Nació en Atenas el 384 a. de C. y murió en la pequeña isla de Calauria en octubre del 322. Cuando contaba siete años perdió a su padre, considerado entre la rica burguesía ateniense; a pesar de ello pudo recibir una buena educación.
Mas sus tutores, los primos Afobos y Demofonte, y un amigo de infancia de su progenitor, Teripides, se hicieron con la mayor parte de la herencia. Llegado a los dieciocho años y alcanzada la mayoría, el muchacho quiso reivindicar sus bienes ante los tribunales, para lo cual pidió ayuda a Iseo, el logógrafo más ilustre de la época y especialista en derecho sucesorio. En vista de ello, Demóstenes se prepara a defender su propia causa y ejercer por su cuenta la profesión de’ logógrafo a que le forzaban entonces sus escasos medios.
Primeramente citó ante el tribunal a Afobos; no obstante, uno de los testimonios favorables a Demóstenes es considerado falso, siendo necesario otro proceso. Cuando luego el acusado fue condenado por el tribunal a la restitución de diez talentos, intervino el rico Onétores, cuñado de Afobos, que había fingido separarse de su esposa, y pidió la devolución de la dote de ella, con lo que Demóstenes no pudo recibir el dinero.
Hasta nosotros han llegado tres discursos Contra Afobos y dos Contra Onétores. Ignoramos si el futuro gran orador llamó a juicio a los otros dos tutores, así como la conclusión de los procesos iniciados. Es probable que Afobos llegara a un arreglo amistoso con Demóstenes, el cual, en realidad, no recuperó casi nada de la herencia paterna. Los citados discursos, compuestos cuando su autor era todavía muy joven, revelan ya una oratoria perfecta; muestran un genio precoz y que Demóstenes nunca fue un principiante.
Cierta tradición le considera discípulo de Platón e Isócrates, pero tal opinión no merece crédito. Más autorizada es otra antigua que niega al gran orador las cualidades externas propias de tal y le presenta ceceoso, de voz ingrata y sin facultades de improvisación; con todo, no dejan de ser leyendas escolásticas las que afirman que Demóstenes se metía piedrecitas en la boca para corregir la pronunciación, declamaba junto al estrépito de las olas del mar a fin de reforzar su voz, y se recluía en una gruta para componer sus discursos.
Resulta asimismo legendaria la afirmación según la cual, lleno de admiración hacia Tucídides, transcribió ocho veces su historia con el fin de asimilar el estilo de este autor; no obstante, es indudable que las oraciones de Demóstenes revelan el estudio atento del célebre historiador. La actividad de logógrafo le dio paso hacia la carrera política, iniciada tras su participación en tres importantes procesos (Contra Androtíon y Contra Leptines en 355, y Contra Timocrates en 352).
Paulatinamente fue actuando cada vez menos como logógrafo y más como orador político. Mientras tanto, Filipo de Macedonia, que subió al trono en 359, había sabido aprovecharse de las guerras social y religiosa para conquistar Anfípolis, Pidna, Potidea y Meton; sin embargo, es una opinión contraria a la realidad histórica la que pretende ver ya entonces en Demóstenes a un implacable adversario del monarca macedonio, quien no fue considerado por aquél un gran enemigo de \tenas hasta que sus conquistas demostraron claramente la pretensión de transformar su país, estado de tercer orden, en una gran potencia incluso marítima.
En el año 351, cuando Filipo, tras haber avanzado hasta el Helesponto, amenazaba el comercio ateniense de trigo, el gran orador pronunció su Primera Filípica (v. Filípicas), con la que inicia la lucha violenta e implacable contra el soberano de Macedonia, que en adelante constituiría toda su actividad política. Los atenienses aplaudieron a Demóstenes; pero Éubulo hizo predominar sus tendencias neutrales.
Muy pronto Filipo invadió la Calcídica y amenazó a Olinto, que pidió la alianza de Atenas; a la ayuda necesaria en favor de aquella ciudad se refieren las tres Olínticas (v.), compuestas en breves intervalos entre sí y que pueden ser consideradas también Filípicas, como lo fueron ya por los antiguos. Los auxilios llegaron tarde y eran insuficientes, por lo que Olinto cayó en poder de Filipo en 348.
Entonces Éubulo pareció decidirse en favor de una guerra a fondo, y envió embajadores a las ciudades con el fin de levantar a toda Grecia contra el invasor. Tales intentos fracasaron y todo el mundo comprendió la necesidad de la paz. A fines de 374 fue recibida por Filipo una comisión en la que participaban Esquines y Demóstenes; el primero de éstos describió los detalles de tal embajada; ecomisióno tuvo un papel demasiado lucido en ella. Inmediatamente después de alcanzado el acuerdo, el gran orador y sus amigos trataron de abatir a los adversarios llevándoles a los tribunales.
Demóstenes, quien regresaba de la segunda embajada en completo desacuerdo con los demás enviados, hizo que su amigo Timarco, y él mismo incluso, acusara a Esquines de traición al deber y dé corrupción por dinero recibido de Filipo. El discurso De la falsa embajada (v.) es una obra maestra de elocuencia, pero también de habilidad sofística.
Esquines se defendió muy bien; su oración apologética resiste la comparación con la de su adversario, e incluso resulta más convincente. En favor del acusado intervinieron Éubulo y Foción, los hombres más honrados de Atenas, y Esquines fue absuelto, aun cuando por muy pocos votos de mayoría. En adelante, los partidarios de Demóstenes fueron cada vez más numerosos. En 341 pretenden forzar la situación desencadenando una guerra no deseada por Filipo ni por los atenienses; la ocasión, no obstante, había sido mal escogida.
A instancias del partido antimacedónico, Diopeites, estratega del Quersoneso, lanzó a sus mercenarios contra Cardias, ciudad reconocida como aliada de Filipo en el tratado de paz, y luego atacó algunas posesiones macedonias de Tracia. Los atenienses preferían desautorizar a Diopeites y dar satisfacción al rey de Macedonia; pero Demóstenes, en la oración Sobre las cosas del Quersoneso, defendió al estratega e indujo a sus conciudadanos a hacer la guerra a Filipo sin declararla.
Aquel mismo año pronunció la Tercera Filípica, el más bello de los discursos de este nombre, en la cual resumió, con mayor fuerza todavía, los motivos de las precedentes. Demóstenes conoce entonces los mejores triunfos políticos de su vida; él mismo se dirige a Bizancio y Perinto, y logra que estas ciudades rompan su alianza con Filipo. Éste, que poseía una flota muy modesta, sitió en vano a una y otra. Tales éxitos convirtieron a Demóstenes en el verdadero dictador e inspirador supremo de la política ateniense.
En 338 consiguió la alianza de Tebas. Y así, en Beocia, Queronea, tuvo lugar el 1.° de septiembre la batalla decisiva, en el curso de la cual ni atenienses ni tebanos, aun cuando aliados con los aqueos, corintios y focenses, no pudieron resistir el ímpetu de la caballería macedonia ni la estrategia superior de los generales de Filipo.
El mismo Demóstenes, que participó en la lucha como hoplita, huyó con los vencidos. Sus adversarios Esquines y Foción le reprocharon no haber muerto en el campo de batalla; posiblemente, ello hubiera sido mejor para su gloria. Sin embargo, Demóstenes no era un héroe ni un mártir, sino el fanático de una idea.
Y, de esta suerte, no fue considerado un cobarde por los atenienses, quienes le encargaron el elogio fúnebre de los muertos de Queronea. De nada sirvieron las vehementes acusaciones de sus adversarios: Atenas se le mostró fiel, a pesar del fracaso de toda su política. Durante el verano de 336, Filipo fue muerto por Pausanias, e inmediatamente el partido antimacedónico ateniense pensó en la oportunidad de una rebelión.
Demóstenes, que guardaba luto por el fallecimiento de su hija única, apareció públicamente coronado de flores y con un vestido blanco para ofrecer un sacrificio de gratitud a los dioses. Mal conocedor de los hombres, se preocupó muy poco o nada de Alejandro, a quien viera en Pella; le juzgaba «un joven necio», y llamábale despectivamente «Margites».
Y así, estableciéronse acuerdos secretos con Tebas y las demás ciudades, y fue enviada una embajada incluso a Persia, cuyo emperador, que ya estaba enterado de las intenciones bélicas de Macedonia respecto a su país, envió a Demóstenes trescientos talentos para que los emplease en el levantamiento de Grecia contra Alejandro.
La prematura sublevación de Tebas, dominada inmediatamente por la fulminante energía de Alejandro, hizo fracasar la -insurrección. La capital tebana fue destruida y Atenas hubo de someterse al vencedor, quien pidió que se le entregaran diez oradores escogidos entre los más hostiles a Macedonia y en los cuales figuraban Licurgo, Hipérides y Demóstenes Éste exhortó a la asamblea «a no dejar en poder del lobo a los perros del rebaño»; finalmente, la intervención de Demades salvó al gran orador y a sus compañeros, y Alejandro abandonó su pretensión.
Durante la conquista de Persia, Demóstenes mantuvo una política de moderación y prudencia. En 330 debatióse el proceso intentado por Esquines contra Ctesifón, amigo de su rival, que unos años antes había propuesto al pueblo la entrega de una corona de oro a Demóstenes Se deslizaba entonces una época de tranquilidad política, y por ello a la «batalla de los oradores», como la denominó Teofrasto, asistieron con gran interés no sólo los atenienses, sino también hombres llegados de toda Grecia.
Formalmente, el acusado era Ctesifón; sin embargo, en realidad la acusación apuntaba al gran rival de Esquines. El discurso de este último Contra Ctesifón (v.) es una obra maestra de la elocuencia; sin embargo, la respuesta de Demóstenes, o sea la oración Por la corona (v.), resulta aún superior a la del adversario, y mereció a su autor la corona de oro, en tanto que Esquines, que no llegó a reunir ni la quinta parte de los votos, hubo de marchar al destierro.
Durante los años sucesivos, Demóstenes, con su nueva política de moderación, vio disminuir notablemente su prestigio: odiado y objeto de sospechas por parte del grupo macedónico, descontentó asimismo a los miembros más exaltados del partido opuesto, como Hipérides, quienes llegaron a pensar en un posible acuerdo secreto entre Alejandro y Demóstenes; éste, en efecto, no se atrevió a oponerse a que Atenas concediera honores divinos al gran conquistador.
En tal ambiente de sospecha se produjo, en 324, el acontecimiento más desgraciado de la vida del orador: el escándalo de Arpalos. Era éste el tesorero de Alejandro y, debido a la mala administración de las riquezas confiadas a su cuidado, al saber que su señor iba a regresar de la India huyó de Babilonia a Atenas con treinta naves, cinco mil talentos y buen número de mercenarios.
Pedida su detención por el soberano macedonio, Arpalos fue apresado; su dinero quedó guardado en la Acrópolis bajo la custodia de algunos comisarios — uno de los cuales era Demóstenes—, a fin de que luego pudiera ser devuelto a Alejandro. Sin embargo, el administrador infiel logró huir de la cárcel, probablemente con la complicidad del orador y de los atenienses, quienes de esta suerte pretendieron librarse de un cautivo indeseable sin verse obligados a la humillación que suponía entregarlo al conquistador.
Poco después surgió el escándalo: en la Acrópolis sólo fueron hallados 350 de los 700 talentos de Arpalos. Se acusó de corrupción a hombres de los diversos partidos, entre ellos a Demades y también a Demóstenes, quien solicitó una encuesta que, por su misma inspiración, el pueblo encargó al Areópago. El bajo nivel moral de la política ateniense del siglo IV llevaba a sus hombres a recibir ofrendas y dinero.
Sin embargo, esta vez el caso era más grave que de costumbre; el mismo Hipérides, antaño amigo, atacó entonces a Demóstenes sin contemplaciones, y el tribunal condenó a éste al pago de una multa de cincuenta talentos. Como no estuviera en condiciones de satisfacerla, el orador fue encarcelado; logró, empero, escapar y refugióse primeramente en Egina y luego en Trezene. El destierro, no obstante, duró muy poco.
El 13 de junio del 323, Alejandro fallecía en Babilonia y ante esta noticia toda Grecia, a excepción de Beocia, se rebeló. Hipérides fue el mayor adalid de la guerra que, por el asedio de Antípatro en Lamia, denominóse «lamíaca». Llamado a la patria, Demóstenes volvió a Atenas como un triunfador, a pesar de lo cual no recuperó el prestigio ni la influencia de otras épocas. Finalmente, Antípatro venció a los rebeldes en Crannon, en Tesalia (agosto de 322), impuso a los atenienses un gobierno oligárquico filomacedónico y reclamó la entrega de los oradores enemigos de su país.
Esta vez Foción y Demades hubieron de obedecer, y aquéllos fueron condenados a muerte por el pueblo de Atenas; Demóstenes se refugió en el templo de Poseidón de la islita de Calauria, junto al litoral de la Argólida, y al acercarse los esbirros de Antípatro diose muerte con un veneno para no caer en manos de sus enemigos. Del gran orador conservamos sesenta Discursos, una colección de Exordios y seis Cartas.
Los papiros nos han devuelto algunos fragmentos del comentario de Dídimo, gramático de la época de Augusto, a las Filípicas, abundante en valiosas noticias históricas, y parte de otra exposición anónima del discurso Contra Androtion que suele denominarse Anónimo argentinense, por cuanto se halla en un papiro de Estrasburgo (Argentoratum). Las Cartas no son auténticas, por más que se hayan llevado a cabo algunos intentos destinados a demostrar lo contrario.
Los Exordios fueron reunidos por el mismo Demóstenes. De los Discursos hay por lo menos veinte seguramente apócrifos y ya considerados así por los antiguos; entre éstos cabe citar Epitafio, Sobre Aloneso, de Egesipo, y Contra Neera, oración judicial muy importante para el estudio de las costumbres atenienses del siglo IV.
El comentario de Dídimo reveló el carácter apócrifo de la Respuesta a la carta de Filipo y aun de la misma Carta de Filipo, ambos textos llegados hasta nosotros entre las obras del celebérrimo orador; acaso fueron escritos por el retórico Anaxímenes de Lampsaco para sus propias Historias filípicas y en sustitución de los verdaderos textos correspondientes de Demóstenes, compuestos en 339.
Apócrifa es también la oración Sobre el tratado con Alejandro, pronunciada en 336 por un orador antimacedónico. Otros discursos ofrecen dudas acerca de su autenticidad; así ocurre, por ejemplo, en algunos de tipo judicial. Excelentes son las oraciones forenses de Demóstenes, y en particular las tituladas Para Formión y Contra Conon.
Sin embargo, el verdadero estilo del gran orador se refleja singularmente en sus actuaciones políticas, en las cuales aparece como el más ilustre de sus coetáneos de la Antigüedad y quizá de todos los tiempos. Su elocuencia, que no sabe reír ni sonreír, que ignora la suavidad y la gracia y desconoce la piedad, presenta siempre un tono áspero y belicoso. Formalmente, empero, Demóstenes es muy refinado.
Evita el hiato, como Isócrates, y la acumulación de sílabas breves, que alterna con las largas, y busca la armonía sin acudir a fáciles fórmulas fijas ni resultar monótono. En él aparecen mezclados los períodos de extensiones distintas, y justamente acordadas la claridad y la fuerza de expresión; los frecuentes anacolutos dan vigor al estilo.
Demóstenes opone a la construcción culta y refinada, pero fría y monótona, propia de Isócrates, unos períodos igualmente elegantes y más variados y movidos. Semejante elocuencia requería sin duda una larga y diligente preparación. Tales discursos eran pronunciados con un continuo acompañamiento de ademanes, gritos y lágrimas: Demóstenes, en realidad, hablaba como poseído por el frenesí báquico.
La más célebre de sus oraciones es, indudablemente, Por la corona, considerada con justicia por antiguos y modernos una obra maestra. En conjunto, empero, resultan aún más admirables las Filípicas, singularmente la primera y la tercera; su cerrada argumentación, concisión, vehemencia y tajante y sincera intensidad patética no han sido igualadas jamás. Frente a ellas incluso el mismo Cicerón, el mayor de los oradores romanos, aparece desvaído y prolijo.
G. Perrotta