió en Königsberg Filosofía y Ciencias naturales. Llegado a profesor de segunda enseñanza, en 1930 se trasladó a Berlín; tres años después marchó a la campiña bávara, donde se dedicó a escribir. A causa de la oposición que demostró hacia el nacionalsocialismo es­tuvo detenido algunos meses (mayo-agosto del año 1939) en el campo de concentra­ción de Buchenwald, por él descrito muy eficazmente en la crónica autobiográfica El bosque de los muertos [Der Totenwald, 1945]. Una vez libre, quedó, sin embargo, so­metido a vigilancia de la policía secreta.

En 1948 se dirigió a Uerikon, en Suiza, donde falleció. Señala un decisivo cambio de rum­bo en su vida la participación en la primera Guerra Mundial, experiencia que reflejó repetidamente en su obra con la sensibilidad melancólica y meditativa de un hombre que lucha en un mundo frío y destructor en defensa de la idea de Dios y de cuanto es más genuinamente humano; véanse las no­velas Bosque [Wald, 1922], El lobo de los muertos [Totenwolf, 1924], Cada uno [Je­dermann, 1931] y La vida sencilla [Das ein­fache Leben, 1839], obra fundamental. Junto a los volúmenes de recuerdos autobiográfi­cos, Bosques y hombres [Wälder und Mens­chen, 1936], Años y tiempos [Jahre und Zei­ten, 1949], se halla la serie de novelas llenas de inspiración religiosa: El siervo de Dios Andrés Nyland [Knecht Gottes Andreas Nyland, 1926], Los hijos de Jeromín [Jerominskinder, 1946-47, v.], la extensa historia de una humilde familia de un pueblo de la Prusia oriental y del doloroso y agitado camino recorrido en el mundo por sus jó­venes hijos, y, finalmente, Missa sine no­mine (1950), cuyo fondo es el tema de los prófugos de la segunda Guerra Mundial.

La extensa producción de Wiechert, artísticamente más bien desigual, con oscilaciones que lle­gan a un amaneramiento de estilo y de temas demasiado consciente de sus efectos, repite esencialmente los mismos paisajes, tipos humanos y conflictos sentimentales y psicológicos en la lucha en favor de la sin­ceridad humana, la pureza y el amor sano. La enorme resonancia provocada a veces por nuestro autor, pero pronto extinguida, se basaba en el tono sentimental intensa­mente lírico de su prosa, en la fascinación de las descripciones del paisaje, en su anti­patía hacia el predominio de la técnica en la civilización, y en la firmeza con que, voluntariamente entregado a lo largo de la vida al sufrimiento y a la renuncia pasiva, supo conservar, en una época degenerada hasta la bestialidad, la dignidad del sacri­ficio y de la dulzura espiritual.

F. Martini